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Caras y Caretas

           

La sinfonía de la sangre y el fuego

El fusilamiento de Manuel Dorrego en 1828 abrió el camino del odio en la sociedad argentina. Un derrotero que se extendió a lo largo del siglo XIX en las luchas intestinas por la formación del Estado moderno y que tuvo su expresión más acaba en el exterminio masivo en los centros clandestinos de detención de la década de 1970. El atentado contra CFK marcó la ruptura
del pacto de convivencia sellado en 1983, justamente cuando se están por cumplir cuarenta años de democracia.

Por qué razón la vida y la muerte de un coronel que nació y fue asesinado en la primera mitad del ochocientos volvió como un fantasma en los albores del siglo XXI? ¿Sobre qué nos vino a alertar, qué nos vino a anunciar o a “develar” esa “sombra terrible” de Dorrego? Los argentinos podremos recolectar en la
historia aquellas señales que le permitan comprender o intuir el presente y el futuro, pero hay algo cierto: el espíritu de Manuel Dorrego –citado recientemente por Cristina Fernández de Kirchner en una entrevista a raíz del intento de magnicidio de septiembre de 2022– nos habla de la violencia política criolla, de la casa dividida que es nuestra patria, de una matriz determinada desde donde surgen todos los desencuentros y donde nace la sinfonía de la sangre y del fuego que interpretamos los argentinos desde el mediodía funesto en que Juan Galo de Lavalle decidió el fusilamiento del gobernador legal y legítimo de la provincia de Buenos Aires.

Esa matriz histórica de la violencia es reconocible sencillamente: los representantes del liberalismo reaccionario en la Argentina casi siempre interrumpen el orden constitucional y asesinan a sus enemigos. Lavalle, Mitre, Sarmiento, Aramburu, Rojas, Videla, son apenas los apellidos militares que usa el poder económico real y el simbólico en las sombras. Detrás de ellos se ocultan los apellidos civiles: los Rivadavia, los Agüero, los Del Carril, los Martínez de Hoz. Juntos conforman esa elite un tanto ordinaria y pretenciosa, al mismo tiempo, que excede lo puramente recaudatorio, que se trata de un complejo cultural enraizado, y que podría denominarse, simplemente, “los que mandan”.

Pero esa matriz también tiene su contracara. Y está formada por los que siempre mueren: los Dorrego, los Chilavert, los Peñaloza, los degollados de Cañada Gómez, las miles de víctimas de los coroneles de Mitre, los fusilados de la Patagonia, las víctimas del bombardeo de la Plaza de Mayo, los Valle, los Vallese, los 30 mil desaparecidos. Es decir, siempre mueren aquellos que se niegan a ser mandados como mascotas del poder.

EL LIBERALISMO MONISTA

Uno de los grandes problemas de nuestra historia es que el liberalismo –ya sea en su versión conservadora o progresista– ha abrazado lo que en términos del filósofo europeo Isaiah Berlin se conoce como visión “monista”. Este “liberalismo monista” establece como única racionalidad la suya, con un solo sistema métrico posible sobre el bien y el mal, lo correcto, lo democrático, lo político, y, en consecuencia, no puede aceptar otro modelo de gestión de autoridad, de liderazgo, de representación democrática, de inversión de valores que la propia.

Ese monismo antiplural que eligieron los representantes del liberalismo conservador vernáculo tuvo su expresión de máxima peligrosidad en la enunciación de la dicotomía “civilización y/o barbarie”. Porque, como toda visión monista, estuvo a punto de convertirse en exterminadora: lo bárbaro, lo ajeno, lo extranjero debía ser extirpable; y así lo fue: primero el gaucho, luego el indio, después el yrigoyenismo y finalmente el peronismo fueron las víctimas de ese pensamiento binario. El conservadurismo argentino se llevó a las patadas con la “otredad” y terminó haciendo del otro un objeto de eliminación o de depósito en campos de concentración.

