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Caras y Caretas

           

Unidos y organizados

En la Argentina, los trabajadores comenzaron a agruparse en la segunda mitad del siglo XIX y obtuvieron sus primeras leyes a comienzos del XX. Sin embargo, fue recién con el peronismo que ese cuerpo legal se amplió y se universalizó a todo el país. Bajo gobiernos neoliberales, de facto o democráticos, siempre se buscó legislar a favor de los intereses patronales.

En ningún país de Hispanoamérica los sindicatos tienen tanta fuerza como en la Argentina. El movimiento obrero argentino, que incluye singularidades como la Central de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), tiene una capacidad de influir en el rumbo del país que no se encuentra en muchas otras naciones del mundo. Esta potencia es parte de una tradición histórica con diversas causas. Uno de los sentidos de un repaso histórico es poder darle al presente una dimensión más precisa, ahora que una coyuntura pasajera, el gobierno de Javier Milei, intenta presentarse como definitiva. Durante el último año del segundo mandato del presidente Julio Argentino Roca (1898-1904), el ministro del Interior, Joaquín V. González, le encargó al médico catalán Juan Bialet Massé un informe sobre el estado de las clases obreras en el interior de la República. El trabajo sería una de las bases sobre las que el gobierno conservador intentaría sancionar la Ley Nacional del Trabajo, la primera norma laboral a gran escala.

El informe se centró en el interior, en los trabajadores criollos, y no en los de la región pampeana, donde estaba la ola migratoria masiva. “En las cumbres del Famatina –escribió Bialet Massé– he visto al peón, cargado con 60 y más kilogramos, deslizarse por las galerías de las minas, corriendo riesgos de todo género, en una atmósfera de la mitad de la presión normal. He visto en la ciudad de La Rioja al obrero, ganando solo 80 centavos, metido en la zanja estrecha de una cañería de aguas corrientes, aguantando en sus espaldas un calor de 57 grados (…) Era de ver aquellos hombres agobiados por el peso, sintiendo ya los efectos de la falta de presión, jadeantes, víctimas forzosas del progreso, porque no hay otro medio mejor de hacer la operación; pero ya que no puede evitarse, deberían ser pagados al menos con doble salario del que perciben.”

En otro pasaje, dedicado a las trabajadoras, el catalán escribió: “No eran pocas las mujeres que cargaban con el sostén de la familia, con la rudeza de la vida; de aquí que acepten resignadas que se pague su trabajo de manera que sobrepasa la explotación y con tal de satisfacer las necesidades de los que ama, prescinde de las suyas hasta la desnudez y el hambre. La clase más numerosa la constituyen las costureras. Trabajando fuerte, ganan de 80 centavos a un peso por día”. “El ramo de las planchadoras, en Tucumán, está tan malo como en las otras ciudades del país. Muchas mujeres trabajan en sus casas y hay varios conatos de taller con una oficiala y dos o tres aprendices. Trabajan de 6 de la mañana a 6 de la tarde, teniendo un descanso de media hora para el mate, mañana y tarde, y hora y media al mediodía, de modo que la jornada efectiva es de diez horas y media.” “Estas son unas desgraciadas: flacas, enjutas, pobres hasta la miseria. Visité algunas lavanderas y planchadoras y me enteré cómo efectúan estos trabajos de modo primitivo. En una batea, debajo de un árbol o de unas ramas, unos tarros vacíos de petróleo, en los que hacen hervir la ropa, puestos en un fogón, que son tres o cuatro piedras en el suelo.”

El informe encargado por Roca coincidió y era parte del envío al Congreso de la Ley Nacional del Trabajo. El gobierno tenía dos objetivos paradojales: contener las demandas del creciente movimiento obrero y, al mismo tiempo, tratar de limitar su capacidad de acción. La norma tenía 466 artículos y estaba inspirada, en parte, en legislaciones europeas. Nunca se trató de manera conjunta. Los propietarios se opusieron por considerarla demasiado beneficiosa para los trabajadores y las dos centrales sindicales, que se habían conformado en 1901, la Unión Gremial de Trabajadores y la Federación Obrera, también la rechazaron por las limitaciones que ponía para reconocer a los sindicatos que en la última década del siglo XIX habían proliferado, especialmente en la Capital Federal y la provincia de Buenos Aires.

