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Caras y Caretas

           

Más que amor

La mirada política de la mujer de Moreno en las cartas que le escribió sin saber que ya había muerto.

“Mi amado Moreno de mi corazón.” María Guadalupe Cuenca, que en 1811 tenía 21 años y estaba felizmente casada con el ex secretario de la Primera Junta de Mayo, escribió diez entrañables cartas a su esposo, Mariano Moreno, mientras lo suponía en viaje a Londres.

Las cartas, de una pluma culta y elegante, a veces traviesa, a veces celosa, condensan la apasionada historia de amor de la pareja y un relato de la vida hogareña en ausencia del hombre. Son cartas de una mujer que anhela el retorno y reclama porque tiene “el corazón más para llorar que para reír, y así mi querido Moreno, si no te perjudicas procura venirte lo más pronto que puedas o si no hacerme llevar porque sin vos no puedo vivir; la casa me parece sin gente”.

Guadalupe confiesa: “No tengo gusto para nada de considerar que estés enfermo o triste sin tener tu mujer y tu hijo que te consuelen y participen de tus disgustos”. Y cela: ¿O quizás ya habrás encontrado alguna inglesa que ocupe mi lugar? No hagas eso Moreno, cuando te tiente alguna inglesa acordate que tenés una mujer fiel a quien ofendés después de Dios”.

Pero la que escribe no es solo una mujer enamorada. Es una analista capaz de elaborar para su marido un puntilloso y mordaz informe de la situación política en el Río de la Plata. La joven no se anda con remilgos. Habla de la fracción saavedrista como de “nuestros enemigos” y cuenta con detalle cómo los compañeros de Moreno son perseguidos, difamados, están presos o los han mandado al destierro. El 20 de abril de 1811 Guadalupe enumera las infamias: “Los han desterrado, a Mendoza, a Azcuénaga y Posadas; Larrea, a San Juan; Peña, a la punta de San Luis; Vieytes, a la misma; French, Beruti, Donado, el Dr. Vieytes y Cardoso, a Patagones; hoy te mando el manifiesto para que veas cómo mienten estos infames. Del pobre Castelli hablan incendios, que ha robado, que es borracho, que hace injusticias, no saben cómo acriminarlo, hasta han dicho que no los dejó confesarse a Nieto y los demás que pasaron por las armas en Potosí, ya está visto que los que se han sacrificado son los que salen peor que todos, el ejemplo lo tienes en vos mismo, y en estos pobres que están padeciendo después que han trabajado tanto, y así, mi querido Moreno, ésta y no más, porque Saavedra y los pícaros como él son los que se aprovechan y no la patria, pues a mi parecer lo que vos y los demás patriotas trabajaron está perdido porque éstos no tratan sino de su interés particular, lo que concluyas con la comisión arrastraremos con nuestros huesos donde no se metan con nosotros y gozaremos de la tranquilidad que antes gozábamos”.

Aunque ella no lo sabe, aunque las apriete contra el pecho, las humedezca apenas con su perfume y las cubra de besos, son cartas destinadas a un muerto. Son cartas a un hombre que ya no está.

Ni ebrio ni dormido

El 22 de enero de 1811 Guadalupe, una mujer menuda, decidida y hermosa, abrazó con desesperación a su marido que, después de besarla tiernamente, subió sin dar vuelta la cabeza a la embarcación que lo llevaría al puerto de La Ensenada, desde donde solían partir los barcos de ultramar.

El abogado Mariano Moreno, 31, hasta un mes antes poderoso secretario de la Primera Junta de Gobierno, partía abruptamente en misión diplomática a Londres. Cargaba sobre los hombros una derrota política y ni ella ni él ignoraban que la “misión diplomática” era apenas una excusa del sector más conservador de la Revolución de Mayo para sacarse de encima al autor de la “Representación de los Hacendados” y el “Plan de Operaciones”.

Con certeza, Moreno, junto con Castelli, era el más jacobino de los jacobinos de la Revolución. La incorporación de los delegados del interior a la Junta de Gobierno -y no a un Congreso constituyente, como se había acordado- lo había dejado en neta minoría frente al ala que encabezaba Cornelio Saavedra. Moreno renunció al cargo el 18 de diciembre de 1811.

Los choques no habían empezado allí: Saavedra no se privaba de llamar a su adversario “impío, malvado, maquiavélico”. Y tenía un entripado que no iba a perdonar. En una cena de los saavedristas en el Regimiento de Patricios, un militar beodo brindó por Saavedra llamándolo “futuro rey y emperador de América”. Enterado, al día siguiente, el secretario de la Junta firmó al correr de la pluma el “Decreto de Supresión de Honores” que afirmaba “Ningún habitante de Buenos Aires ni ebrio ni dormido debe tener expresiones contra la libertad de su país”.

El decreto sentaba un revulsivo precedente de igualdad entre autoridades y ciudadanos, prohibiendo “todo brindis, viva o aclamación pública en favor de individuos particulares de la Junta”. Era el 6 de diciembre de 1810. Un mes después, Moreno navegaba hacia Londres, a donde no llegaría jamás.

María Guadalupe Cuenca -Mariquita, para su esposo- volvió a su hogar arrasada por la angustia y el desasosiego. Amaba al Dr. Moreno desde los 14 años, cuando él era un estudiante de Leyes en Chuquisaca. El joven vio en un comercio su rostro tallado en un camafeo y preguntó si esa niña “era de verdad”. Lo era y residía -con un destino de monja- en el monasterio contiguo. Moreno no cejó hasta encontrarla: se enamoraron. Guadalupe enfrentó a su madre y cambió los hábitos por el vestido de boda. Y a Chuquisaca por Buenos Aires. Se casaron el 20 de mayo de 1804 y un año después nació Marianito.