La dupla Mitre-Sarmiento es hija de ese monismo y su acción política. Y queda demostrado en su Proceso de Organización Nacional realizado con su “unidad a palos”, su “guerra de policía” contra el federalismo, los gauchos, los caudillos como Ángel Peñaloza y Felipe Varela, con los métodos sanguinarios de los
coroneles orientales; pero no solo con su política represiva, sino también con el avasallamiento institucional que, arrastrado desde el golpe decembrino de 1828 contra Dorrego y de febrero de 1852 contra Rosas, llevó adelante Bartolomé Mitre apropiándose manu militari de la presidencia de la Nación y de la imposición de las reformas constitucionales después de la batalla de Pavón. El liberalismo monista y conservador de los Mitre y los Sarmiento, lejos de construir una nación consensuada, por vía de la conciliación y el pacto, se cargó a punto de fuego y acero la otra Argentina, la Argentina de los que no eran como la que ellos representaban y a la que llamaban desmesuradamente “bárbara”.

UNA CASA DIVIDIDA

Nicolas Shumway, en su libro La invención de la Argentina, concluye con una profecía poco feliz: “La Argentina es una casa dividida contra sí misma y lo ha sido al menos desde que Moreno se enfrentó a Saavedra. En el mejor de los casos, las divisiones llevan a una impasse letárgica en la que nadie sufre demasiado; en el peor, la rivalidad, las sospechas y los odios de un grupo por el otro, cada uno con su idea distinta de la historia, la identidad y el destino, llevan a baños de sangre como las guerras civiles del siglo pasado o a la guerra sucia de fines de la década del 70”.

Vale la pena desmenuzar la cita de Shumway. Porque durante muchos años, la sociedad argentina se pensó a sí misma en términos de amigo-enemigo, creyendo que ese era el fundamento de una práctica política que viraba entre el orden y la revolución (cualquiera fuera). La construcción de blanco-negro, bueno-malo, ellos-nosotros es una práctica instalada en la mentalidad de los argentinos y en la que, tarde o temprano, casi todos solemos quedar atrapados en una u otra fórmula binaria. Incluso, aquellos que intentan escapar de esa lógica terminan cayendo en uno de los pares por omisión o falta de compromiso.

En tiempos democráticos, la lógica binaria funciona solo como un emergente del pensamiento reaccionario: el de cualquier tipo de cruzado defendiendo cualquier tipo de Jerusalén, ya sea prerrogativas económicas, aparatos políticos o fundamentos dogmáticos. Ultra-K, choriplaneros, gorilas o cipayos son los significantes utilizados para continuar con prácticas discursivas ancladas en el más oscuro de los autoritarismos. Es la negación del otro por el mero hecho de existir. No por sus argumentos y sus ideas. Se lo niega justamente porque es “otro”. Y para que deje de ser “otro”, hay que intentar que deje de existir. Pero hay una trampa: todo prejuicio de valor contiene el miedo de lo que uno puede ser.

Pensar al otro como un semejante (no bestializarlo, según las palabras de Frantz Fanon en Los condenados de la tierra) es el fundamento del motor inclusivo de una sociedad democrática. Pero a esta altura de nuestra historia habrá que preguntarse seriamente: ¿por qué la inclusión civil, social y económica genera tanto odio entre los argentinos? ¿A quién le molesta la ampliación de derechos y la inclusión social y por qué? Quizás haya algo muy perverso en esa forma de odio. Es comprensible la oposición, el disgusto por un estilo de gobierno, el intercambio de ideas; pero ¿el odio? ¿El exabrupto de querer que el “otro” pierda su existencia?

Todos compartimos la idea de que la víctima de la explosión de un edificio es un “otro” con el que debemos solidarizarnos, por ejemplo, o el pibe que limpia parabrisas en cualquier avenida. Es una versión relativamente fácil de la solidaridad si uno tiene un mínimo de conciencia de fraternidad. Pero si la Patria es el “otro”, el ajeno, el enemigo, el que quiere hacerte desaparecer: ¿Jorge Rafael Videla es la Patria? Solo allí donde las preguntas duelen, allí donde podemos ser fructíferos, aun cuando tengamos unas furibundas ganas de “ser extranjeros”, como cantaba Charly García en “Botas locas”. Y, por último, ¿qué sentido profundo tiene pertenecer a una patria en la que cuatro o cinco quieran hacer lo posible y lo imposible para que desaparezca la gran mayoría?

