Cuando supe de la muerte de nuestro querido Pino Solanas en París por la pandemia, lloré intensamente. No estaba sola: cada llanto es tan personal y propio pero también, a veces, multitudinario. Recordé entonces las dos veces que puede compartir con él encuentros cercanos. Y las cientos de veces que, como periodista, lo vi, o cuando me estremecí con cada una de sus películas que jamás dejé de ver. Así, en el duelo, necesitaba volver a cada una de ellas –La hora de los hornos, Los hijos de Fierro, El exilio de Gardel, Sur, Memorias del saqueo, La última estación–, a aquel sentimiento potente, a aquella emoción transformada luego en mandato de compromiso militante no sólo con nuestra patria sino también con la belleza. Porque recordar, memorizar, es el gran mandato de nuestra generación que definió a Pino y nos define: el olvido nos está prohibido como una ley bíblica.
Ha pasado más de medio siglo de la primera vez que lo vi. Ocurrió en el invierno de 1969, poco después del estallido del Cordobazo. Una tarde fría, en un departamento de Recoleta, el grupo Cine Liberación fundado por él y por Octavio Getino proyectó para un grupo de amigos La hora de los hornos. Recuerdo que hubo un silencio cerrado, emocionado, cuando terminaron los 260 minutos de la película que vimos sobre una enorme pared blanca del living, impregnado por el humo concentrado de los cigarrillos que no podía fugarse por las hendiduras de las ventanas porque las habían sellado para que el sonido no inundara los pasillos de ese edificio donde habitaba no poca gente hostil a nuestras ideas. No podíamos hablar en voz muy alta ni aplaudir. Tuvimos que hacer implotar la emoción producida por aquellas imágenes en blanco y negro que se engarzaban con nuestro sentimiento de rebelión. Muchos de los que estaban allí habían sufrido ya la cárcel, la cesantía en la universidad, la persecución en las protestas callejeras.
El operativo para llegar a ver la película clandestina por origen y subversiva por definición –prohibidísima por la dictadura del general de labio leporino– tuvo todos los condimentos de una promesa militante. Mi generación estaba aprendiendo las reglas para eludir a los sabuesos de la dictadura. Para conspirar contra el orden cerrado y mortal del régimen milenarista y represor por delegación de la oligarquía que había derrocado al peronismo que odiaba. La película de Pino era su gran exégesis. “Así tuvieron que sentirse, como ahora nosotros, aquellas multitudes, ese subsuelo de la patria sublevado, que describió Scalabrini”, le dijo mi amigo Horacio González Trejo –intelectual, librero de alma y escritor– a Pino en el living de su departamento en la calle Pueyrredón, donde acabábamos de ver la película. Era su homenaje. “Vos y Octavio cuentan como maestros la larga marcha de la sublevación de nuestro pueblo para su liberación”, repitió. Lo que siguió luego fue una explicación de Pino sobre el derrotero de las exhibiciones clandestinas de la película.
Y después en el tiempo siguieron las luchas populares, Pino con su cámara a cuestas, los militantes con sus armas a cuestas, la guerrilla, el regreso inevitable de Perón, y Pino… con su cámara a cuestas. Y el fracaso de la revolución y el ideario del socialismo. Y la muerte de Perón y otra dictadura. Y la carnicería que la siguió, y otra vez el exilio no sólo de Gardel, como filmó, que era su exilio y el de miles de nosotros. Y el fin del exilio pero, como Pino contó con maestría sentimental de esa fractura ontológica entre el ser y el estar en la patria, el dolor y la creación del exilio definitivamente incorporado a nuestra historia.
Volvimos a compartir la intimidad de una cena en la casa de su gran amigo y maestro de artistas, el pintor Luis Felipe “Yuyo” Noé, poco después del estallido de la crisis de 2001. Y compartimos, como aquella vez en ese departamento de Recoleta, la misma pulsión y urgencia por contar lo que estaba ocurriendo: el despiadado turno del nuevo saqueo de la Argentina. Era una desesperación compartida en esa mesa en la casa de Yuyo, junto a su esposa Nora y mi amigo el gran pintor Aníbal Cedrón. Otra vez, el destino me cruzaba con Pino: su desesperación, cámara en mano, en sus Memorias del saqueo, fue contemporánea a mi libro de entonces, El saqueo de la Argentina. No recuerdo de qué hablamos esa noche. Sí sé que por esas maravillas circulares que dibuja la historia y sobre las que tanto escribió Borges, cuando Pino murió sentí que su obra había logrado ser eterna como la patria que amó y filmó y por la que batalló en la política. Tan eterno, sí, como el agua y el aire.