EL GERMEN

El informe de Bialet Massé no fue un punto inicial. Fue la llegada de un proceso que había comenzado antes. El modelo económico que imperó en la segunda mitad del siglo XIX en el país, el agroexportador, puso de manifiesto la necesidad de poblar la región pampeana y la apertura a la inmigración europea, que a su vez trajo consigo muchas de las ideas que serían base de la gestación del movimiento obrero argentino. “Los millones de trabajadores (mayoritariamente varones) que llegaron a la Argentina trajeron su trabajo y también sus ideas. En esa época, entre los trabajadores europeos tuvieron mucha popularidad dos grandes ideologías: el socialismo y el anarquismo. Los dos querían terminar con el sistema capitalista, prohibiendo la propiedad privada de las empresas. Pero mientras que el socialismo quería tomar el Estado para ponerlo al servicio del pueblo, el anarquismo quería abolir inmediatamente el Estado para crear una sociedad autogestionada”, escribió el historiador Alberto “Pepe” Robles en su Historia del movimiento obrero argentino.

Las necesidades, la cultura, van moldeando y pariendo los procesos. En 1877 había surgido el primer sindicato, definido como tal, y fue en el rubro de los medios de comunicación. La Unión Tipográfica surgió para reclamar por rebajas salariales que estaban aplicando los diarios de Buenos Aires, amparándose en la crisis. El gremio apareció para enfrentar una situación que no podía abordarse desde el modelo de las mutuales, que había sido la primera forma de organización de los trabajadores hasta ese momento.

Al año siguiente de haber surgido, la Unión Tipográfica haría su primera huelga, el 2 de septiembre de 1878. “No fue la primera huelga realizada en la Argentina –remarca Robles–, pero sí la primera que se hizo bajo el marco de una organización gremial.”

Los reclamos eran retrotraer los recortes salariales, que no se contratara niños y que la jornada laboral fuera de doce horas en verano y de diez horas en invierno. El conflicto se prolongó y los diarios aceptaron las demandas. Sin embargo, como en todo proceso, hubo avances y retrocesos. Al año siguiente el gremio se había disuelto y volvieron las viejas condiciones.

Tres años después, en 1881, ocurrió un hecho que podría tomarse como un indicador de la singularidad –por su fuerza– que tendría el movimiento obrero argentino. Las maestras de la Escuela Graduada y Superior de San Luis iniciaron una huelga porque les debían ocho meses de salarios. Fue la primera huelga docente en el mundo. “En otros países con importantes movimientos obreros pasarían décadas para que se declarara por primera vez una huelga docente: Inglaterra en 1896; Australia en 1920; Estados Unidos en 1946”, señala Robles en su texto.

Fue, además, una huelga liderada por mujeres.

Luego de la creación fugaz de la Unión Tipográfica, durante la década de 1880, proliferó la creación de sindicatos. Para 1890 se contabilizaban 21 en distintas ramas. “Eran asociaciones vulnerables, aisladas y pequeñas, de carácter local y organizadas por oficio, que solo excepcionalmente superaban los cien miembros y que operaban en la semiclandestinidad. Las empresas y los terratenientes, por el contrario, venían creando fuertes organizaciones, como la Sociedad Rural Argentina (1868) y la Unión Industrial Argentina (1887)”, remarca el historiador.

Esta diferencia en las relaciones de fuerza fue creando la conciencia de la necesidad de la unidad para ciertas disputas. Y en 1901 nació la Federación Obrera de la Región Argentina (FORA), la primera central del país. La integraban 27 gremios, aproximadamente la mitad eran de la Capital Federal y la otra mitad de la provincia de Buenos Aires.

