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Caras y Caretas

           

“Lo lírico es mi mirada”

La poeta Susana Villalba acaba de publicar Luna de harapos, un enorme poema en prosa, o novela poética, que escribió en los años 90. En esta entrevista, repasa su obra y defiende el trabajo con y desde el lenguaje.

Un poema no se explica. Pero se puede danzar a su alrededor, fortaleciendo su acontecer con una luminosidad radical que invite a la exploración sensible, a través de una lectura minuciosa y meditada y de una escritura que se haga eco de esa apreciación. Hay poemas que ansían este estímulo. Lo redimensionan, lo intensifican, amplían su poder. Y más aún cuando es la propia autora la que esgrime su ars poética –la filigrana del acontecer poético entre su mundo interior, el exterior y el lenguaje– a través de un ensayo que, digámoslo sin temor, luce la misma calidad de sus poemas. Me refiero específicamente a los dos ensayos que preludian los dos últimos libros de la poeta Susana Villalba (Buenos Aires, 1956): La luna en harapos (Salta el Pez, 2020) y Sin pelaje, sin sombra. Antología poética (Editorial Llantén, 2019). Cada uno luce un prólogo de la autora ungido por la misma audacia de su escritura poética. Porque sí. Porque sucede, al leerlos, que sucumbimos al poder de la palabra de Villalba. Quiero decir, a su estilo sin concesiones afectado de un lirismo que ahoga de goce. Hay que leer su escritura despacio, dejándose temblar, convulsionar sin redención. Porque cuando el lenguaje hiere con su salvajismo sutil, no deja espacio para el reparo. “No es el lenguaje lo que habla sino su descarrilamiento”, escribe en un prólogo. “Toda lengua es exilio, toda lengua es conquista”, escribe en otro. “Para los poetas, o para mí, indecible es todo lo que trae cada palabra antes de arrancarla como flor que puede marchitarse al ponerla en un lugar o bien hibridarse en un engendro. Me debato entre un quién en el magma del balbuceo primordial, amorfo, un yo que intenta un discurso propio y una manera propia de conjugarlo, y un animal gregario dentro de una lengua colectiva”, reflexiona en un prólogo. “Hay un movimiento doble: subrayar que cada lengua es inseparable de su mundo y cada mundo inseparable de su lengua; a la vez la pregunta sobre si podemos conocer la realidad real o si todo es signo para la humanidad, una semiosis infinita mientras lo real estará siempre más allá o más acá de nosotros. El mundo es una traducción”, reflexiona en el otro.

Paladeamos un pedacito –o un sorbo– para luego zambullirnos en la totalidad de los libros y leer: “Bendito el amor que nos arroja fuera de nosotros. Bendito el egoísmo que nos separa ante el peligro de ser nosotros mismos de otro modo. Y quién quería a Eurídice. El poema, el ruiseñor y no el enamorado que tiñe la rosa con su sangre. Bendita alquimia del barro que coagula donde puede hacer pie, un ídolo que olvide su náufrago latente. No esperes en la costa, siempre es un resto lo que traen las olas, solo regresa cada uno a su espejismo y el mío es esperar”.

Los poemas de Villalba rugen su resplandor. No dejan espacio para el arribo calmo. Intranquilizan y excitan. Son pura herencia del mejor romanticismo, son puro estertor geológico. Agonía exaltada. El dolor del mundo volcado en el detalle que siempre es estallido, nunca sustracción. Aunque La bestia ser (Editorial Hilos, 2018, Premio Nacional de poesía 2019) refleja su escritura más despojada, cabe la aclaración de que no se trata de eso en la poética de Villalba: más barroca o más elíptica, más arrebatada o más seca, porque el estallido no se produce desde la luz de la evidencia sino desde la sombra, desde el secreto, desde el lugar más clandestino: “cae la noche/ como la realidad// mi universo es un baldío// me ovillo/ en las raíces duras/ de mi amor// tengo celos de los pájaros/ abrigados/ en sus ramas// envidio la noche/ cayendo como un cazador// de espejismos”.

La luna en harapos, que escribiste en los 90 y pudiste publicar recién ahora, encaja en esa zona de tu poesía más intensa, porque es un enorme poema en prosa, “poema gordo”, como decís en el prólogo, o novela poética. En verdad se acerca, desde el punto de vista de la escritura, a una parte importante de tu obra en la que visualmente no hay corte de verso o escansión, como Susy, secretos del corazón y Plegarias. No obstante, la prosa lírica de La luna… narra. Narra la historia de la conquista de México, desde diferentes voces. Es imposible no pensar en Una sombra donde sueña Camila O’Gorman, del gran Enrique Molina. De donde se deduce, por afinidad estética, que admirás.

