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Caras y Caretas

           

La isla del plata

Recientemente se cumplieron cincuenta años del tratado que, a instancias del entonces presidente Juan Perón, resolvió la cuestión limítrofe con Uruguay. Pero ese territorio en medio de aguas binacionales tiene una historia que empezamos a conocer a partir de la conquista.

“Un mismo cielo cubre nuestras dos orillas, su azul se refleja en nuestro paisaje, en nuestras aguas y en nuestras banderas. Aceptemos ese simbólico abrazo de la naturaleza como un signo de fraternidad que nos convoca a la paz, al trabajo en común, a la prosperidad y a la felicidad de nuestros dos pueblos.”

Las palabras, emocionadas, son de Juan Perón. Las dijo en Montevideo, el 19 de noviembre de 1973. Era la primera visita oficial al país hermano en toda su extensa vida política. Tal vez porque Uruguay, entre 1945 y 1955, había sabido ser el refugio de cuanto antiperonista lo deseara.

Tercera vez presidente de los argentinos, a pesar de su salud deteriorada, el viejo general había cruzado el río para firmar el tratado del Río de la Plata y su Frente Marítimo con Juan María Bordaberry, presidente de facto.

Los diarios de la época destacan una recepción entusiasta, cariñosa. El pueblo uruguayo se sacó el corsé de la dictadura y colmó las calles para recibirlo: en la Casa de Gobierno debió salir a saludar tres veces. Era conocida la firme decisión de Perón de llegar a un acuerdo.

El clima a ambos lados del río fue de alivio porque el Tratado ponía fin a un siglo de desavenencias, que habían incluido en el siglo XIX choques amados entre los dos países respecto de sus límites en el Río de la Plata y de la posesión de la codiciada isla Martín García.

La isla, pequeñita, había sido protagonista de la historia desde su “descubrimiento” por Juan Díaz de Solís, el primer español que vio con sus sorprendidos ojos el Río de la Plata, ese extenso mar sin sal. Llave maestra para ingresar a los ríos Uruguay y Paraná, y a las ciudades portuarias y al comercio, pasó de los españoles a los portugueses y de los portugueses a los españoles, y después a los criollos y a los orientales y a los franceses y a los ingleses. Fue y vino, pero siempre volvió de este lado del Plata.

La isla, además, durante la colonia fue prisión de soldados indóciles y delincuentes peligrosos. Más tarde, campo de exterminio de los pueblos originarios y caciques capturados en la Campaña al Desierto para mayor gloria de hacendados y terratenientes. Lazareto para enfermos e inmigrantes. Y, finalmente, cárcel de media docena de presidentes, vicepresidentes y ministros en los golpes de Estado. Inaccesible y, a la vez, con una distancia óptima de Buenos Aires.

Un lugar estratégico, chico, aislado, que servía tanto para dar paso a los ríos como para encerrar a disidentes o para desplegar la utopía. Porque allí Sarmiento soñó con levantar Argirópolis, la capital de una federación integrada por la Argentina, la Banda Oriental y Paraguay.

Martín García tampoco fue ajena a Perón: había estado ahí, preso, entre el 13 y el 17 de octubre de 1945, hasta que los trabajadores, con una movilización imparable, arrancaron su libertad y regreso al poder.

RADIOGRAFÍA DE LA ISLITA HISTÓRICA

Martín García tiene apenas 184 hectáreas. Para darse una idea, el parque Tres de Febrero, “los bosques de Palermo”, tiene 370 hectáreas. El ancho medio es de 1,5 kilómetros. La longitud, de tres mil metros.

Es una isla de granito, el mismo que sirvió para empedrar las calles principales de la gran aldea. A diferencia de las otras islas del estuario del Plata, no es aluvional –no se forma por los sedimentos que arrastra el río– sino un afloramiento de rocas precámbricas del Macizo de Brasilia, con una antigüedad
de 1.800 millones de años. Está a 3,5 kilómetros de la costa uruguaya y a 36,8 de la ciudad de San Isidro, la ribera continental argentina más próxima. Desde la Costanera Norte, el viaje en lancha tarda un par de horas, según el humor del río.

La vegetación es de una belleza voluptuosa y extraña porque en ese espacio reducido, que se recorre a pie en poco rato, coexisten paisajes –ecosistemas– muy diferentes. La selva en galería, que pugna por ganarlo todo y cubre los edificios abandonados. El monte seco, con espinillos y cardones, como si hubiéramos llegado al Chaco. Los arenales y las playas cubiertas de juncos, agrestes, solitarias. En fin, mirando hacia un lado, pajonales; hacia el otro, selva tropical de gruesas cañas de bambú.

