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Caras y Caretas

           

La más profunda reforma

Fue producto de elecciones democráticas, ampliamente debatida y con antecedentes sólidos de nivel internacional. Para los argentinos, implicó la primera ola de ampliación de derechos. Si la Carta Magna sancionada durante el peronismo, hace ya 75 años, nunca hubiera sido derogada, la Argentina sería, acaso, un país feliz.

El 16 de marzo de 1949, el presidente Juan Domingo Perón prestó juramento por la nueva Constitución Nacional en un hecho que significaría el intento de cambio político y jurídico más importante de modernizar el Estado y el sistema cultural argentino. Después de casi un siglo de hegemonía de la Carta Magna liberal sancionada en 1853, el nuevo texto colocaba en el centro del orden jurídico a la persona humana y remarcaba las obligaciones del Estado en materia de derechos sociales, lo que incluía un rol activo en el desarrollo económico de la nación y con un papel regulador y distributivo. Significaba el acto de modernización más profundo del Estado Nación en su historia reciente. Y la cristalización de la incorporación de nuevos sectores sociales a la vida política argentina, a través de un articulado que contemplaba la elección directa del presidente de la República, la universalización y regionalización de la enseñanza gratuita, la promoción de la cultura, la previsión social, el derecho del trabajador, la familia, la ancianidad, la infancia, entre otros derechos políticos, sociales y económicos. Sin embargo, su influencia persistió apenas seis años. Un simple decreto de una dictadura militar echó por tierra el proceso de reforma constitucional más democrático de la historia argentina hasta la Asamblea Constituyente de 1994. Un simple decreto dejó sin efecto el resultado de un proceso que incluyó elecciones libres de legisladores constituyentes, la labor de varias comisiones de trabajo, más de una docena de sesiones y un texto que fue presentado en forma definitiva el 11 de marzo de 1949, de los que se cumplieron exactamente 75 años.

LAS CONSTITUCIONES QUE SUPIMOS CONSEGUIR

La crónica constitucional del siglo XX es uno de los procesos más contradictorios y engañosos de los más de doscientos años que van desde la Asamblea Constituyente del año XIII hasta la actualidad. Esa historia estuvo plagada de autoritarismos, de imposiciones militares, de desmanejos de la Carta Magna por parte de las dictaduras de turno. El inicio de la desventura fue la sanción de la Constitución Nacional de 1949, cuando en pleno proceso del primer gobierno peronista una mayoría abrumadora del pueblo votó una Asamblea Constituyente para que incluyera los derechos sociales de la niñez, la ancianidad y los trabajadores entre otros tópicos que incluían, claro, la reelección presidencial.

Desde los aspectos formales e incluso estructurales, esa Constitución, creada por Arturo Sampay, fue un hito democrático aun cuando el radicalismo intentó quitarle legitimidad no participando de las sesiones de la Constituyente. Como se sabe, la Carta Magna sancionada en 1949 fue abolida mediante un decreto de facto por la dictadura de Pedro Eugenio Aramburu y, en 1957, una Constituyente que excluyó al peronismo, y que fue deslegitimada por la ausencia de la UCR Intransigente, repuso –con las reformas del artículo 14 bis– la Constitución de 1853. Una aberración desde el punto de vista jurídico y político. Para que quede claro: la reforma del 49, votada democráticamente por las mayorías, fue suprimida por un golpe de Estado anticonstitucional como el autodenominado “Revolución Libertadora”.

Con las dictaduras de 1966 y de 1976 no le fue demasiado bien a la Constitución Nacional. Juan Carlos Onganía sancionó por decreto un Estatuto de la Revolución Argentina, y Alejandro Lanusse en 1972 reformó a su antojo el sistema electoral previsto por la Constitución Nacional para impedir que el peronismo regresara al poder por la vía democrática. La dictadura de Jorge Rafael Videla y los suyos dejó sin efecto, incluso, la Constitución sancionada por la dictadura aramburista.

