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Caras y Caretas

           

La Corte en su laberinto

Cuando el macrismo asumió, instaló la judicialización de la política como metodología de gobierno. Para ello debía contar con un aliado imprescindible, el máximo tribunal, que desde entonces trabaja en función de los intereses de la derecha vernácula, en desmedro de la independencia de poderes y de las necesidades de la mayoría de la sociedad argentina.

El 10 de diciembre de 2015, la democracia argentina ingresó en una crisis de la que aún no ha salido. El pacto democrático que había regido la convivencia política desde el final de la última dictadura cívico-militar comenzó a resquebrajarse. Mauricio Macri había ganado las elecciones presidenciales y con su llegada al gobierno se impusieron sectores políticos, económicos y mediáticos que tenían (y tienen) un proyecto que contemplaba una nueva forma de autoritarismo: el lawfare, una dictadura judicial.

La judicialización de la política había comenzado varios años antes. Había dirigentes que habían hecho toda su carrera presentando denuncias contra sus adversarios para salir en los medios. El caso emblemático es el de Elisa Carrió y otros referentes de su Coalición Cívica. Macri implicó un salto en este camino. Se puso la estructura del gobierno, los servicios de inteligencia, con los jueces que les respondían y los medios hegemónicos, detrás del objetivo de encarcelar a los adversarios del nuevo régimen. Políticos, empresarios, sindicalistas pasaron a formar parte de la lista negra del macrismo. El objetivo político de mediano plazo era disciplinar a la dirigencia. Había otro, cultural, más ambicioso: desterrar al kirchnerismo de la memoria social, que hubiera una relación automática entre corrupción y gobierno popular.

Este plan se dio en la Argentina y en varios países de la región. Pretendía mostrar a todo un gobierno, el de Cristina Fernández, como una organización delincuencial. La operación precisaba que se violaran todas las normas del Estado de derecho. No habría sido posible sin un Poder Judicial cooptado. Y, al igual que el pescado, el Poder Judicial se corrompe por la cabeza, por el máximo tribunal de la Nación, la Corte Suprema de Justicia.

EL ORIGEN

Macri pudo construir una Corte que acompañó con acción y con omisión el proyecto autoritario de su gobierno. Cuando asumió, había dos vacantes libres en el máximo tribunal. Una ley impulsada por Cristina Fernández en el Senado en 2006 había restablecido la composición de cinco miembros que le había asignado al tribunal la Constitución argentina de 1853.

Un repaso por el proceso previo. Cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia en 2003, tuvo entre sus primeros objetivos políticos desmontar la mayoría automática de la Corte que había creado Carlos Menem para darle protección jurídica a su modelo económico. Menem había ampliado el tribunal de cinco a nueve miembros. A días de asumir, Kirchner realizó una cadena nacional en la que le pidió al Congreso comenzar el proceso de juicio político contra varios supremos. El resultado fue que hubo cinco cortesanos –Julio Nazareno, Guillermo López, Eduardo Moliné O’Connor, Adolfo Vázquez y Antonio Boggiano– que renunciaron o fueron destituidos. A esto se sumó la jubilación de Augusto Belluscio. Esas bajas abrieron la puerta para que Néstor propusiera la designación de Eugenio Zaffaroni, Carmen Argibay, Elena Highton de Nolasco y Ricardo Lorenzetti. De allí surgió la mejor Corte Suprema que tuvo la democracia argentina desde 1983, un hecho destacado por el gobierno de entonces y reconocido por la oposición.

El tribunal quedó con siete miembros y, como se dijo, en 2006 se aprobó la reforma para que volviera a su composición de cinco. A medida que los jueces se jubilaran, no se buscarían reemplazos, hasta llegar a cinco ministros.

En diciembre de 2015, Enrique Petracchi, que formaba parte del tribunal desde 1983, y Carmen Argibay habían fallecido. Zaffaroni se había jubilado, al igual que Carlos Fayt, también designado en 1983 y el miembro de más edad del tribunal.

Macri se encontró con la posibilidad de designar a dos supremos. Sus elegidos fueron los actuales ministros Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti. Los antecedentes fundamentales de Rosenkrantz eran haber sido representante de las principales empresas del poder económico argentino desde su estudio y rector de la Universidad de San Andrés. Rosatti, en cambio, venía del mundo político. Había sido ministro de Justicia de Kirchner, intendente de la ciudad de Santa Fe y convencional constituyente para la reforma de la Carta Magna de 1994.

La propuesta de estos nombres se la había acercado a Macri uno sus asesores jurídicos, ideólogo del lawfare, que actualmente está instalado en Uruguay prófugo de la Justicia, Fabián “Pepín” Rodríguez Simón. Él también fue quien pergeñó una de las primeras decisiones políticas del entonces presidente, que intentó nombrar a estos dos ministros en la Corte por decreto, rompiendo en pedacitos la regla constitucional que ordena que sea el Senado, con dos tercios, el que apruebe la designación de los magistrados que propone el presidente.