El movimiento obrero estaba dividido entre la corriente socialista y la anarquista. En FORA habitaban ambas, pero esa diferencia de base desembocó en que dos años después la central se dividiera: los socialistas fundaron la Unión General de Trabajadores (UGT), mientras los anarquistas se quedaron en
la anterior. La vocación de unidad y las tensiones seguirían. En 1915 habría un intento de reunificarse, con una hegemonía de la corriente revolucionaria socialista, bajo el nombre de FORA 9° Congreso. Y los anarquistas volverían a escindirse y formar la FORA 5° Congreso.

“La central sindical crea una dimensión nueva: la relación en bloque entre trabajo y capital, más allá de las ramas. Además del poder que da coordinar todos los oficios y todas las ramas industriales, la central pone frente a frente al capital y al trabajo, y obliga al gobierno a tener en cuenta al trabajo como un todo”, analiza Robles. “La central sindical transforma al trabajo en un sujeto colectivo. Un actor social.”

Este era el contexto social en que se impulsó el proyecto de Roca, que aunque no se aprobó en conjunto fue un primer paso para normas que se sancionarían después. En 1905, impulsada por el diputado socialista Alfredo Palacios, se sancionó la Ley 4.661 sobre descanso dominical, con el detalle de que solo tenía vigencia en la Capital Federal.

Dos años más tarde, por iniciativa del mismo diputado y del Poder Ejecutivo, se aprobó la Ley 5.291, que reglamentó el trabajo femenino y el infantil. Algunos de los hitos de esa norma hoy pueden resultar primitivos, pero nada puede analizarse fuera de contexto: las mujeres, por ejemplo, tendrían treinta días de licencia después del parto y quince minutos cada dos horas de trabajo para amamantar a sus bebés durante la jornada laboral. Los menores de 16 años no podrían trabajar más de 48 horas semanales y, al igual que las mujeres, no podrían trabajar en industrias insalubres ni en horarios nocturnos.

Uno de los rasgos de estas legislaciones era que el Estado no había creado el músculo para garantizar su aplicación y que en algunos casos se aplicaban en la Capital Federal y no a todo el país. Es una de las razones que explica por qué Juan Perón, que promovió la creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión,
que él mismo condujo, se transformaría luego en el líder político más importante del siglo XX en la Argentina. No fueron solo las leyes y derechos que impulsó. Es que construyó el músculo institucional necesario para hacer cumplir normas que ya existían, como la jornada de ocho horas, que se sancionó durante la segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen.

PERONISMO, PAREDÓN Y DESPUÉS

El primer aporte del peronismo a los derechos de los trabajadores fue, como se dijo, la creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión, impulsada y conducida por Perón durante el gobierno de Edelmiro Farrell. Eso permitió lograr que se aplicaran de manera más universal las leyes que se habían sancionado antes y también impulsar las nuevas.

Se le transfirieron a la Secretaría las facultades de carácter conciliatorio y arbitral, las funciones de policía del trabajo, de servicios de higiene industrial, de inspección de asociaciones mutualistas. Además, esto es clave, los departamentos, direcciones y oficinas del trabajo existentes en las provincias quedaron convertidos en delegaciones regionales de Trabajo y Previsión. Las leyes son una condición indispensable para ampliar derechos, pero solo terminan de funcionar si el Estado y la organización social tienen los instrumentos para hacerlas cumplir.

Desde ese lugar, Perón impulsaría, por ejemplo, el Estatuto del Peón Rural, que les otorgaba a los trabajadores del campo los mismos derechos que habían logrado los industriales, que estaban más organizados. Luego llegarían las vacaciones pagas, el aguinaldo, la creación de los tribunales de trabajo, el seguro social obligatorio. Se fijarían mejoras salariales y la indemnización por accidentes laborales.