En los albores de la democracia, el presidente democrático Raúl Alfonsín decidió, finalmente, poner en funcionamiento la Constitución Nacional reformada por la dictadura de Aramburu y Rojas e intentó reformarla en 1987 –también quiso buscar su reelección– pero no se lo permitió el apoyo popular que comenzó a serle esquivo desde la crisis del Plan Primavera. Finalmente, en 1994, se produjo –después de la de 1949– la única reforma democrática de la Constitución Nacional de 1853. Se la realizó tras un contubernio radical-peronista en el que los referentes fueron el propio Alfonsín y el por entonces presidente Carlos Menem. Por lo tanto, la Constitución que nos rige es hija de aquella que surgió del golpe que abolió de un decreto la reforma realizada por el gobierno peronista.


LA MÁS DEMOCRÁTICA E INCLUSIVA

El proceso de reforma constitucional de 1949 comenzó el 27 de agosto, cuando el Congreso Nacional sancionó la Ley 13.233, con la que se declaraba la necesidad de una nueva Carta Magna. La sesión no estuvo exenta de polémicas, ya que el artículo 30 del texto de 1853 dejaba algunas dudas respecto de un par de puntos: si el Congreso debía estar reunido en asamblea o cada Cámara sesionaba por separado, si el quórum requerido para aprobar la reforma era de dos terceras partes del total posible de miembros, o del total de miembros realmente existentes, o del total de miembros presentes. Mientras el oficialismo sostenía que debía realizarse con los presentes, porque ya contaba con esos votos, la oposición, por supuesto, sostenía que debía realizarse con el total de miembros de ambas Cámaras, guarismo al que el peronismo no llegaba con facilidad. Ganó la interpretación oficial, es cierto, pero ese fue también su talón de Aquiles, ya que fue el pretexto que utilizó la dictadura militar para derribarla por decreto.

Las elecciones se realizaron en diciembre de 1948 y el resultado a favor del peronismo fue abrumador: obtuvo el 66,79 por ciento de los votos, mientras la Unión Cívica Radical el 29,71 y el Partido Comunista un 3,23. En franca minoría, los representantes del radicalismo asistieron a la primera sesión de la asamblea, plantearon su disconformidad y se retiraron del recinto. De esa manera, el tratamiento de la reforma quedó prácticamente en manos del oficialismo, cuyas principales espadas eran Arturo Sampay, jurista y constitucionalista formado en la Universidad Nacional de La Plata, considerado el ideólogo de la Constitución de 1949; Domingo Mercante, militar e hijo de un importante dirigente sindical ferroviario socialista; y José Espejo, secretario general de la CGT en 1947.

Santiago Régolo, sociólogo, investigador y autor del monumental libro Hacia una democracia de masas: aproximaciones histórico-sociológicas a la reforma constitucional de 1949, explica respecto de las influencias que recibió la nueva Carta Magna: “El sentido y fundamento ideológico advierte fuentes de distinto origen. El aporte de intelectuales con pasado en Forja, el sindicalismo organizado en el laborismo, el sello de la Doctrina Social de la Iglesia, las corrientes latinoamericanistas y los postulados de la economía mixta, entre otros, fueron dando forma, a pesar de su contenido heterogéneo, a las bases que motorizaron los cambios propuestos a la Constitución. Asimismo, se tuvieron en cuenta como antecedentes proyectos de reformas anteriores, más de 25 constituciones internacionales, entre las que se destacan las constituciones sociales de México de 1917 y la de la República de Weimar de 1919, y la consulta abierta a especialistas, juristas y constitucionalistas. Entre las contribuciones e influencias más destacadas, podemos mencionar las intervenciones realizadas por Arturo Sampay, John William Cooke y Raúl Scalabrini Ortiz”.

La reforma de 1949 implicó la modificación del preámbulo y de 83 artículos, la incorporación de siete nuevos y la supresión de doce. Entre las reformas más importantes en materia política, se encuentra la reelección del presidente y vicepresidente, la elección directa de todos los representantes del Estado, la reducción de los mandatos de senadores y diputados, la ampliación del derecho al sufragio a los denominados territorios nacionales que, sumado a la sanción de las leyes de voto femenino, de voto de los suboficiales del Ejército y el resto de las Fuerzas Armadas y la ley electoral, permitió ampliar significativamente la base electoral. Para 1955, cuando el peronismo fue derrocado, votaba más del 60 por ciento de la población. Este incremento significativo de la participación política fue uno de los puntos esenciales de la reforma en su aspecto político.

