El Museo Nacional de Bellas Artes, esa mole rojiza que se levanta sobre la Avenida del Libertador, fue y es el primer gran museo argentino. No solo porque tiene la colección de arte más importante del país: unas 13.000 piezas entre pinturas, esculturas, grabados, dibujos, textiles que van desde el siglo III hasta la actualidad. También porque es el museo más visitado por locales y turistas –el 38 por ciento de los visitantes tiene entre 18 y 30 años– y una de las instituciones que suele enorgullecernos y sentimos como propia, incluso si no hemos atravesado nunca su imponente entrada. Hay dos grandes proyectos en curso para remodelar la sede de Libertador y trasladar el 80 por ciento de su acervo a un espacio ajustado a las normas de preservación en Tecnópolis. En la actualidad, por falta de espacio, en Avenida del Libertador solo se exhibe el 10 por ciento del patrimonio. Por eso, para mostrar un poco más, durante 2022 se hizo en el CCK una muestra con unas 150 obras.
Este año, en diciembre, “el Bellas Artes” cumplirá 126 años. No es un número redondo. Pero es una buena excusa para expurgar los antecedentes de su creación y una fe de bautismo en la que no faltaron las controversias más filosas y hasta dos artistas plásticos que dirimieron sus diferencias en un debate de creciente voltaje, que culminó con un duelo una madrugada calurosa de diciembre, a la sombra de un bosquecito en el entonces remoto Morón.
Hacia fines del siglo XIX, en la Argentina el arte era cuestión de pocos, las familias aristocráticas viajaban a Europa y de allí traían la indumentaria, el mobiliario y el arte con el que signaban su lugar social y su poderío económico. Los museos pertenecen a otro orden: Zygmunt Bauman los piensa creados por una burguesía interesada –o tempora, o mores– en “educar a las masas y refinar sus costumbres para mejorar así la sociedad y conducir al ‘pueblo’, es decir, a quienes provenían de las ‘profundidades de la sociedad’, hacia sus más altas cumbres”.
Se trataba de construir ciudadanos que supieran qué votar y trabajadores capaces de responder a las exigencias del mercado laboral. “El ‘proyecto de ilustración’ –dice Bauman– otorgaba a la cultura el estatus de herramienta básica para la construcción de una nación, un Estado y un Estado nación, a la vez que confiaba esa herramienta a las manos de la clase instruida.”
La incidencia del arte en los destinos del país, la existencia de una cultura argentina, eran temas de discusión para una primera generación de artistas plásticos que, en general subsidiados por el Estado, habían completado su formación con maestros del Viejo Continente. La mayoría había regresado con muchas expectativas, que se veían contrariadas por la falta de continuidad en el apoyo estatal y también por la ausencia de interesados en comprar obra.
Eduardo Schiaffino, Eduardo Sívori, Augusto Ballerini, Ángel Della Valle, Ernesto De la Cárcova, Pío Collivadino integraban, con otros, ese grupo al que Schiaffino llamó “la Escuela Argentina”. Su relevancia es perdurable: Sívori tiene un museo con su nombre, De la Cárcova fue el fundador de la Escuela Superior de Bellas Artes y Schiaffino, el impulsor más tenaz de la creación del Museo de Bellas Artes y su primer director.
Pero antes de que tales cosas ocurrieran, “la Escuela Argentina” fue motor del Ateneo de Buenos Aires, que reunía un importante grupo renovador de la cultura hispanoamericana, incluyendo al nicaragüense Rubén Darío y a Leopoldo Lugones, que todavía no se había enamorado de la espada.
200 años y un par de meses
En 1891, la Sociedad de Beneficencia de Nuestra Señora del Carmen organizó una exposición en una casa de remates de la calle Florida. Varios de los becados exhibían por primera vez sus trabajos. Un Juan Moreira de Ángel Della Valle, una Odalisca de Eduardo Sívori y un Paisaje suizo de Reinaldo Giudice fueron algunas de las obras expuestas. Aunque las damas Del Carmen bloquearon la participación de Idilio, un desnudo de Sofía Costa al que calificaban de escandaloso e inmoral, la exposición –destacaron algunos diarios– concitó el interés de “selectas familias” y “bellas y elegantes señoritas”.
Schiaffino, que también exponía, escribió un encendido elogio en su columna de El Diario: “Esta exposición muestra que la República Argentina posee ya un núcleo de pintores de la mejor ley, artistas de raza que no se dejan intimidar por la dura situación que sus propios compatriotas les crean”.
El 14 de diciembre, el crítico de arte y también pintor Max Eugenio Auzón –un español con veinte años de residencia en la Argentina– retrucó con una crítica arrasadora en el diario Sud-América. Auzón no solo cuestionó el uso y abuso de Juan Moreira –”figurita repetida”–, sino que se burló del peregrinaje a Europa, en una clara provocación: “¿Qué necesidad de ir a estudiar a Europa cuando aquí tenemos el cielo de Nápoles, la luna de todas partes, el sol de Austerlitz y una cordillera que se ríe a carcajadas de los Alpes? ¡Pero qué arte nacional ni qué berenjenas! Es inútil pensar en ello hasta dentro de doscientos años y un par de meses”.