–Sí, efectivamente me gusta mucho la poesía de Enrique Molina y me gustó mucho esa novela. La leí hace tiempo. Y no creo que haya una relación directa con La luna en harapos, pero sí ambas se relacionan en un punto: ambas están escritas por un poeta. Una poeta, en mi caso. Creo que las novelas escritas por poetas son diferentes. Aunque se tome una historia, el acento está puesto en otro lado, en el trabajo con el lenguaje. En lo que nos parecemos con Enrique Molina es que él tomó una historia que ya estaba dada, no tuvo que pensar una trama porque ese sería un trabajo en sí y el poeta no quiere distraerse pensando una trama, porque quiere trabajar el lenguaje. Molina tomó una historia ya hecha y yo también. Yo seguí la historia de la conquista de México, no tuve que ponerme a inventar, no es que no haya inventado cosas, porque es obvio que no viví en ese momento ni puedo imaginar lo que ha sido de verdad. Quiero decir que, aunque tuve mucho que imaginar, no tuve que inventar un argumento y Molina tampoco. Creo que nos interesó otra cosa.

–A pesar de que hay búsquedas muy específicas en cada uno de tus ocho libros, se observa un continuo que tiene que ver con un modo de vincularse con el lenguaje, de trabajar el lenguaje. Pero cada libro propone un universo poético diferente. Vos misma has revelado que surgen de observaciones muy precisas provenientes del entorno, de la cultura popular y de investigaciones específicas que te amplifican el panorama y te despiertan imágenes. Por ejemplo, para escribir Matar un animal (1997) acudiste a revistas sobre caza. ¿Cómo se explica eso?

–Yo venía del rock. Cuando era joven y empecé en esto, mi escuela era el rock, las letras de las canciones. Siempre me preguntaba por qué el mundo trash o ese mundo que supuestamente no debería entrar en un poema… Por qué no. Por un lado, eso. Y luego sí me pasa que es alrededor de un tema que empieza a interesarme desde donde se teje un libro. Primero una idea, algo que me interesa, algo que no sea común, que no esté tratado; pongo el foco en algo que no se haya mirado. Tengo mucha antena para la época, también. Aclaro que este procedimiento no es académico, no es que me siento a estudiar. Esto surge de preguntarme qué pasa en mi época. En Matar un animal empecé por la lectura de los policiales de los diarios. Me di cuenta de que estaban tomando un lugar de preponderancia enorme. Todos son asesinos locos, qué está pasando en mi época, en mi momento. Empiezo a divagar y a leer cosas como estas. ¿Y si escribo algo así como poemas policiales? ¿Y si agarro esto y veo qué pasa? ¿Y si tomo el lenguaje de las armas y lo traigo para mi lado porque en su propio lugar está teñido de asesinatos? Qué pasa si lo llevo a otro lado. Empiezo a hacer chocar las cosas. En todos los libros tomo un tema y luego leo alrededor cosas que tienen que ver y siempre lo popular tiene que estar: las canciones; lo que dicen en la tele, en el diario, en la calle. Todo eso debe estar transformado, todo junto atravesado por un trabajo con el lenguaje. Casi ni lo puedo explicar. No es que yo me propongo desde una postura académica y digo: bueno, voy a unir lo gauchesco con esto o lo otro. No es así. Es como tener una antena para la época, verla en lugares que no solo son los libros y sobre todo no son los libros. Y después sí, ir a libros diferentes y de distintas cosas para armar un rompecabezas, siempre a través del lenguaje.

–¿Cómo ingresan esos materiales del mundo exterior para que, a través del elemento irracional de la poesía, como bien define Wallace Stevens, se transformen en esos poemas líricos tan intensos que finalmente nada tienen que ver con el mundo original del que te nutriste?

–Cómo lo hago, no tengo idea. Pero creo que lo lírico es mi mirada. Creo que mi mirada sobre el mundo en el momento en que capto, por ejemplo, hasta qué punto el asesino está cobrando una importancia en esta sociedad, lo miro con una sensibilidad herida, creo que siempre es mi sensibilidad herida de ese mundo la que hace que afortunadamente quiera ir yo para el lado de lo lírico. Mientras leía esas revistas de armas y cazadores para descubrir la personalidad de estos tipos que discuten apasionadamente sobre los detalles de un cartucho, encontré esta frase: “la cadencia de fuego”. Ay, qué hermoso… Resulta que si lo tomás literalmente es horrible porque quiere decir cuántos tiros por segundo podés hacer. Entonces me dije: cadencia de fuego. Tengo que ganar esa frase para la poesía. Miro líricamente todos esos fenómenos que es como si estuviera mirando Marte. A veces uno mira el mundo como si estuviera mirando Marte, y entonces desde Marte, con el lirismo, hablás sobre esas cosas que ves tan deformes. Creo que es eso.

–En Susy, secretos del corazón (1989) se evidencian y juegan elementos de la cultura popular como el bolero, el folletín, la telenovela, ciertos clichés. Inevitable asociar con Manuel Puig, que inventó una narrativa de culto a partir de estos recursos.