UN ENCADENAMIENTO DE VIOLENCIAS

Los argentinos hemos vivido en un encadenamiento de violencias que pareció haber encontrado su fin en el pacto democrático de 1983. Interrumpido por asesinatos esporádicos –Julio López (desaparecido), Mariano Ferreyra– o por represión estatal –Carlos Fuentealba, los crímenes del 19 y 20 de diciembre de 2001, Maximiliano Kosteki, Darío Santillán y Santiago Maldonado, entre otros–, la violencia política parecía desterrada desde la instauración democrática. Las escenas de septiembre del año pasado en las que una pistola apuntaba a la cabeza de Cristina parecerían extemporáneas si no fuera por la impunidad
de los autores intelectuales, o al menos aportantes financieros, que provienen de la política, y la complicidad del Poder Judicial. Pero si uno lo piensa bien, no es la primera vez que se produce un intento de magnicidio en la historia. El primero fue funesto: acabó con la vida de Manuel Dorrego.

Al asesinato de Dorrego se le debe sumar la emboscada a Facundo Quiroga, el asesinato impiadoso de Peñaloza a manos el general Pablo Irrazábal, quien le clavó una lanza en el pecho al caudillo desarmado y exhibió su cabeza en la plaza de Olta, y el crimen contra Justo José de Urquiza en su Palacio de San José, en Entre Ríos, por citar algunos de los más importantes. Pero hubo también otros intentos de asesinatos que hubieran cambiado la historia.

El 27 de marzo de 1841, Juan Manuel de Rosas, por ejemplo, recibió un misterioso paquete con remitente en Dinamarca. Lo abrió su hija Manuelita, quien salvó la vida de milagro porque el artefacto no funcionó: se trataba de la llamada “máquina infernal”, un artefacto con doce pistolas dispuestas a disparar cuando la caja se abriera. Como en el atentado contra Cristina del año pasado, las balas no salieron.

En agosto de 1873, gobernaba el país Domingo Sarmiento. Cuando atravesaba el cruce de Corrientes y Maipú, en dirección a la casa de su amada Aurelia Vélez, dispararon contra el vehículo en el que viajaba. Esa vez, la bala no salió porque Francisco Guerri había sobrecargado de pólvora el trabuco y el arma le
estalló en la mano. Sarmiento no solo salió ileso, sino que ni siquiera se enteró de lo ocurrido porque debido a la sordera que sufría no escuchó la explosión.

Julio Argentino Roca también salvó su vida de milagro. El 10 de mayo de 1886, un cascotazo le produjo una herida profunda en la frente, que lo obligó a dar el discurso de apertura del Congreso con la cabeza vendada y ensangrentada.

Otras balas que no salieron fueron las que iban dirigidas al presidente Manuel Quintana el 12 de agosto de 1904. Ese día salía de su casa rumbo al centro porteño y lo interceptó el catalán anarquista Salvador Planas y Virella, quien disparó dos veces su revólver calibre 38 pero infructuosamente. El autor del atentado justificó su ataque cuando fue detenido argumentando que había sido víctima de la represión policial de la marcha por el 10 de mayo durante la que hubo decenas de muertos y cientos de heridos.

El sucesor de Quintana, José Figueroa Alcorta, sufrió dos atentados con bombas que, por fallas técnicas, no explotaron. Y Victorino de la Plaza fue atacado el 9 de julio de 1916, en el Centenario de la Independencia, por un hombre que entre la multitud disparó contra el balcón del presidente, pero sin dar en el blanco.
En la antesala del golpe de Estado contra Hipólito Yrigoyen, el jefe radical también fue atacado con un arma de fuego. El atentado se produjo el 24 de diciembre de 1929, al mediodía, cuando el Peludo salía de su domicilio en auto. El militante anarquista italiano Gualterio Marinelli disparó cinco veces contra el coche. Todas esas balas impactaron en el vehículo, pero ninguna alcanzó a Yrigoyen.

Matar a Perón fue la obsesión de los sectores más duros de la oposición a su gobierno. Pero en este caso no hubo sutilezas: el 16 de junio de 1955, aviones de la Marina y de la Fuerza Aérea bombardearon la Casa de Gobierno con el intento de asesinar al primer mandatario. Las decenas de bombas que cayeron sobre el objetivo dejaron un tendal de 355 civiles muertos y más de mil heridos. Perón sobrevivió, pero ese acto sanguinario abrió un ciclo de violencia política que tardó casi treinta años en cerrar y costó veinticinco años de dictaduras y más de 30 mil muertos.

