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Caras y Caretas

           

ESTAR EN EL MISTERIO

Pichuco y Homero solían extraviarse juntos para disfrutar del fervor del escolaso y las deidades de la noche. Pero entraron en la historia grande de nuestra música popular con el vuelo y la belleza inexpugnable de “Malena”, “Sur”, “Fueye” y “Barrio de tango”, entre otros.

Dice Barquina, aquel memorable personaje de la noche, que Manzi decía y repetía con él, con Barquina, esto de “estar en el misterio”. No sólo Manzi y Barquina, también otros como ellos, con la misma ansiedad y el mismo ardor por escribir y andar. Estar en el misterio, una suerte de secreto multiplicado entre los que andan de noche. Barquina, traje a rayas y el pelo engominado, se acuerda: “Allí se reunían el viejo Razzano, Contursi, Castillo, Menica, Laurito, el Tuco Paz y él”. Él es Manzi, no otro, en la esquina de Sáenz Peña y Moreno, en el café El Centinela, donde están los que están en el misterio.

Estar en el misterio: el misterio de andar, de hablar de minas, de burros, de política, de tango. El misterio de ver con los ojos ciegos, como Tiresias, el griego, que reunía lo divino y lo humano en un mismo bostezo. Andar con paso oblicuo, atravesado, de filetear la calle a cuchillo lentamente. Ir y venir, y en ese ir y venir por la vereda, de noche, siempre de noche; en ese ir y venir viene la frase, de repente, como si nada: estar en el misterio.

El Gordo Troilo se encontró con Manzi en el comienzo de los años 40. Era el cruce de dos avenidas. Se vieron y se quedaron pegados: un amor inmediato, repentino. Troilo grabó cuatro temas con letras de Manzi en 1942: “Malena”, “Papá Baltasar”, “Fueye” y “Barrio de tango”. Un homenaje del Gordo a Manzi. Tanto es así que Troilo le confesó a Barquina: “Cuando Manzi y yo estábamos juntos, nos envolvíamos la mano con la luna y no se la prestábamos a nadie”. Así era, la risa dionisíaca, la risa del dios que baila, la vida siempre cómplice. Iban juntos al hipódromo, al casino; estaban horas, a veces días en la carpeta verde del escolaso. O en la cervecería Munich, en el balneario de la costanera sur, donde Homero, de trampa con Nelly Omar, saboreaba langostinos y champagne. Y después a las carreras, con una fija que tenía el Gordo y que siempre perdía: “No sé por qué me había agarrado tanta calentura con aquel caballo”, decía.

PARA ELLA Y SIN ELLA

Troilo inaugura el Tibidabo con toda su orquesta en abril de 1942. Manzi está ahí pensando en ella. Ella no está a pesar de todo. Fiorentino interpretó el tango “Malena”. La imagen de Nelly Omar no está esa noche en el Tibidabo, pero sí están los ojos de ella en los ojos de Manzi, aunque ella no estuviera.

Manzi escribe la vida con todos sus costados. Eso es lo que el tango compone en sus letras. Casi lo mismo que la filosofía: el drama de ser uno, la angustia por lo inmenso de la soledad, la tiranía del tiempo, la pregunta por la verdad de lo que fue y de lo que es. La traición, en todas sus formas; el efecto encarnizado de la ambición; la risa de la juventud y la sabiduría inútil de la vejez. Todo esto puesto en la vida de todos los días. Entonces el tango es una filosofía con cara, que se ve, que está en el conventillo, en el tabaco, en el percal de un vestido. La vida tal cual es. Y allí, sobre ese suelo de lo cotidiano, se estaciona esta filosofía que dice lo que dice de un modo sencillo para que haya otros que se vean a sí mismos y se piensen.

Homero Manzi y Aníbal Troilo son dos de esos de saber oblicuo, una parte en la calle y otra en el poema. Los dos en el misterio, nocturnos; los dos como lechuzas de ojos grandes, que ven todo aunque esté oscuro.

EL BARBETA

Así le decía el Gordo: Barbeta, la frente blanca y la otra mitad de la cara tapada de negro y con un verso en la boca. Así era, mitad de ciudad y mitad de pueblo; mitad Yrigoyen y mitad Perón. Manzi era mezcla, reunión; su andar nocturno lo lleva de un lado a otro: de Santiago del Estero a Pompeya; de la revista Radiolandia a Evaristo Carriego y García Lorca; de Lugones al cine de La guerra gaucha, y de la alegría del negro en el candombe al candombe que canta el dolor de ser negro. Manzi es la intimidad del dolor y el afuera de la política, la revolución de uno y a la vez la revolución de muchos. Como Pichuco, como él mismo: ¿cómo conciliar todo esto en un solo cuerpo? ¿Cómo?

En diciembre de 1946, Manzi ya sabía que estaba enfermo. Enfermo de muerte. Escribe su gran obra junto con Troilo en apenas cuatro años y un poco más: “Romance de barrio” (1947), “Sur” (1948), “Che, Bandoneón” (1949), “Discepolín” (1951). Más tarde, con Manzi en el cielo, Troilo compone “Responso” y “A Homero”, con letra de Cátulo, los dos en 1951. La gran obra es la potencia del suelo peronista, la intensidad puesta en la calle y en las fábricas y en todo el tango. Manzi ve la fiesta de todos los días, y en esos días Troilo les dice a todos que Manzi es su hermano. Un amor de niños, de ángeles sonoros.

Manzi caminó esos cuatro años y medio. Anduvo por el hipódromo, por los cabarés, por un amor incómodo, por ser revolucionario, por la risa con esos mismos que hablaban del “misterio”. Hasta que el tiempo terminó.

Fue entonces cuando el Gordo Troilo vio la muerte de Manzi, porque vio en los ojos de sus amigos del póquer los ojos negros de la muerte. El Gordo se consumió a sí mismo, se metió en uno de acordes en ascenso, y de rabia, mucha rabia.

El otro gordo, John William Cooke, diputado peronista por la Capital Federal, leyó su oración fúnebre de despedida en la Cámara de Diputados de la Nación el 10 de mayo de 1951, como homenaje a Homero Manzi, una semana después de su muerte. Hay quienes dicen que Troilo estaba ahí, en uno de los pasillos de la Cámara escuchando.

Escrito por
Gustavo Varela
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