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Caras y Caretas

           

DEL CRIOLLISMO A LA CULTURA POPULAR URBANA

El trabajo conjunto del pianista y del autor fundó una audaz tradición tanguera. Muchas de sus composiciones se transformaron en emblemas y testimonios de una nueva mirada musical y poética.

La crisis mundial desatada en 1929 lo afectó todo, incluido el tango. En un momento de debilidad del género, cuando algunos ya apuraban las exequias, un músico y un poeta se aliaron para componer una serie de milongas diferentes a todo lo conocido hasta entonces. Esa alianza duró una década, y sin duda contribuyó a revitalizar la canción porteña.

Antes de aquel encuentro luminoso, la milonga era dos cosas al mismo tiempo. Por un lado, un canto campero en estrofas de seis o cuatro versos octosilábicos. La armonía de guitarra era sencilla, y el diseño de acompañamiento, arpegiado. Era la milonga de los payadores, claro, pero también la de algunos cantores nacionales, como Gardel-Razzano. La otra posibilidad de milonga era la de la danza, un ancestro del tango de aire suburbano que se bailaba en las orillas dominadas por los compadritos en proximidad con los acentos del candombe. En notas de fines del siglo XIX, solía llamarse “milonga” al baile pronto bautizado como “tango”.

La operación que hicieron Sebastián Piana y Homero Manzi fue audaz, por más que hoy la pensemos como parte inalienable de la tradición del tango: se atrevieron a juntar la nostalgia por lo campero –algo presente como déjà vu en los años 30 y 40– con una poesía popular de intención “culta”, en el sentido de elaboración cuidada. Desde luego, los méritos se repartieron en partes iguales, si bien la figura polifacética de Manzi, así como su enorme aporte a la poesía argentina, nos hace pensar en las milongas “de Manzi”. Sin embargo, a diferencia de Borges, que años más tarde concibió sus milongas sin música (esta les llegaría más tarde, en algunos casos), Homero escribió pensando en la música vocal. Más aún: pensó en Rosita Quiroga, la cancionista primera del arrabal. En 1931, a pedido de ella, Manzi convocó al joven Piana para que le pusiera música a “Milonga sentimental”. La verdad es que en ese momento Manzi sabía muy poco de milongas. Según parece, a Rosita no le gustó mucho el nuevo tema, que finalmente fue estrenado por Mercedes Simone. La letra reproducía el tópico del varón amurado, pero la autorreferencia a la especie funcionaba como manifiesto de una reinvención: “Milonga pa’ recordarte/ Milonga sentimental/ Otros se quejan llorando/ Yo canto pa’ no llorar”.

DESDE LOS MÁRGENES

A diferencia de Discépolo, flâneur del desencanto moderno, Manzi eligió observar la ciudad desde sus márgenes geográficos, allí donde aún llegaban los aromas de yuyos y alfalfa y el cielo era todo cielo, sin estorbo edilicio, sin interferencias del mundo moderno. Tras “Milonga sentimental”, “Milonga triste” o “Milonga del 900” ya no se pudo volver a escuchar una milonga sin tener en cuenta aquel tránsito del criollismo a la cultura popular urbana. Podría decirse que Piana y Manzi recolocaron la milonga en el contexto urbano (“llevamos la milonga de lo campero a lo ciudadano”, aseguraría Piana con orgullo), allí donde el imaginario rural se volvió tópico en un ámbito signado por el auge del tango, la radio y el cine. En la década de los 30 se vivía una suerte de revival de la Argentina criolla en medio de una Buenos Aires en expansión. Para Manzi, militante yrigoyenista y miembro de Forja, la milonga sería también un medio para hablar de Rosas (“Juan Manuel [milonga federal]”), los afrodescendientes en el Río de la Plata (“Pena mulata”, “Papá Baltasar” o “Negra María”, esta última con música de Lucio Demare), la ciudad (“Milonga de Puente Alsina”), la historia argentina (“Leandro Alem”, “La mitrista”) y los payadores (“Betinotti”).

¿Una obra maestra de aquel conjunto notable? Quizá “Milonga triste”, de 1936. En principio, el título parece un oxímoron. La letra aborda una situación típica del tango romántico: el reconocimiento tardío de un amor idealizado. La figura femenina –en la obra de Manzi no se corresponde con el estereotipo de la mujer desleal– es sinónimo de pureza y candidez. Aquí la deuda con Evaristo Carriego es bastante evidente: “Llegabas por el sendero/ delantal y trenzas sueltas./ Brillaban tus ojos negros/ claridad de luna llena./ Mis labios te hicieron daño/ al besar tu boca fresca./ Castigo me dio tu mano/ pero más golpeó tu ausencia”. En su magnífica biografía de Manzi, Horacio Salas nos ilustra sobre lo que en su momento escribieron Raúl González Tuñón y León Benarós. Tuñón afirmaba, con absoluta razón, que ningún poeta “mayor” desdeñaría los versos de Manzi. Por su parte, yendo aún más lejos, Benarós resaltaba en “Milonga triste” la influencia de Federico García Lorca. Efectivamente, el autor de Romancero gitano reverbera en la poesía de Manzi.

TEMPO Y CARÁCTER

En su indicación de “milonga campera”, como reza la partitura original, están implicados el tempo lento, el carácter de adagio, la expresión cronometrada del dolor. Fúnebre en su asunto y afligida en su carácter, “Milonga triste” no podría adoptar, ni siquiera por un momento, el ímpetu de “Milonga sentimental” (incluso la versión proteica que grabó Gato Barbieri en su disco Chapter Three Viva Emiliano Zapata respeta el clima de recogimiento). Se dice que Manzi se inspiró en un viejo amor de su Añatuya natal. De cualquier manera, el remordimiento es un sentimiento universal, que lógicamente abunda en el tango y en el folklore argentino. En esta milonga, el hombre galanteó y quizá también amó, pero enseguida partió por los senderos de la vida. ¿La dejó, la olvidó, la despreció? Sólo sabemos que volvió, y cuando volvió ya era tarde: “Volví por caminos blancos/ Volví sin poder llegar/ Grité con mi grito largo/ Canté sin saber cantar”.

Los letristas de tango no le temían a la muerte sino al olvido: “Cerraste los ojos negros/ Se volvió tu cara blanca/ Y llevamos tu silencio/ Al sonar de las campanas/ La luna cayó en el agua/ El dolor golpeó mi pecho/ Con cuerdas de cien guitarras/ Me trencé remordimientos, ¡Ay!”. Como la poesía bucólica de Virgilio, la milonga refiere a ese país imaginario de pastores, donde reina la paz y la felicidad. Para el habitante de la ciudad moderna –en 1936 la intendencia porteña puso en marcha un faraónico plan de obras públicas que cambiaría el rostro de la ciudad–, esa Arcadia puede ser la campaña, o en todo caso la vida pueblerina. Tanto la descripción de esa muchacha inocente (“Delantal y trenzas negras”) como la presencia de una “soledad de las estrellas” son signos de experiencia campera. De ahí que “Milonga triste” nos transporte a un pasado lejano e impoluto. Sobre eso volvería Manzi en “Sur” y “Barrio de tango”, pero ya más afincado a la mitología urbana. Con Piana y su genial milonga, en cambio, los “caminos muertos” sólo podían conducir a un paisaje de llanura.

Escrito por
Sergio Pujol
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