Una vez en la presidencia, uno de los hitos de la gestión peronista sería el “Decálogo de los derechos del trabajador”, presentado el 24 de febrero de 1947. Perón dio un discurso en el Teatro Colón. “Termino de anunciar la obra más trascendente de nuestras conquistas de orientación social: los Derechos del Trabajador –dijo–. Hasta ahora la legislación del trabajador argentino había descansado sobre bases y cimientos inestables. Una ley, no creada para constituir su basamento, había ido recibiendo agregado sobre agregado sin alcanzar a estructurar una verdadera legislación social.”

El decálogo contenía el derecho al trabajo, a la retribución justa, a la capacitación, a las condiciones dignas, a la salud, a la seguridad social, a la protección de la familia, al mejoramiento económico, entre otros ítems. Era la consolidación del Estado de bienestar peronista, que no era una invención fuera de contexto. Era la tendencia en todos los países avanzados del capitalismo occidental luego del final de la Segunda Guerra Mundial. Perón lo introdujo con una fuerza única para Latinoamérica, entre otras cosas por la potencia del movimiento obrero argentino.

UN SALTO EN EL TIEMPO

Las dictaduras son, por definición, la anulación del Estado de derecho y la imposición de un gobierno de facto. El ciclo de golpes que habría entre 1955 y 1983 tendría distintas instancias, al igual que los gobiernos civiles de períodos breves que caracterizaron esos 28 años de la vida política argentina, en la que el peronismo estuvo proscripto la mayor parte del tiempo. Un hecho importante en ese período fue la sanción del Salario Mínimo Vital y Móvil durante el gobierno del radical Arturo Illia.

En marzo de 1976, tomó el poder la dictadura cívico-militar más cruenta de la historia, que practicó el terrorismo de Estado y que tenía entre sus objetivos desarticular las organizaciones sindicales y desmontar el Estado de bienestar que se había instaurado durante el gobierno de Perón.

La llegada de la democracia estable en 1983 abrió una nueva fase de la historia nacional. Pero sería un gobierno de origen peronista, el de Carlos Menem, el que pondría en crisis muchos de los derechos que se habían conquistado durante la primera mitad del siglo XX. Menem lo hizo con una reforma legal a gran escala. La política económica que impulsó hizo crecer el desempleo y con eso el mercado laboral se fue modificando de hecho. Congeló el funcionamiento del Consejo del Salario Mínimo, suspendió la ultractividad, es decir, las negociaciones salariales por rama, extendió los períodos de prueba y habilitó los “contratos basura” y el pago parcial de salarios con tickets.

La suma de estas medidas, más el desempleo, produjo una flexibilización de hecho.

Sin embargo, la estructura jurídica tiene su peso. Fue otro gobierno peronista, el de Néstor Kirchner, el que retomaría el camino de mejora de las condiciones de vida de los trabajadores apoyado en la misma arquitectura legal de fondo. Durante el primer kirchnerismo, se reactivaron el Consejo del Salario Mínimo y las paritarias por rama.

Pero las reformas más profundas llegarían para el 30 por ciento de trabajadores informales, un sector que es el resultado del ajuste estructural que había comenzado con la dictadura y se consolidó en la década de 1990. La Asignación Universal por Hijo, impulsada durante el gobierno de Cristina Fernández, y la
reestatización del sistema jubilatorio y las sucesivas moratorias crearon derechos universales para ese segmento que por ahora se ha vuelto estructural. Son políticas que ni el gobierno de Mauricio Macri ni el de Javier Milei se han atrevido a cuestionar, más allá de la retórica. Ese Estado de bienestar kirchnerista, que mejoró la situación de los precarizados, tiene por ahora la condición de política de Estado.

Sin embargo, todo está bajo amenaza. El gobierno de Milei impulsa de nuevo una política económica que incrementa el desempleo y abre la puerta para distintos cambios. La desesperación puede ser un arma de doble filo: habilita que la sociedad acepte reformas que de otra manera rechazaría y también puede poner en jaque al gobierno de turno.

Escrito por
Demián Verduga
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