Solemos apoyarnos en décadas o estéticas específicas que responden a movimientos. Pero no son más que convenciones para fortalecer la voluntad a la hora de leer. O para hacer crítica literaria. O, incluso, facilitar la comprensión, porque un contexto siempre ampara y dosifica. Entonces, en ese caso, podríamos anclar al poeta argentino Luis Luchi (Luis Yanischevsky Lerer, su nombre verdadero) en los 60 y 70 y resguardarlo en la vitrina del poeta urbano, porque publicó El obelisco y otros poemas en 1959, y desde entonces no se detuvo. Pero qué decir de esas décadas que han marcado las vidas de tantos poetas que fueron militantes, exiliados, desaparecidos o eremitas desamparados. Nada. Porque ubicar y justificar el lenguaje de Luchi en relación con una época exigiría coincidir con ciertos rasgos específicos. Pero resulta que Luchi es Luchi, valga la tautología. Porque hay menos rasgo de época que singularidad genuina. Porque hay menos de lo que se espera de un poeta de esos tiempos que lo que ese autor ha pergeñado como voz propia y decidida: “Glorioso padre de los poetas:/ este soñador erosionado/ andando por esa tierra,/ como tiene la costumbre de andar,/ encontró mirando para el suelo,/ como tiene la costumbre,/ una pluma tirada entre las horas./ La levantó y vio que destilaba/ algo amargo,/ parecido a lo que suele destilar./ Con la pluma y siendo triste/ salen versos/ que elogian a los gorriones”. Así como este poema, que metaforiza el procedimiento de escritura, revela una serenidad melancólica, otros poemas añaden humor y cierto desatino, desprestigiando –deglutiendo– toda verdad de perogrullo: “Ciegos y rengos apoyan su vida en un bastón/ abuelos la apoyan en nietos/ comerciantes en la caja registradora/ juventud en la rebelión/ nacidos débiles en esposas fuertes/ amargados en un cigarrillo/ enloquecidos en una idea fija/ hambrientos en la justicia/ burgueses en la compasión/ capitanes en el coronel/ alumnos en el maestro/ solitarios en la soledad/ desafortunados en la probabilidad/ condenados a muerte en el indulto/ agonizantes en la religión/ automovilistas en el freno/ soñadores en la casualidad./ Todos apoyan su vida en algo/ en un impulso muscular/ apurados en/ en… en… en…”
La época, en todo caso, funciona en su obra como paisaje. Al igual que Roberto Arlt en sus Aguafuertes porteñas, Luchi deja entrever personajes, lugares, costumbres y estados del alma que sí responden a un momento específico y que, sin duda, también lo trascienden. “Los motivos de la adaptación/ lo llevaron a vago primero/ con el tiempo fue amargura./ Empezó de aprendiz/ y el oficio era fácil/ renunciar a sobrenadar/ y en general a todo ese mundo/ con patrones por quincena y de madrugada.” Entonces, podríamos arriesgar que sus poemas son aguafuertes de tono lírico, un poco Arlt, otro poco Carriego; un haz de González Tuñón, una pincelada del César Vallejo de los Poemas humanos. “Cortando la cara en dos/ con el cuchillo mellado de la burla/ guarde la mitad en la heladera/ como reserva para el día de mañana./ Con la que queda, a un costado,/ hagan presión/ y si no sale más fuerte,/ entonces verá ante su espejo/ romperse la piel de los gajos/ y brotar una tibia sonrisa/ parecida a la luz/ que sirve de alimento.”
Antes que el verbo fuese el caos…
“Fue un poeta de todos los días, de las vicisitudes diarias. Supo nombrarlas y, a la vez, transfigurarlas. Lejos de cualquier costumbrismo, su verso arranca de lo habitual para lanzarnos en cualquier momento, de cualquier modo, a lo azaroso”, acierta Eduardo Romano en el prólogo de Ya veremos qué hacer con los crepúsculos, los dos tomos que reúnen la totalidad de los poemas de Luchi, publicados por la Biblioteca Nacional, bajo el cuidado editorial de Lilian Garrido.
Más de seiscientas páginas y de veinte títulos que permitirán descubrir un poeta aún en las sombras, por su perfil bajo, por su exilio en Barcelona, por su modo de cantar “desordenado”: “Aquí te dejo mis lágrimas desordenadas/ con estos versos desordenados,/ porque yo soy así/ en mi vida y mis sentimientos,/ como estas flores desordenadas/ que aquí quedan”. Es el final del poema “Mi madre y yo” que, de alguna manera, delata su estar en la escritura y la vida. “El desorden de la poesía de Luchi parece ser el orden de la poesía de Luchi”, escribe el poeta Alberto Szpunberg en “Antes que el verbo fue el caos…”, una crónica que funciona como epílogo en Ya veremos qué hacer con los crepúsculos. “Cierta leyenda que quizás él mismo colaboró en forjar atribuye este desorden a un Luchi que, pibe de barrio y de familia humilde, no pudo completar los estudios. No importa: a quienes lo frecuentamos, aun acompañándolo en su leyenda de ‘autodidacta bohemio’ o ‘proletario’, nos consta que Luchi, atrincherado en su inmensa humildad, era un escritor de producción incesante y cultísimo: lector infatigable, y polemista proverbial, casi por principio, era común que él ya conociese a todos los escritores que nosotros, los jóvenes de entonces, le presentábamos como una gran novedad.”
Hijo de judíos ucranianos, Luchi nació en Buenos Aires en 1921 y murió en Barcelona en 2000. “Mi biografía toda,/ estrujada,/ papel crispado,/sintió la caricia/ de ocupar un rincón/ en los infinitos espacios,/ un segundo de los infinitos tiempos.”