El director de La Gaceta, órgano oficial del gobierno revolucionario, se entendía con las mujeres cultas y con pensamiento propio: su madre era una de las pocas que sabía leer y escribir en la Gran Aldea. Y su esposa Guadalupe manejaba la escritura con elegancia y precisión, seguramente un legado del convento. Analista aguda, era la interlocutora política preferida de su marido.

El viaje de Moreno empezó el 24 de enero con un disgusto. Estaba seguro de que abordaría la nave de guerra inglesa Misletoe, por cuyo capitán, Robert Ramsay, tenía especial estima: meses antes el inglés había roto el bloqueo realista en el Río de la Plata. Pero cuando llegó a Ensenada se enteró de que Ramsay tenía otros compromisos y lo subieron a la fragata inglesa Fame, que partió de inmediato al mando del capitán Walter Bathurst. La navegación se complicó por varios días de una fuerte sudestada. “Tengo un presentimiento funesto”, les repetía a su hermano Manuel, de 29 años, y a Tomás Guido, de 22, que lo acompañaban en carácter de secretarios.

En Buenos Aires las cosas no iban mejor: dos días después del abrazo de despedida, María Guadalupe recibió una encomienda anónima en la casa de la calle Piedad, donde vivían los Moreno. Contenía un tocado de viuda, un abanico de luto, un par de guantes negros y una breve esquela: “Estimada señora, como sé que va a ser viuda, me tomo la confianza de remitir estos artículos que pronto corresponderán a su estado”.

Lo que sigue es conocido. Moreno enfermó rápidamente. No había médico ni medicinas a bordo. El capitán rehusó detener el barco en Río de Janeiro o en el Cabo de Buena Esperanza, a pesar de la insistencia de Manuel y de Tomás para que lo hiciera. El dramático final autoriza las peores sospechas.

Así lo cuenta el hermano Manuel, que fue testigo: “Todas las instancias hechas al capitán para que arribase al Janeiro o al cabo de Buena Esperanza, no fueron escuchadas (…) Su último accidente fue precipitado por la administración de un emético que el capitán de la embarcación le suministró imprudentemente y sin nuestro conocimiento. A esto siguió una terrible convulsión que apenas le dio tiempo para despedirse de su patria, de su familia y de sus amigos. (…) El último concepto que pudo producir, fueron las siguientes palabras: ¡Viva mi patria, aunque yo perezca!. Ya no pudo articular más. Tres días estuvo en esta situación lamentable: murió el 4 de marzo de 1811, al amanecer, a los veintiocho grados, veintisiete minutos Sur de la línea, en los 31 años, 6 meses y un día de edad.”

El capitán del barco le había administrado, a espaldas de los secretarios, 4,50 gramos de antimonio tartarizado, una dosis 40 veces superior a la recomendada.

Guadalupe, sin saber del infortunio de su marido, siguió enviando cartas plenas de dolor, de nostalgia. Y de información: No se cansan tus enemigos de sembrar odio contra vos ni la gata flaca de la Saturnina [esposa de Saavedra] de hablar contra vos en los estrados y echarte la culpa de todo (25 de mayo de 1811).

El hijo de la pareja es otro protagonista de las cartas: “Nuestro Marianito está en libro de corrido, se acuerda mucho de vos y te extraña más todos los días, con que mi querido Moreno ven pronto, si no lo queréis hacer por mis ruegos hacedlo por nuestro hijo, y acuérdate de las promesas que me hiciste antes de embarcarte, no te dejes engañar de mujeres mira que sólo sois de Mariquita y ella y nadie más te ha de amar hasta la muerte (1 de julio de 1811).

La última carta de la desolada Guadalupe tiene fecha 29 de julio. Unos días después recibió, en un gran sobre, la peor de las respuestas. Junto a las cartas que había enviado, todas sin abrir, se sumaba una carta donde su cuñado Manuel le contaba la muerte de Mariano, ocurrida el 4 de marzo.

Tras la muerte de Moreno, Guadalupe se retiró a la vida privada. Pero un año después tuvo que pedir socorro económico al Primer Triunvirato:

“Acabo de perder a mi esposo. Murió el 4 de marzo en el barco inglés que lo conducía; arrebatado de aquel ardiente entusiasmo que tanto lo transportaba por su patria, le prestó sus talentos, sus tareas, sus comodidades y hasta su reputación; en medio del océano se sacrificó él mismo terminando importantes servicios y corrió toda clase de riesgos; aquí le sacrificó la carrera de su vida como víctima de la desgracia propia.

“Un hijo tierno de siete años de edad y su desgraciada viuda imploran los auxilios de la patria persuadidos que ni ésta ni su justo gobierno podrán mostrarse indiferentes a nuestra miseria ni ser insensibles espectadores de nuestro amargo llanto, y de las ruinas y estragos que nos ha ocasionado el más acendrado patriotismo, comparecemos ante V.E. con el fin de interesar en nuestro auxilio una moderada pensión de resarcimiento de tantos daños es solamente lo que pedimos. Ojalá nuestro desamparo fuera menor, así me libertaría de una solicitud que tanto me mortifica.”

El Triunvirato le concedió una pensión de 30 pesos mensuales cuando el sueldo de cada uno de los triunviros era de ochocientos pesos fuertes. La vida de Guadalupe y su hijo estuvo sellada por la indigencia.

Escrito por
Olga Viglieca
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