Cuando Juan Domingo Perón se hizo cargo del Departamento de Trabajo, en 1943, le dio una impronta absolutamente novedosa. Por su medio, el Estado comenzó a intervenir de manera decisiva en las relaciones entre el capital y el trabajo, volcando el desequilibrio ancestral que había a favor de los trabajadores. Para muchos opositores, representantes de las clases dominantes argentinas, se trataba de una política improvisada que solo perseguía fines demagógicos. Nada más alejado de la realidad. En noviembre de ese año, el Departamento se convirtió en Secretaría de Trabajo y Previsión Social, y desde allí se desarrolló un trabajo impresionante que todavía no es lo suficientemente conocido. No tenía nada de improvisado. Una batería de decretos empezó a recoger lo más adelantado a nivel internacional en materia de leyes laborales. Las más conocidas son las vacaciones pagas, la jubilación, el aguinaldo y el Estatuto del Peón Rural; pero no fueron las únicas. Muchos objetaron que algunas de estas leyes ya existían. Lo cierto es que, si bien algunos gremios ya gozaban de estos beneficios, su alcance no llegaba ni al diez por ciento de los trabajadores. El Estatuto del Peón no existía en absoluto. Pero el mayor mérito, aun siendo elocuente, no radica solamente en la generalización de estos derechos al conjunto de los trabajadores. La medida realmente revolucionaria fue la creación de organismos, a lo largo y a lo ancho de todo el país, que garantizaban que la ley se cumpliera sobre el cuerpo de la masa trabajadora.
Una de las medidas más innovadoras en ese sentido fue la creación de los Tribunales del Trabajo. Una nueva rama del derecho se estaba expandiendo por el mundo atenta a los derechos sociales. En Europa y gran parte de América latina ya estaban funcionando. La Facultad de Derecho tenía cátedras que desarrollaban esa línea, y los cuadros técnicos de la Secretaría estaban imbuidos en esos conocimientos.
Por eso, la actitud de la Corte Suprema de Justicia, que declaró inconstitucional la mayoría de estos nuevos derechos y desconoció los Tribunales laborales, fue leída por el peronismo como un gesto absolutamente clasista, político en sus considerandos y un obstáculo poderoso al avance de las políticas sociales.
Luego de los sucesos del 17 de octubre de 1945, y del triunfo electoral de Perón en 1946, en su discurso de asunción presidencial se pudo escuchar: “La Justicia en sus doctrinas ha de ser dinámica y no estática. De otro modo, se frustran respetables anhelos populares y se entorpece el desenvolvimiento social con graves perjuicios para las clases obreras”.
Un mes después de asumir, el diputado peronista Rodolfo Decker presentó en la Legislatura el pedido de juicio político a la Corte Suprema. Por primera vez desde su creación, en 1863, cuatro de los cinco miembros de la Corte fueron llevados a juicio político y destituidos. Un hito histórico que generó en su momento un enorme escándalo entre los opositores. Uno de los defensores más notables de aquellos cortesanos fue Alfredo Palacios, ironías de la vida. Las causales de la destitución fueron trece, pero sobresalen entre ellas la acordada de 1930 que legalizó el golpe de Estado contra Hipólito Yrigoyen, los fallos a favor de las grandes compañías extranjeras contra el Estado nacional, la declaración de inconstitucionalidad del fuero laboral y la anulación de lo actuado por la Secretaría de Trabajo y Previsión.
Así, el camino quedó allanado para la conformación de una nueva Corte Suprema con un paradigma doctrinario original, antiliberal y comprometido con las ideas de la época en lo que hace a la justicia social: Justo Álvarez Rodríguez, Luis Ricardo Longhi, Felipe Santiago Pérez y Rodolfo Valenzuela juraron como nuevos ministros en 1947.
Las nuevas doctrinas de la Iglesia y del derecho internacional comenzaron a ser parte de la jurisprudencia. Ya no se admitió el principio liberal de la actuación solitaria del individuo. En un fallo paradigmático se reconoció la negociación colectiva y a los sindicatos como interlocutores válidos frente a los patrones. También se instituyeron los resortes legales que le reservaron al Estado la obligación de intervenir en esas negociaciones: “El libre juego de la libertad individual no siempre es compatible con el bien común”. Varios fallos de la época se fundamentan en las encíclicas papales Rerum novarum de León XIII y Quadragesimo anno de Pío XI, en las que se cita: “La búsqueda de la prosperidad económica no ha de ser concebida como exaltación de la riqueza por la riqueza misma, sino como condición del bienestar humano al que la riqueza contribuye”.
Otro aspecto en el que se pudo apreciar un giro copernicano respecto a la jurisprudencia previa se relaciona con la soberanía nacional. La Corte de esta época tomó partido a favor de los intereses nacionales frente a los atropellos y arbitrariedades de las empresas transnacionales.
UNA CONSTITUCIÓN PERONISTA
Estos innegables avances en la estructura del derecho argentino pronto entraron a colisionar con la Constitución liberal de 1853. Una Constitución que llevaba un siglo de vigencia y se había aprobado en el marco de una Argentina en plena guerra civil. La necesidad evidente de una reforma constitucional se sumaba a los anhelos del justicialismo de no cortar el liderazgo de Perón al frente de la presidencia y poder generar la posibilidad de una reelección hasta ese momento vedada. Es así que en 1949 se presentó y aprobó, no sin mucha polémica, la reforma de la Constitución.
En la Convención Nacional Constituyente participaron los cuatro nuevos miembros de la Corte Suprema. Se reunió en Buenos Aires el 24 de enero de 1949 y concluyó el 16 de marzo. Durante uno de los debates, John William Cooke, uno de los convencionales, manifestó: “Ante el creciente poder de las grandes organizaciones capitalistas de proyecciones mundiales, fue un mito la libertad, no ya económica, sino política. Este estado de cosas hizo entonces necesaria la intervención del Estado en la vida económica de las naciones, tanto para impedir la explotación de los débiles como para facilitar el desarrollo orgánico y equilibrado de las fuerzas económicas”.
Uno de los artículos más discutidos fue el que le otorgaba a la propiedad privada un carácter subordinado al interés común. El tercer capítulo está dedicado a los derechos del trabajador y habla sobre la retribución justa, la capacitación, las condiciones dignas, el bienestar, la preservación de la salud, la seguridad social, el mejoramiento económico, la protección de su familia y la defensa de los intereses profesionales. También contiene artículos especiales para la familia: derechos de la niñez y la igualdad jurídica del hombre y la mujer, la ancianidad, la educación –primaria obligatoria y gratuita y autonomía universitaria– y la cultura, con la promoción de las ciencias y las bellas artes.
Es evidente la continuidad existente entre aquellos primeros decretos con leyes laborales de avanzada elaborados por la Secretaría de Trabajo, luego, con el peronismo en el poder, convertidas en leyes aprobadas por el Parlamento, la renovación de la Corte Suprema para garantizar la legalidad de las mismas y, por último, el estatus constitucional que adquieren a partir de la Constitución de 1949. Un esfuerzo para intentar sellar a fuego en la institucionalidad las revolucionarias medidas sociales. Sin embargo, el golpe de Estado de 1955 borró de un plumazo la Constitución, reimplantó la de 1853, destituyó a la Corte y nombró por decreto una nueva, cuyos ministros tenían una única premisa en común: eran todos antiperonistas.