Macri había basado su decisión en un antecedente del siglo XIX, lo que ya mostraba que estaba dispuesto a acomodar las normas a piacere, a inventar reglas a su paso. La medida fue también un intento de mostrar “autoridad” política por parte de un mandatario que no tenía mayoría en ninguna de las dos cámaras del Congreso.

Rosatti y Rosenkrantz aceptaron ser designados de esa forma pero la decisión no prosperó. Hubo rechazos incluso de sectores que formaban parte de la coalición gobernante. Macri retrocedió sobre sus pasos. El peronismo estaba dividido en el Senado. El bloque liderado por Miguel Pichetto, que pocos años después terminaría siendo compañero de fórmula de Macri, apoyó las designaciones. La Corte tenía cinco miembros. Macri había nombrado dos y necesitaba solo uno más para construir su propia mayoría automática.

LA SEÑAL DEL 2X1

Habían pasado quince meses del gobierno de Cambiemos. Corría el otoño de 2017 y el lawfare todavía no entraba en su fase más dura. Eso llegaría unos meses después, cuando el oficialismo logra se ganar las elecciones de medio término de ese año.

Estaba claro que la Corte no intervenía para hacer respetar el Estado de derecho en los procesos arbitrarios que ya estaban en marcha. Uno de los más emblemáticos en ese momento era el de Milagro Sala. Había sido arrestada con una batería de causas armadas por el gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, ante el silencio absoluto del máximo tribunal.

El 3 de mayo se conoció la noticia. La Corte Suprema tomó una decisión que desembocó en una crisis política para el gobierno de Cambiemos. Los jueces Rosenkrantz, Rosatti y Highton de Nolasco se pronunciaron a favor de otorgarle el beneficio del 2×1 al represor Luis Muiña, condenado por crímenes de lesa humanidad durante la última dictadura. El 2×1 le daba la posibilidad de computar cada año detenido sin condena como si hubieran sido dos. La ley no estaba vigente en ese momento, pero los tres jueces que votaron a favor se basaron en el principio de la norma penal más benigna. Sostuvieron que durante el largo proceso de enjuiciamiento de Muiña hubo momentos en que esa norma había existido. orenzetti y Juan Carlos Maqueda fallaron en contra con un principio muy básico: la legislación local e internacional sobre crímenes de lesa humanidad sostiene que este tipo de delitos no puede recibir ningún atenuante.

La reacción social fue inmediata. Los reflejos del pacto democrático seguían vivos en la sociedad argentina. Las calles del centro de Buenos Aires se desbordaron con cientos de miles de manifestantes. El gobierno de Cambiemos al principio respaldó el fallo, aunque aparecieron fisuras internas con sectores del radicalismo. Al ver la reacción social y las encuestas, Macri hizo una vuelta de campana en el aire. Y el oficialismo terminó presentando el proyecto de ley en el Parlamento para voltear el fallo de la Corte.

LA POLÍTICA DE NO INTERVENCIÓN

El sistema de persecución del macrismo estaba recostado sobre algunos jueces de primera instancia, como Claudio Bonadio y Julián Ercolini; algunos tribunales orales, y el control de las instancias superiores, la Cámara Federal y de Casación de la ciudad de Buenos Aires, ubicadas en el edificio de Comodoro Py 2002.

El rol de la Corte era no entorpecer. Los reclamos por las arbitrariedades que se cometían en los procesos contra Cristina, Héctor Timerman, Amado Boudou y Julio De Vido, entre otros, avanzaban muy lentamente hacia el máximo tribunal, que no utilizaba sus potestades para saltar instancias. Una vez que llegaban eran cajonea dos. La Corte no tiene plazos para pronunciarse. Puede tomarse la vida entera.

La metodología es comparable con la que aplicaron algunos funcionarios judiciales con los pedidos de habeas corpus durante la última dictadura. Los familiares de los detenidos-desaparecidos presentaban el recurso y los fiscales los metían en un cajón con llave en su escritorio.

CAMBIO DE CICLO Y COMPLICIDAD

El nivel de compromiso y complicidad de la Corte con el lawfare quedó más al desnudo cuando cambió el gobierno, una vez que el Frente de Todos ganó las elecciones y asumió en diciembre de 2019.

A diferencia de lo que ocurrió con Néstor y la mayoría automática menemista, la decisión de Alberto Fernández fue apostar a que los supremos se adaptarían a los nuevos vientos, que les resultaría más importante prevalecer en sus puestos, con sus salarios de millones de pesos y su jubilación de lujo por delante.

No fue así. Las señales más fuertes llegaron antes de que se cumpliera un año de la gestión del Frente de Todos y con cuatro semanas de diferencia. En noviembre de 2020, en medio de la pandemia de covid que asolaba al mundo, la Corte tomó la decisión de hacer todo lo contrario de lo que había hecho durante los cuatro años de Macri. Apuró los tiempos, saltó instancias (persaltum) para defender a los jueces Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi. Ambos habían sido trasladados a la Cámara Federal –la segunda instancia– por un decreto de Macri que no tuvo acuerdo del Senado, como marca la ley. Bertuzzi, además, había sido el presidente del tribunal que había condenado a Amado Boudou en la amañada causa Ciccone, y había recibido su ascenso como premio tres semanas después de la sentencia.

