El derrocamiento de Juan Domingo Perón en septiembre de 1955 abrió un largo periodo de inestabilidad política e institucional en la República Argentina. Después de jurar como presidente provisional ante el escribano de gobierno y comprometerse a “hacer observar fielmente la Constitución Nacional”, el general Eduardo Lonardi manifestó a la multitud congregada en la Plaza de Mayo para aclamar el triunfo de la que sus protagonistas denominaron “Revolución Libertadora”, que su acción gubernativa habría de asegurar el “imperio del derecho”. Siguiendo precedentes de los golpes militares de 1930 y 1943, las primeras medidas del mandatario de facto declararon disuelto el Congreso nacional.
Pero el 16 de noviembre el propio Lonardi fue desalojado del poder por sus compañeros de armas, siendo reemplazado por el general Pedro Eugenio Aramburu, que adhería a la postura extrema y utópica de extirpar el peronismo a cualquier costo. El proceso de desperonización se concentró en el Estado argentino y en su sociedad, y accionó judicialmente contra el general Perón, acusándolo en el ámbito castrense de inconducta, y en el penal, por actos de corrupción y traición a la patria, con el propósito de proscribirlo.
Aramburu también apeló a medidas represivas directas: a raíz de la rebelión liderada por el general Juan José Valle, en junio de 1956, Aramburu había dejado firmado el decreto 10362/56 imponiendo la ley marcial en todo el territorio argentino, así como los decretos números 10363/56 de pena de muerte y 10364/56 para poder incluir los nombres de las personas a ser ejecutadas.
INTERVENCIÓN DE LA CORTE SUPREMA
El Poder Judicial fue intervenido por la dictadura. El decreto 318/55 separó a los miembros de la Corte Suprema de Justicia y el 415 (del 6 de octubre) designó a los cinco nuevos miembros: Alfredo Orgaz (presidente del cuerpo por la acordada del 7 de octubre), Manuel Argañaraz, Enrique Galli, Carlos Herrera y Jorge Vera Vallejo. Por el decreto 112/55, el gobierno provisional declaró en comisión a todos los magistrados y jueces de la Justicia federal y nacional, disponiéndose que cesarían de sus funciones los que no fueran expresamente confirmados por el decreto 2373/55. A fin de cumplir la función de “seleccionador” y “destituyente”, se designó por decreto 700/55 a una comisión de consulta “para los asuntos relacionados con la organización del Poder Judicial nacional, integrada por el procurador general Sebastián Soler, Héctor Lafaille, Mariano Drago, Eduardo García y Julio Dassen”. Para encarar aquellos cambios hasta tanto se constituyeran los poderes constitucionales, se comenzó suspendiendo el decreto 1327, y con él, “el sistema de remoción de jueces por medio de un jury de enjuiciamiento establecido en la Constitución de 1949, mientras durase la etapa de depuración y luego se establecerían nuevas reglas en la etapa revolucionaria”, según afirma Arturo Pellet Lastra.
Para justificar estas drásticas determinaciones se señaló que los afectados por ellas habían violado las normas republicanas y los principios de separación de poderes.
La calificación política que adjudicaron los sublevados de “Segunda Tiranía” para el régimen peronista –remedando la denominación, en la tradición liberal, de la “Primera Tiranía” de Juan Manuel de Rosas– fue conformando un escenario de lucha y reivindicación histórica-ideológica que superaba medidas técnicas de reemplazo de agentes por otros, constituyendo una depuración y una persecución de cualquier disidencia. Para Perón cabían medidas similares a las aplicadas a Rosas tras la batalla de Caseros, sometido a proceso y juzgamiento, a quien se le expropiaron sus campos y propiedades mientras permaneció en el exilio inglés hasta su muerte, en 1877. En 1861, el juez Sixto Villegas lo declaró traidor a la patria y lo condenó a muerte, argumentándose que los graves delitos, la corrupción, la impostura y la hipocresía habían sido elementos constitutivos de su sistema político. El delito de traición a la patria era una tipificación que provenía de la génesis constitucional, cuando la suma del poder público y las facultades extraordinarias que invistió al gobernador de Buenos Aires dieron razones suficientes a los constituyentes de 1853 para prohibirlas en la Ley fundamental, aunque entonces los funcionarios judiciales no fueron objeto de una persecución amplia.
IN ABSENTIA
La lógica jurídica empleada en el juzgamiento del presidente depuesto y de sus seguidores y la utilizada para la derogación de todo el andamiaje legal construido durante los años peronistas quedaron develadas en los fundamentos empleados en el juicio que se realizó a Perón ante el Tribunal Superior del Ejército, constituido para examinar su conducta desde el punto de vista militar. Estos muestran carencias de las garantías constitucionales que guían cualquier tipo de proceso ante el fuero que corresponda. Así, se juzgó a Perón in absentia, sin imputárseles todos los cargos por los que fue condenado. Expresados en la sentencia fechada el 27 de octubre de 1955, se trató de justificar dicha situación mediante argumentos pocos sólidos que atentaban contra la garantía de la defensa en juicio.
En referencia a la cuestión de los bienes de Perón, se contó con las pesquisas llevadas adelante por la Comisión Nacional de Investigaciones, produciendo un prolongado proceso judicial. Siendo el propósito demostrar que durante el régimen peronista había “reinado el caos y la corrupción administrativa” y que
“la cabeza era el propio Perón”, la comisión, a través de mecanismos jurídicos, debía restituir al patrimonio público los bienes adquiridos supuestamente en forma ilícita. Su presidente, el contralmirante Leonardo Mc Lean, se dirigió al juez nacional de la primera instancia en lo penal especial, doctor Luis Botet, para comunicarle que por un oficio librado por el director nacional de Seguridad se había ordenado la detención de 273 ex legisladores imputados. Señalaba que el ex presidente, en condición de colegislador, se hallaba incurso en el delito en calidad de partícipe, según el art. 45 del Código Penal, que preveía una pena de reclusión perpetua.
Acusados los peronistas de “infames traidores a la patria”, se decretó la prisión preventiva para no pocos ex funcionarios, enfrentados con la posibilidad de sufrir la interdicción de todos sus bienes, a la espera de que sustanciaran las prolongadas investigaciones. La iniciativa de los sectores más duros de la Revolución Libertadora estaba encaminada a que los dirigentes justicialistas quedaran acusados en cualquier tipo de conducta que pudiera vincularse con tipicidad penal, en consonancia con el artículo 29 de la Constitución Nacional. En la práctica, aquella intención fue morigerada por la calificación legal de los delitos imputados por el Poder Judicial.