En el plano económico, se dispuso, a partir de la inclusión del Capítulo IV, la función social de la propiedad, el capital y la actividad económica, sentando las bases de organización para intervenir en el desarrollo y planificación de la economía.

Por último, los denominados derechos, deberes y garantías de la libertad personal se vieron ampliados y nutridos de una nueva conceptualización. Entre ellos cabe destacar la incorporación, a partir del Capítulo III, de los derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad y de la educación y la cultura, que darían un nuevo margen de organización, regulación y representación de los distintos estratos de la sociedad.

Vale mencionar también que a los derechos, deberes y garantías de la libertad personal ya consignados en la Constitución originaria, la reforma de 1949 explicitó la no admisión de “diferencias raciales” y se incorporó el recurso de hábeas corpus.

–Varios aspectos de la reforma fueron polémicos, pero muchos sostienen que la única intención de Perón era incluir su propia reelección. ¿Es cierto eso?

Santiago Régolo: –La habilitación de la reelección presidencial fue motivo de arduos debates, y la razón que esgrimió el bloque radical para retirarse de la Convención Constituyente. La minoría, de la mano de Moisés Lebensohn, argumentaba que toda la reforma era una “farsa” ya que pretendía únicamente la reelección de Perón. Alertaba a su vez que la modificación de una disposición que dificulte el recambio del mandato podía poner en peligro el libre juego democrático. Contrariamente a esto, los convencionales peronistas que impulsaron la reforma del artículo que permitía la reelección argumentaban que quitar los condicionamientos para la presentación de un candidato a la presidencia reforzaba el carácter democrático que implica el sometimiento a la voluntad popular como base de legitimidad de cualquier régimen. El propio Sampay expresó en la Convención que eran pocas las constituciones europeas y norteamericanas que prohibían esta posibilidad y que, ya eliminado el fraude en nuestro país, entendía que no había razones concretas para no permitir la reelección. Sin embargo, las posiciones no fueron, en principio, tan homogéneas dentro del peronismo. Primeramente, fue el propio Perón el que se había manifestado contrario a la reelección en su discurso de apertura de las sesiones ordinarias de 1948. Incluso, en proyectos de reforma presentados por el oficialismo en 1946, 1947 y 1948 se veían algunas diferencias respecto de incluir finalmente la cláusula. Si bien muchos legisladores manifestaron en estos proyectos precedentes la modificación del artículo, como Eduardo Colom o Héctor Cámpora, otros diputados peronistas no consideraron en sus presentaciones a la reelección como una disposición a ser tenida en cuenta. Esta última tendencia era la que había predominado, por lo menos hasta llegar a la Convención. Las declaraciones de Perón y los distintos funcionarios, así como las distintas presentaciones de proyectos de reforma, nos indican que la reelección presidencial transitó una progresiva discusión hasta su instalación en la agenda de la Comisión de Reforma. Pero estos debates también generaron diferencias entre algunos referentes políticos de aquel momento, la más importante de las cuales fue la que se produjo con Mercante. Las diferencias de criterio sobre cómo iba a resolverse el dilema relacionado con el artículo de reelección presentaron un verdadero problema comenzada la Convención Constituyente. Así lo evidenció una reunión que tuvieron, a una semana de iniciadas las sesiones, Mercante, quien a su vez era el presidente de la Convención, y un grupo de líderes peronistas con Perón en la quinta de Olivos. Aparentemente, en dicho encuentro el presidente les había comunicado que la prohibición de la reelección debía mantenerse. Esto dejaba al gobernador bonaerense como uno de los candidatos naturales a ocupar la presidencia. Pero llegado el momento de anunciar oficialmente la decisión sobre este punto, un convencional presentó la propuesta de la reelección. Según Colom, tomando como fuente de información a Evita, en esa reunión esperaba que Mercante y el resto de los presentes trataran de convencer a Perón de revertir su decisión. Era, en estos términos, una prueba de fidelidad donde Perón esperaba que sus colaboradores, y en especial Mercante, se pronunciaran a favor de su reelección. Ante la falta de respuesta, se interpretó que Mercante estaba trabajando para ser el sucesor. Según Hipólito Paz, que fue ministro de Relaciones Exteriores entre 1949 y 1951, Perón dio luz verde a dos dirigentes para que instalaran la reforma del artículo. Colom, por su parte, afirmó que fue Evita la que se puso en contacto con varios convencionales peronistas dando expresas instrucciones para que se presentara la enmienda que permitiese la reelección presidencial.