–Lo descubrí tarde a Puig, no lo había leído mucho cuando escribí Susy…, pero entiendo perfectamente la relación porque yo también la encuentro. Creo que el secreto es que ambos somos las dos cosas. No hablo del folletín desde lejos, como diciendo: ay, mirá esta cosa popular. Me tragaba los folletines como me tragaba la poesía de Lugones. Yo soy las dos cosas, sin separación. Eso aparece en mi poesía y creo que también en Puig. Yo no hacía distinciones: puedo entender que una cosa es más frívola que la otra, puedo entender que una me da una cosa y otra, otra. Yo también consumo series policiales. Transito el mundo de lo popular sin ninguna distancia. Me parece que yo transito los dos mundos a la vez con cierta mirada lírica y más lúcida, y Puig hace eso también.

–El humor, como mostró Pirandello en su magistral ensayo, ofrece una enorme gama de matices. Hay un tono en tu obra de cierta ironía, una ironía lírica. Pero solemos asociar la poesía con el sufrimiento y lo trágico. ¿Cómo te relacionás con el dolor?

–Es cierto que hay ironía en mis cosas pero mi poesía es bastante melancólica y dolorosa. No creo que escriba desde un lugar de dolor personal, individual, es un dolor más metafísico o universal, por esa imperfección que tiene el mundo, el humano, la crueldad absoluta que hay entre dominadores y dominados, algo en el mundo que es muy primitivo, muy injusto. Me molesta profundamente vivir en un mundo así; es tan obvio y tan grosero. Eso que me duele mucho en cualquier situación creo que está en mi poesía todo el tiempo. Hay gente que me dijo que no puede leer de un tirón, porque va pegando puñaladas y hay que ir de a poco. Creo que es ese dolor y que está muy a flor de piel en mis poemas, es la emoción más fuerte. La ironía es un poquito de distancia… Pero no coincido con la palabra humor… No lo he logrado.

–Se presentó en estos días en la Biblioteca Nacional La luz de lo imposible (Editorial Kalos), una antología curada y prologada por la poeta María Julia de Ruschi, que reúne textos de quienes formaron parte de los grupos que encabezaba, en los 70, Mario Morales, Nosferatu y Último reino. De este último fuiste integrante siendo vos muy joven junto a Víctor Redondo, Jorge Zunino, Mónica Tracey, Horacio Zabaljáuregui, la propia De Ruschi, entre otros. ¿Es el comienzo de tu escritura?

–Yo escribo y leo poesía desde los diez años. En aquellos tiempos en las casas había libros, también en la mía. Y no porque mis padres fueran intelectuales. Había libros buenos. Mis padres no me indicaron leer esto o aquello. Agarré poesía y me puse leer y a escribir. Lo hice siempre. Cuando terminé la secundaria tuve una crisis y sentía que no quería ser nada, como dice Pessoa, “no soy nada, nunca seré nada”. El problema es que era poeta y en ese momento, a diferencia de lo que sucede hoy, no existían carreras de escritura. Entonces ser poeta era como ser nada. Yo no quería seguir otra cosa. Tuve un período lumpen, muy raro. Y mi mamá, desesperada, me sugirió que fuera a un taller literario porque se dio cuenta de que yo escribía. Y entonces ahí me encontré con toda esta gente. En este espacio encontré mi lugar. Ah, esto existía, me dije. Hay otra gente que es como yo. Qué alivio. Y Mario Morales me abrió a muchas lecturas importantes. Yo leía, pero no tenía información. No había internet. Y Mario me dio toda la literatura del mundo. Poetas importantes que desconocía hasta ese momento. Y yo leía todo junto. También eso estuvo bueno porque no me casé con nadie. Leía todas las tendencias posibles. Todas me gustaban. Y luego, sí, vino lo del grupo de Último reino.

–Una época inseparable de la dictadura.

–Así es. Durante esos años no se pudo publicar nada. Los integrantes del grupo que has nombrado nos reuníamos en la casa de Mario Morales. Era la época en la que no podían reunirse más de tres personas. Encima la casa de Mario quedaba enfrente de un lugar militar. En el 82, aunque no había aún terminado la dictadura, ya empezaba a resquebrajarse y había algo más de libertades, ahí recién empezamos a tener encuentros con otros grupos y otros poetas. Hay que pensar estos grupos en un contexto muy diferente al de hoy. Para mí era una felicidad conocer poetas. No me importaba a qué grupo pertenecieran. Era una gran fiesta. Y una gran familia. Yo recién empezaba y leía al lado de Edgar Bayley, Francisco Madariaga, Olga Orozco. Los libros circulaban por lecturas públicas. Iba a escuchar a los demás, a ver amigos, a ver a mi familia. Esa es la sensación más fuerte que tengo de esa época. Salíamos de esa tremenda noche… Habíamos estado silenciados. Y ahora estábamos juntos.

Escrito por
María Malusardi
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