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Caras y Caretas

           

El sacrificio, un programa estético cifrado

En su última novela, recientemente publicada por La Bestia Equilátera, Daniel Guebel entrega un relato con desvíos y misterios que el lector debe desentrañar a su paso.

Las novelas de Daniel Guebel, y El sacrificio en particular, advierten una y otra vez acerca de la imposibilidad de circunscribir la trama al argumento. Tantos son los desvíos, tantas las intrigas, que de esa irreductibilidad parten, en mayor medida, los goces del relato. Y esto es así porque más que contar una historia, Guebel persigue sus mutaciones.

Se trate de la aventura miliunanochesca en busca de una joya legendaria (La perla del emperador, 1990), de la apócrifa biografía de una sigilosa familia de genios (El absoluto, 2016) o del nimbo oriental de una venganza cortesana (Un crimen japonés, 2020) –por mencionar solo algunos hitos de su vasta obra–, en cada oportunidad Guebel se las ha arreglado para multiplicar un postulado de partida. El desfile de eunucos, autómatas, samuráis y espiritistas, que reincide o muda de ropa de novela en novela, no está contenido en los rudimentos del argumento, quizá tampoco esbozado en el plan inicial; es más, no lo necesita: es un lujo. De ese exceso gratuito es prueba el sortilegio de su magia no tan parcial. Magia que, una vez más, se repite (se renueva) en su novela más reciente, El sacrificio, editada por La Bestia Equilátera.

Querer dar cuenta de la esfera de prodigios en la línea de la sinopsis es, por lo dicho, adelgazar (para servirnos de una frase del propio autor) la “apoteosis festiva de la invención, el disparate y la digresión” de la novela. Así y todo, probemos suerte.

El revés de la trama

Para sorpresa de propios y envidia de ajenos, una pareja de recién casados recibe como regalo de bodas el retrato del líder de su país, enviado en su nombre mediante un emisario. Las suspicacias avinagradas de allegados y vecinos no se hacen esperar; para desembarazarse de ellas y desentrañar el designio inescrutable que les ha caído en suerte parten, entonces, en busca del aclamado benefactor, sobre todo para oír de su propia boca las palabras que logren explicar tamaño obsequio. La línea de partida es, digamos, lo único seguro. De aquí en más, el bisoño matrimonio sigue un sinuoso derrotero cuya primera posta se encuentra en una ciudad balnearia, de próspero pasado y nulo porvenir, en donde un fastuoso cetáceo hace una sorpresiva aparición, motivando en los ciudadanos una inquina de saber que podría traer ecos de “El gigante ahogado” de Ballard, si no fuera porque remite a una obra del propio Guebel. El animal, que bien podría ser un arma enviada por el país enemigo contra el que se libra una guerra, es inspeccionado por expertos de distintos campos, incluso una cuadrilla de exploradores se pierde en su interior, es más, hasta recibe el trino de un crepuscular castrato; todo ello sin otro resultado que refrendar el enigma primigenio. La escena en sí misma pasa por un objeto incrustado (y abandonado) sin mayor sentido. Y para cuando, a vuelta de página, la pareja llegue a la capital, el lector queda desnudo ante una nueva torción de la trama. Como si Guebel buscara no tanto socavar las expectativas de lectura sino abandonarse al puro magisterio del relato. Y el lector, en tal caso, va recogiendo las prendas al paso en procura de una vestimenta provisoria. Se trata de un programa estético cifrado, como sostuvo el propio autor en El ser querido, en “la multiplicación, digresión y la interrupción”.

Ya en la capital, a la espera de la audiencia con el líder, distintos lances de la pareja se suceden a la velocidad de un parpadeo: se estrenan en el comercio de lanas, cursan un embarazo de mellizos y se solazan en la recaudación de impuestos inextricables, primer bastión de la burocracia de este régimen despótico. La pobreza acuciante solo es mitigada ante el temor de las desapariciones. Al marido, sin ir más lejos, lo fuerzan a un destino ignorado por una falta aparente; cuando regresa es la sombra del que fue. Mientras tanto, la esposa comienza un derrotero kafkiano (el adjetivo es inapelable) por reparticiones estatales en procura de respuestas sobre la situación de su pareja. En cierto momento, a ella le asignan tareas de criada de un oficial jerárquico. Tras los bastidores de una reunión confidencial, un grupo de soldados departe impunemente acerca de las distintas maneras de silenciarla (desde la tortura a la violación) porque ella bien pudo haber oído algo que no debía, pero salva el pellejo debido a su paradójica pasividad. Se trata de una lógica que se reitera en distintas escenas: quien está en posición de desventaja respecto de su antagonista adopta una pose indolente. Como si la taimada educación estatal hiciera mella en el adoctrinamiento postural. Tal es así, que a esta mujer vuelven a zarandearla los vaivenes del destino que, en este caso, no es más que un eufemismo del alcance capilar del aparato estatal. Ahora es turno de que aprenda las maneras y modales de una geisha junto a un grupo de compañeras que se encuentran en su misma situación. Con el tiempo, descubre que tiene un lugar reservado distinto al de las otras: su tarea consiste en acoplarse con el líder y devolverle al país una mitología que permita elevar el alicaído ánimo en medio de una guerra que se viene perdiendo irremediablemente. Como si fuera poco, hay experimentos para resucitar a los muertos y ensamblar genéticamente humanos con gorilas albinos.

Todo este carnaval grotesco y elegantemente descrito es el relato de la propia protagonista, cuya distancia de los sucesos vividos los enrarece aún más. Es como si no entendiera del todo lo acaecido a su alrededor y mirara las cosas más nimias con ojos vírgenes. Una atmósfera de ensoñación envuelve a esta truculenta Sherezade. Como había advertido el propio Guebel en la citada La perla del emperador, “hasta el narrador más torpe sabe tejer un velo de maravillas que nos envuelve en un hervir de brumas”. Y si bien hay guiños a las purgas del estalinismo –y, por lo tanto, al terror que divide a un sujeto– conviene desoír ciertas lecturas demasiado transparentes. La nota final, atribuida a una apócrifa versión francesa de la novela, en la que una lingüista rusa acusa al propio autor de plagiario no hace más que refrendar el espíritu lúdico del asunto. En su ensayo autobiográfico Un resplandor inicial (2021), Guebel sostiene que la experiencia de lectura de otra obra funda el reverso de cada novela suya al punto de transformar la fuente de origen en un fantasma irreconocible. Así, en el caso de El sacrificio, fuentes disímiles como el Libro de Job o Los que susurran, de Orlando Figes, serían menos facilitadores de una perpleja alegoría que vehículos a un fuera de sí de la improvisación y la búsqueda de lo informe.

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Juan F. Comperatore
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