En el marco de esos años de violencia, fueron fusilados el general Juan José Valle y otros 32 militantes peronistas, entre civiles y militares, se produjo la desaparición y muerte de Felipe Vallese, el secuestro y asesinato del dictador Pedro Aramburu a manos de la organización Montoneros en 1970, y los fusilamientos de Trelew, en los que la dictadura de Agustín Lanusse masacró a 16 militantes que habían logrado escaparse de la cárcel. Los años 70 son el culmen de la violencia moderna en la Argentina: crímenes políticos, secuestros, desapariciones, los enfrentamientos de Ezeiza el 20 de junio de 1973, los homicidios perpetrados por la Triple A, luego de la muerte de Perón, marcaron la época. Una época que concluyó en la más brutal y sanguinaria dictadura militar, con campos de tortura y exterminio incluidos.

Imposible agotar en una sola nota la violencia que sacudió la historia argentina. Afuera de estas enumeraciones han quedado los brutales crímenes de la dictadura de Lavalle, por ejemplo, cuyos esbirros Federico Rauch y Ramón Estomba degollaban gauchos para “ahorrar municiones” y despedazaban vivos a los soldados federales atados a las bocas de sus cañones. También han quedado afuera los “años rojos” de la Mazorca rosista, que asesinó y degolló a cientos de unitarios en sus épocas más duras. Y por supuesto no se ha enumerado a los miles de muertos de las dos grandes campañas contra los pueblos originarios, que llevaron adelante Rosas primero y Roca después, con la intencionalidad de la apropiación de tierras de forma irregular. Ya en el siglo XX, han quedado afuera de este relato dos grandes acontecimientos: los setecientos obreros muertos que dejó la Semana Trágica en las calles de Buenos Aires en 1919 y, tres años después, los fusila mientos de cerca de 1.500 trabajadores en la Patagonia.

OTREDAD Y CULTURA DEMOCRÁTICA

Las dos deudas más importantes que tiene la democracia argentina desde su instauración en 1983 son la mejora de las condiciones materiales de la mayoría de la población, por un lado, y la transformación de la calidad de la cultura democrática. Es este segundo punto el que refiere a las violencias políticas que nos sacuden permanentemente a los argentinos. Y la causa es la profunda desconexión que existe con la otredad, con el que piensa distinto o tiene intereses económicos y políticos diferentes. El grado de egoísmo salvaje cuasi anarco libertario de los sectores dominantes se refleja en sus clases medias y encuentra una respuesta atomizada en los sectores populares. Esa cultura del destierro del otro nos obliga a hacernos preguntas sobre la posibilidad de cerrar esa dinámica de exclusión sin imitarla. Y las preguntas son más efectivas que las respuestas: ¿tiene sentido devenir aquello que se combate? ¿Por qué utilizar los métodos del victimario te convierte automáticamente en el victimario? ¿Qué se hace con un caníbal? ¿Cómo se lo enfrenta? ¿Es necesario comerse al caníbal? ¿Cómo se desdenta al caníbal para que deje de devorar a su otro?

Por eso Dorrego siempre regresa al presente. Más allá de que el 11 de junio se cumpla un nuevo aniversario de su nacimiento. Porque Dorrego vive en cada nueva víctima de la violencia política. Como si se tratara de una repetición sintomática de la que nunca pueden salir las mayorías. Son los “padrecitos de los pobres”, los trabajadores, las mujeres quienes ponen el cuerpo y la vida en esa lucha desigual que lleva en la Argentina casi dos siglos. ¿Cómo se hace la paz con quien no quiere la paz sino el dominio? ¿Cómo se pacta con quien quiere que el otro desaparezca? ¿Cómo se generan acuerdos con quien rompe todos los acuerdos?

Hay una escena terrible de ese 13 de diciembre de 1828 minutos antes de que lo fusilen a Dorrego: el unitario Gregorio Aráoz de Lamadrid, compadre de Dorrego, le pide a su jefe Lavalle que al menos lo escuche a Dorrego antes de fusilarlo. Lavalle se niega. No lo recibe, no dialoga y ni siquiera lo escucha. Directamente, lo “desaparece” de la posibilidad de diálogo.

Sin ese diálogo profundo evitado por Lavalle –y todos los Lavalle de nuestra historia– no hay posibilidad de encuentro ni de pacto nacional. Sin pacto no hay posibilidad de patria común. Sin patria común solo es posible el territorio donde los cadáveres de los Dorrego se multiplican desde los campos de Navarro hasta Jujuy y desde el Gran Buenos Aires hasta la Patagonia.

Escrito por
Hernán Brienza
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