El silencio, profundo, solo se rompe por el ruido del agua contra la costa y por los trinos de cientos de pájaros. También existen unas 150 especies de mariposas. Además de carpinchos, lagartos, tortugas… y yararás. La isla forma parte de la provincia de Buenos Aires, que en 1998 la declaró reserva natural de uso múltiple. Viven unos doscientos habitantes y cada día llegan en lancha docentes de la provincia a dar clases.

Algunos edificios perduran como testimonios de un pasado tremendo. Las ruinas del penal donde murieron desde los caídos en desgracia en la colonia hasta los mapuches y guaraníes capturados por el genocidio civilizatorio del Proceso de Organización Nacional (sic) ejecutado por el Estado entre 1870 y 1890. Hay frases que deberían dejar de usarse más no fuera por cábala.

También se mantienen (dificultosamente) en pie el horno crematorio y algunos edificios del viejo lazareto, fundado a instancias de Sarmiento en 1876.

Martín García debe ser el poblado con más cementerios por metro cuadrado del país: hubo cuatro. Uno lo fundó Sarmiento para enterrar a los enfermos de fiebre amarilla. Otro es el misterioso cementerio de las cruces de hierro torcidas, construido en 1899. Lo más probable es que la matriz de las cruces estuviera
torcida pero muchos ven en esa inclinación un mensaje cifrado. ¿Señalan a los traidores a la Patria? ¿A los miembros de algún grupo esotérico?

En otro cementerio, casi ganado totalmente por la selva, aún se leen los nombres, borroneados, de jóvenes marineros ingleses que naufragaron cerca de la costa en el siglo XVIII.

La selva casi tapó las casitas microscópicas del Barrio Chino, donde vivían las jóvenes llevadas a la isla –en general desde el norte argentino–, forzadas a la prostitución para satisfacer las demandas sexuales del personal militar.

En el museo se ven cañones, armas de los distintos combates que hubo en torno de la isla, restos de la ocupación brasileña y hasta un florido inodoro que se hizo llevar el ex presidente Marcelo Torcuato de Alvear –hombre de gustos refinados– cuando estuvo preso.

DEL CANIBALISMO A LA UTOPÍA

La riqueza de Martín García no es solo natural sino porque es protagonista de la historia rioplatense y sus desencuentros desde el “descubrimiento”.

El primero conocido, el de Solís con los charrúas (hay quien dice que eran guaraníes). Mandatado por el rey de España para encontrar un paso hacia los mares del sur, Juan Díaz de Solís llegó al Río de la Plata con tres carabelas y sesenta hombres. Era 1515.

Confiado y arrogante, Solís descendió con un puñado de hombres para enterrar al despensero de la tripulación, Martín García, que legó a la isla su nombre. Y enfiló en una canoa hacia la costa oriental, donde lo observaban los charrúas.

Poco después, los naturales lo descuartizaron y se lo comieron asado, a él y su comitiva, a vista y horror de los marineros que miraban el festín gastronómico desde las carabelas, sin osar intervenir.

La disputa entre España y Portugal por controlar el Río de la Plata surgió con los primeros asentamientos creados en sus márgenes: Buenos Aires, Colonia, Montevideo.

Acceder a los ríos Paraná y Uruguay no era fácil. Los extensos bancos de arena del Río de la Plata hacían muy ardua la navegación, incluso para barcos de poco calado. La única opción eran los pocos canales naturales, y el canal oeste de la isla era vital por su relativa profundidad. Esta condición estratégica hizo que españoles y portugueses se la pelearan por más de dos siglos y la isla pasara de mano en mano.

En 1762, Martín García fue ocupada por los españoles y funcionó como cárcel y lugar de destierro para soldados desobedientes y presos peligrosos: era casi imposible huir. Los presos construyeron las fortificaciones para frenar las avanzadas de los portugueses, se ocuparon del desmonte y de fabricar ladrillos.

Pero sobre todo trabajaban en las canteras, y con ese granito se empedró Buenos Aires, comenzando por la Plaza Mayor. El virrey Nicolás de Arredondo, en 1789, impuso que todas las embarcaciones que navegaran el río llevaran piedras de la isla –una enorme cantera natural– a la aldea para hacer los adoquines.

Los ingleses también miraban hacia la isla prodigiosa: querían trasladar sus mercancías por los ríos interiores, algo que la Corona española había vedado. Así que entre 1806 y 1807 intentaron infructuosamente apoderarse de las ciudades puerto del Virreinato.

Luego de la Revolución de Mayo, Martín García quedó en manos de los realistas, hasta que una flotilla al mando del marino irlandés Guillermo Brown la rescató para Buenos Aires entre el 10 y el 15 de marzo. Fue el comienzo de la campaña que aniquiló el poder naval de España en el Río de la Plata y forzó la rendición de Montevideo, su último baluarte.