A finales de 2020, el Consejo de la Magistratura tenía mayoría del FdT y avanzaba con sanciones. El presidente Alberto Fernández había decidido con otro decreto que ambos magistrados volvieran a sus puestos anteriores. La Corte aceptó entonces un pedido de per saltum para pronunciarse sobre el caso por considerarlo de “gravedad institucional”. Confirmó a los dos magistrados en los puestos en los que habían sido trasladados por Macri hasta que se realizara un nuevo concurso, que todavía hoy (2023) no se hizo.

Un mes después, el máximo tribunal se pronunció sobre el pedido de Boudou para que se revisaran las irregularidades que habían ocurrido durante el juicio que lo condenó. ¿Qué hizo la Corte? Invocó el artículo 280 del Código Penal. Rechazó el pedido de apelación sin mirar el ex pediente. Los mensajes fueron claros: para el juez que había condenado a Boudou en un proceso amañado hubo protección del premio que había recibido por parte de Macri. Y para el condenado, ni un vaso de agua.

Las decisiones del Tribunal fueron, a partir de entonces, todas en el mismo sentido: contrarias al gobierno nacional.

En mayo de 2021 se desató la controversia entre la Nación y la ciudad de Buenos Aires por las clases presenciales. El gobierno federal quería mantener la virtualidad por la pandemia, y Horacio Rodríguez Larreta, ya en año electoral y mirando encuestas, pretendía retomar la presencialidad. La disputa se judicializó. Llegó al máximo tribunal que, como si se tratara de especialistas sanitarios, le dio la razón al Ejecutivo porteño.

Lo mismo ocurriría después con la disputa por la coparticipación, que también por decreto Macri le había aumentado a la CABA, y que luego Alberto le había quitado.

El resultado electoral de octubre de 2021 no hizo más que agudizar la tendencia. La Corte, alineada con Juntos por el Cambio, se fortaleció. Las posibilidades de que el oficialismo pudiera avanzar con remociones de los supremos se volvieron casi nulas porque en el Senado quedó una situación de empate entre los dos bloques principales. La avanzada, entonces, fue total.

Uno de los hechos más graves que ocurrieron fue el fallo sobre el Consejo de la Magistratura, que maneja el presupuesto del Poder Judicial. La Corte decidió dejar sin efecto la reforma que había impulsado Cristina como senadora en 2006, en el mismo paquete de leyes que se mencionó más arriba y que incluyó que el máximo tribunal volviera a cinco miembros. En el caso del Consejo, había pasado de veinte a trece escaños, dando mayor peso a los estamentos políticos, los representantes del Congreso nacional.

Luego de quince años de funcionar con esa composición, la Corte declaró inconstitucional la norma y avasalló por completo las potestades del Parlamento. Repuso la ley anterior, un hecho que no tenía antecedentes en la jurisprudencia nacional. Una ley muerta, derogada por el poder que tiene la potestad de legislar según la Constitución, fue revivida como en una película de zombis. Esa norma resucitada tiene un pequeño detalle: le otorga la presidencia del Consejo al titular de la Corte. Rosatti asumió la conducción del órgano que debe controlar a los jueces.

La lista de arbitrariedades siguió. El último capítulo fue la decisión de suspender las elecciones provinciales de Tucumán y San Juan por pedido de la oposición. Incluso el procurador interino Eduardo Casal, puesto en ese lugar por Macri, se pronunció en contra de que la Corte interviniera en esos casos. Consideró que violaba la autonomía de las provincias, que tienen la potestad de decidir cuántas veces pueden reelegirse las autoridades, en un esquema inspirado en el modelo institucional estadounidense, en el que es habitual que los gobernadores de los estados tengan reelección indefinida, mientras el presidente solo tiene una.

Juan Manzur, candidato a vicegobernador de Tucumán, y Sergio Uñac, que apostaba a renovar su mandato por tercera vez, bajaron sus postulaciones. La Corte nacional no respetó las decisiones que ya habían tomado las cortes provinciales.

Aquí apareció otra doble vara. Para que Larreta pudiera dar clases presenciales durante la pandemia que asolaba al planeta, el máximo tribunal invocó que había que respetar la autonomía de las provincias con esas decisiones, pero cuando se trata de proscribir a candidatos peronistas, esa autonomía ya no cuenta.

A estas decisiones hay que sumar las irregularidades en el manejo de los fondos de la Obra Social del Poder Judicial, que se investigan en el juicio político que se lleva adelante contra los miembros del máximo tribunal en la Cámara de Diputados.

El juicio tiene pocas chances de prosperar. Es casi imposible para el oficialismo reunir los dos tercios en el Senado para remover a los jueces. Pero al menos sirve para echar luz sobre un poder del Estado al que no han llegado las reformas que necesita una democracia que está por cumplir cuarenta años. Es una de sus cuentas pendientes.

Escrito por
Demián Verduga
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