Schiaffino respondió desde las páginas del diario reivindicando a los artistas nacionales y Auzón le enrostró que “el arte no tiene nacionalidad sino una patria universal que es el mundo”. Schiaffino le espetó que era “extranjero”; Auzón contestó: “El que más y el que menos, todos somos hijos de extranjeros”, y criticó las becas del gobierno, la formación a cuenta del erario público de artistas que luego enfilaban a profesiones más rentables.
Schiaffino argüía que la posibilidad de realización del artista depende del ambiente cultural, de la existencia de un público formado, lo que permite crear un mercado, y concluía que esa es tarea del Estado. El debate comenzaba a dejar, desnuda, la cuestión del dinero. Auzón lo señaló sin diplomacias: “¿Fortunas privadas? Acabáramos. No era Moreira. No era el torso desnudo y censurado. No era mi acento. Era el dinero”.
La polémica escaló sin retorno y pasó de los periódicos a las armas cuando Auzón desafió a Schiaffino a sostener sus palabras con la espada. Se enfrentaron en la mañana de Navidad. Rápidamente el español hirió a Schiaffino en una mano, cesó el duelo y se retiraron las ofensas.
Viviana Usubiaga, especialista en arte contemporáneo, recuperó los textos de este debate olvidado en los sótanos de la Biblioteca Nacional. En 2010, Rafael Spregelburd los convirtió en la obra de teatro Apátrida, 200 años y unos meses.
Lo que revela la impresionante obra de Spregelburd es la vigencia de muchas de las preguntas: quiénes deciden a qué llamamos patria, qué elementos conforman un Estado, qué es la autonomía a nivel simbólico. “Schiaffino es el primero en advertir que hasta que no exista circulación interna y una carga simbólica libre de los imperios no habrá un Estado con autonomía. Los modelos de belleza siguen viniendo de Europa”, apuntó el director.
Y entonces, el Museo
Cinco años después del duelo, un decreto de José Evaristo Uriburu ordenó la creación de un Museo de Bellas Artes. El liderazgo de Schiaffino era tan indiscutido que cuando el presidente pidió al Ateneo una terna de la que debía surgir el nombre del futuro director, todos ofrecieron uno solo, el suyo.

Acaso la fecha elegida para la inauguración expresara un desafío. Porque el Museo de Bellas Artes abrió sus puertas en la Navidad de 1896, un día que se supone destinado al recogimiento familiar y a la celebración religiosa. El decreto de Uriburu había justificado la creación para que cumpliera una “función pedagógica”, por la necesidad de dotar a las obras donadas por varios coleccionistas “de un lugar apropiado para su conservación y cuidado” y “para proporcionar al naciente arte nacional la institución oficial a la que tiene derecho”.
La primera sede tenía solo cinco salas en las afrancesadas tiendas Le Bon Marché –mercería y joyas–, sobre la calle Florida, en el mismo edificio que hoy ocupan las Galerías Pacífico. Funcionaban allí otros núcleos de la cultura porteña: el Ateneo de Buenos Aires; la Colmena –un poco más conservadora– y varias bibliotecas y talleres.
La gestión del director fue luminosa: unos meses después de la inauguración, Schiaffino publicó el catálogo con las 163 obras de escuela española, francesa, italiana, flamenca y argentina que integraban la colección fundacional. Hacia 1910 ya contaba en la colección con piezas de Goya, Edgar Degas y Renoir. En quince años, y a pesar de lo exiguo de los recursos, se había aumentado más de veinte veces el patrimonio (de 159 a 3.745 obras) y se había expandido a veintidós salas.
No se quedaría ahí el museo, sin embargo. Tras un paso por el Pabellón Argentino, que había representado al país en la Exposición Universal de París de 1889 –una construcción amplia, de hierro y vitrales, poco adecuada para albergar las obras– el Museo fue a parar… a la antigua Casa de Bombas. En 1933 ese, el edificio desde donde se había provisto agua a la ciudad por décadas, fue designado para albergar el arte indeleble.
El arquitecto Alejandro Bustillo adaptó al edificio a las tendencias contemporáneas de la museología. Las salas atestadas fueron reemplazadas por espacios austeros, de paredes lisas y claras, e iluminación tenue. La renovación incluyó un nuevo gabinete de dibujos y grabados, aportes científicos en el taller de restauración –que había sido creado en 1911– y una biblioteca pública actualizada de artes visuales, que en la actualidad es la mayor en su tipo de Latinoamérica. Durante esos años, se incorporaron, entre otras piezas, Mujer del mar, de Paul Gauguin, Le Moulin de la Galette, de Vincent van Gogh, y Jesús en el huerto de los Olivos, de El Greco.
No sería, claro, el último rediseño: la historia no para.
¿Existe un arte nacional? ¿Lo hay en una nación joven? Tal vez la pregunta siga siendo productiva. ¿Hace diferencia un Estado comprometido con la cultura, el arte, los artistas? Si la historia enseña, la respuesta cumple 126 años.