Desde entonces, la isla fue parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata hasta 1825, cuando la ocupó Brasil, y pasó de uno a otro hasta que la diplomacia británica persuadió a las partes a que firmaran la Convención Preliminar de Paz (1828), que terminaba con la guerra y reconocía a Uruguay como Estado soberano.

Durante el bloqueo francés al Río de la Plata contra el gobierno de Juan Manuel de Rosas, los franceses, aliados al caudillo oriental Fructuoso Rivera, se apoderaron de la isla en el enésimo Combate de Martín García (11 de octubre de 1838).

En 1843, Rosas volvió a recuperarla, pero en 1845 Giuseppe Garibaldi la reconquistó para la Banda Oriental.

Para ese entonces, Domingo Sarmiento, opositor a Rosas, tenía sus propios planes. Allí, en Martín García, soñaba con fundar Argirópolis, desde donde se gobernaría una hipotética confederación integrada por Paraguay, la Argentina y la Banda Oriental. Por su carácter insular e independiente, especulaba el sanjuanino, Martín García otorgaría a los tres Estados igualdad para negociar la navegabilidad de los ríos y un sano equilibrio para comerciar libremente. Despojada de rencillas locales. La base para un país potente y una cultura a imagen y semejanza de su admirado país del norte.

En 1852, derrocado Rosas, Argirópolis quedó en el olvido y los ingleses devolvieron la isla a la Confederación Argentina.

Todavía hubo lugar para nuevos combates entre la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires. Después, sobrevino un período de relativa calma. Aunque la cuestión de la jurisdicción de la isla y de los límites entre la Argentina y Uruguay seguía latente.

PRISIÓN Y LAZARETO

Durante la consolidación del Estado nacional, Martín García fue por cuarenta años (1876-1915) destino de los enfermos de cólera o fiebre amarilla. También, de un número desconocido de inmigrantes confinados en cuarentena porque su salud había despertado sospechas a las autoridades migratorias.

El lazareto fundado por Sarmiento entendía de diferencias sociales: los pasajeros de primera clase disponían de tres pabellones, con 28 habitaciones para dos personas. En 1895 allí se internó, voluntariamente, el poeta Rubén Darío, para curar su alcoholismo. Desde la isla mandó las “Cartas desde el lazareto” al diario La Nación. Para la tercera clase se construyeron ocho pabellones, con 472 cuchetas cada uno.

Cada interno recibía un colchón, una frazada y una almohada. Las cuatro abundantes comidas –sopa, guiso, asado, verduras– y el medio litro de vino diario que recibía cada paciente son un paraíso imposible para muchos contemporáneos.

Entre 1870 y 1890, la campaña de Julio A. Roca para ocupar los territorios indios terminó con miles de mapuches, pampas, guaraníes y charrúas esclavizados. Los cautivos fueron separados de sus familias, murieron por hambre y enfermedades. Las mujeres y los niños fueron distribuidos como personal de servicio en casas ricas de las ciudades.

Muchos fueron enviados a la isla. De ellos, 437 murieron de viruela. No hay registro de sus tumbas. Entre los presos estaban los caciques Juan José Catriel, Epumer Rosas y Vicente Catrunau Pincén, legendario enemigo del coronel Villegas. Pincén, indómito, logró fugarse a Montevideo: las autoridades lo devolvieron.

El 15 de marzo es el día de la isla Martín García en honor a la batalla de Brown. Este año, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, y otras autoridades señalizaron Martín García como “sitio de memoria”. “En la isla Martín García funcionó un campo de concentración indígena como parte del ‘Proceso de Organización Nacional’ llevado a cabo por el Estado argentino entre los años 1870-1890. Su objetivo era la ocupación del territorio a través del etnocidio/genocidio de los pueblos indígenas. Además, sufrieron un proceso de aculturación a través de la evangelización y la escuela, y fueron bautizados con nombres occidentales y de sus apropiadores”, dice uno de los carteles.

A partir del siglo XX, la isla se convirtió en un presidio político, con la reclusión de presidentes y altos funcionarios. El primero fue Hipólito Yrigoyen, después del golpe de 1930. Tres años después, cumplidos los 80, volvió a ser recluido junto al expresidente Marcelo T. de Alvear, los dirigentes radicales Honorio Pueyrredón, Carlos M. Noel y José P. Tamborini, y el ex ministro de Guerra Luis Dellepiane.

Como dijimos, en 1945 estuvo preso –entre el 13 y el 17 de octubre– Juan Domingo Perón, entonces secretario de Trabajo y Previsión. Una enorme movilización popular lo devolvió a Buenos Aires y al poder. Después del golpe de Estado de 1955, el último vicepresidente del gobierno peronista, almirante Alberto Teisaire, permaneció encarcelado hasta 1958.