–Sin embargo, no parece ser la reelección el aspecto que más irritó a los poderes reales de la época sino la concepción económica que la reforma realizó…

-Por supuesto, el artículo 40, uno de los más destacados y también uno de los más resistidos por sectores empresariales locales y extranjeros, establecía que la organización de la riqueza y el orden económico en su conjunto debían estar conformes a los principios de la justicia social. Esto es, que la gestión y el uso correcto de los bienes producidos por el conjunto de la sociedad se realizaran acorde al balance entre el uso personal de la propiedad y las exigencias del bien común. En este mismo sentido se inscribía la protección de los recursos naturales y las fuentes naturales de energía. La nacionalización de los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y gas, entre otros, así como también la de los servicios públicos, se fundaba en la necesidad de resguardar la propiedad, usufructo y acceso de los recursos naturales para todo el conjunto social y evitar la usura, la concentración y la extranjerización. Correspondían al conjunto de la Nación y no podían establecerse ya contrataciones privadas entre individuos particulares, ya que si todos eran propietarios por igual también pasarían a ser automáticamente no propietarios de ese bien que intentaba ser enajenado, haciendo imposible establecer una relación contractual típica del orden capitalista. La nacionalización de los servicios públicos, en concordancia con la protección de los recursos naturales, evitaba la inserción del capital extranjero en el control de resortes fundamentales del sistema económico. Así como había sido nacionalizada la banca, poniendo bajo control nacional el sistema financiero, la recuperación de los servicios públicos y la explotación de los recursos naturales y fuentes de energía le permitía al Estado hacerse cargo de organismos esenciales para el desarrollo económico y social del país. Desde los ferrocarriles, fundamentales para la distribución de la producción, hasta las empresas de gas o electricidad, necesarias para el trabajo fabril pero también para el bienestar en la vida diaria de la comunidad, se intentaba conjugar los diferentes aspectos de soberanía política, independencia económica y justicia social sostenidas por el cuerpo doctrinario peronista.

-Y este artículo, combinado con el 38, que determinaba el aspecto social de la propiedad, eran los verdaderos peligros de la reforma…

-En este registro, la función social de la propiedad, planteada desde el artículo 38, bosquejaba, más allá de la disyuntiva, la base conceptual en la que se erigían muchos de los preceptos antes mencionados. Términos que en principio pueden parecen antagónicos convivían apuntando en una misma dirección y solventando un andamiaje que relaciona lo individual y lo social como partes indivisibles para pensar la existencia de una comunidad política. Si bien se reconocía el valor de la propiedad privada y de la libre actividad individual, esta afirmación debía guardar correspondencia directa con fines que persiguieran la justicia social. Así como se garantizaba el libre goce de bienes exteriores y el derecho de usar y disponer de la propiedad privada, entendida como derecho natural exigido por la libertad del individuo y como medio para asegurar su conservación, también se contemplaba el hecho que ubica al individuo en relación con sus semejantes.

LOS LÍMITES DE LA DEMOCRACIA

La Constitución de 1949 no fue política. Sus consecuencias transformaban profundamente las estructuras económicas de un país que necesitaba ser modernizado para ingresar a un capitalismo de corte industrial. Fue, por supuesto, al igual que la Carta Magna de 1853 y las reformas posteriores, la cristalización de una victoria política. Así como la batalla de Caseros parió la Constitución liberal; Cepeda, la reforma del 60; Pavón, la del 62, y la derrota de la provincia de Buenos Aires la del 80, la cristalización de la victoria del peronismo y de las nuevas mayorías que integraban los sectores populares. Estuvo vigente apenas seis años. Pero fueron necesarios la violencia y el autoritarismo para abolirla. La democracia, en 1983, no se animó a volver a discutirla. El alfonsinismo prefirió reponer la Constitución sancionada por la dictadura de
Aramburu a reformar la de 1949. Pero no se trató solo de una decisión ideológica. Esa elección, también, marcó los límites que la propia democracia se imponía a sí misma.

Escrito por
Hernán Brienza
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