La cárcel fue cerrada en 1957 por la dictadura de Pedro Eugenio Aramburu. En 1958, ya presidente, Arturo Frondizi la de claró Lugar Histórico. Una paradoja: el 29 de marzo de 1962 un golpe militar derrocó a Frondizi y lo mandó a Martín García por más de un año.

FINALMENTE, EL TRATADO

Mientras transcurría el siglo XX, la cuestión limítrofe con Uruguay siguió sin resolverse. En 1909, volvió a las primeras planas porque el canciller argentino Estanislao Zeballos planteó la teoría de la “costa seca”, según la cual todas las aguas del Río de la Plata correspondían a la jurisdicción de la Argentina. El límite
debía ser la línea de baja marea. Casi casi, Pocitos. Y chau.

Muchas voces en Uruguay reclamaron romper relaciones, la tensión llegó al punto que, durante la presidencia de José Figueroa Alcorta, la Armada argentina realizó ejercicios de guerra cerca de la costa uruguaya.

En 1910, en un clima de gran tensión, los ministros plenipotenciarios Gonzalo Ramírez, uruguayo, y Roque Sáenz Peña, argentino, se reunieron en Montevideo para firmar un protocolo binacional que subrayó, en su primer punto, que “los sentimientos y aspiraciones de uno y otro pueblo son recíprocos en el propósito de cultivar y mantener los antiguos vínculos de amistad, fortalecidos por el común origen de ambas naciones”.

Aunque no resolvió la cuestión de fondo, el Protocolo Ramírez-Sáenz Peña estableció que “la navegación y uso de las aguas del Río de la Plata continuará sin alteración” y que “cualquier diferencia que con ese motivo pudiese surgir será allanada y resuelta con el mismo espíritu de cordialidad y buena armonía que ha existido siempre entre ambos países”.

Ese es el antecedente más importante del Tratado que ahora cumple cincuenta años. Para poder firmarlo hubo que superar un disenso clave: Uruguay defendía el principio de la línea media y la Argentina pretendía la línea de mayores profundidades, que hacen posible la navegación. Los canales más profundos, en general, están próximos a la costa uruguaya.

Finalmente, se estableció el principio de línea media, pero con una cantidad suficiente de inflexiones como para no perjudicar la navegación de nadie. Por otro lado, se compensaron áreas donde no había problemas de navegación para que las superficies adjudicadas a cada uno de los países fueran exactamente iguales.

Después de dos siglos de querellas, la Argentina y Uruguay acordaron los límites. Con el río Uruguay, es el paralelo de Punta Gorda. Con el océano Atlántico, la recta imaginaria que une Punta del Este con Punta Rasa del cabo San Antonio.

También se estableció una franja costera de jurisdicción exclusiva que tiene un ancho de siete millas marinas entre el límite exterior del río y la línea recta imaginaria que une Colonia (Uruguay) con Punta Lara (Argentina). Desde esta última línea hasta el paralelo de Punta Gorda, tiene un ancho de dos millas marinas.

El volumen y espejo de agua del área intermedia entre las franjas exclusivas son “aguas de uso común”, lo que representa la aceptación de la pretensión uruguaya de establecer la “equidistancia o línea media”.

Las inflexiones, sin embargo, permiten solucionar el mayor problema porque los canales de acceso a los puertos de ambos países queden incluidos dentro de ellas y los canales de navegación se encuentren en aguas de uso común.

Se cuidó cada detalle: el ancho fue elegido para evitar que coincidiera con las medidas 3 y 6 o 12 millas, usadas para el mar territorial. El objetivo era dejar bien en claro a las potencias marítimas que el Río de la Plata es un río y, por lo tanto, no son de aplicación las normas sobre mar territorial.

El Tratado establece una línea fija, similar a la línea media del río, que sirve de divisoria para las islas existentes y las que puedan emerger en el futuro. Las que se encuentren al este y al norte de esa línea pertenecen a Uruguay, y las que están al oeste y sur, a la Argentina. Martín García quedó bajo soberanía argentina y se considera parte de su plataforma continental.

Preventivamente, el acuerdo establece que, como Martín García está rodeada del sector del Río de la Plata cuyo lecho y subsuelo fue adjudicado a Uruguay por el Tratado, las islas aluvionales que se formaran en sus alrededores serían de jurisdicción uruguaya.

El arrastre aluvional de sedimentos, volcados por el río Paraná sobre el Río de la Plata, terminó por unir las islas Timoteo Domínguez y Martín García, en lo que se convirtió en la única “frontera seca” entre los dos países.

A Perón le quedaban pocos meses de vida; murió el 1° de julio de 1974. Tiempo suficiente, sin embargo, para impulsar obras de integración binacional y numerosos acuerdos.

La más importante de todas, la construcción de la Central Hidroeléctrica Binacional Salto Grande, ubicada en el curso medio del río Uruguay, que había sido largamente demorada por el conflicto de límites.

Escrito por
Olga Viglieca
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