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Caras y Caretas

           

El malogrado Chilavert

Hace 224 años nacía el coronel Martiniano Chilavert, unitario de ideas, que decidió sumarse al bando de Rosas para pelear por la Confederación Federal. La batalla de Caseros fue su ocaso.

3 de febrero de 1852. Campos de Morón. “Se dispersan el día y la batalla” y un oficial de artillería fuma tranquilamente al pie del cañón que ha disparado su última bala, encendiendo con su propio poncho la mecha final. Su ayudante le ha pedido, le ha rogado, que huyan para salvar las vidas tras la completa derrota, y ha escuchado una respuesta inapelable. “Te perdono lo que tu cariño me dicta, pero los hombres como yo no huyen. Dale este reloj y el anillo a mi hijo. Vos llevate mi caballo y el apero, y sé feliz.” Su nombre es Martiniano Chilavert. Es coronel, unitario de ideas, estuvo exiliado, pero cruzó el charco para pelear por la Confederación Federal, liderada por Juan Manuel de Rosas.

La batalla de Caseros es uno de los episodios más decisivos, controversiales y relegados de la historia argentina. Está lleno de paradojas. Fue la batalla más importante disputada en el territorio nacional: movilizó cincuenta mil efectivos entre los dos bandos, pero tuvo un número relativo de bajas mortales en combate (eso sin contar los fusilamientos sumarios posteriores).

Resulta incómodo para el bando que se atribuyó la victoria: los unitarios de Buenos Aires, luego devenidos liberales, nunca podrían explicar qué hacían tropas invasoras brasileñas en el Ejército Grande comandado por Justo José de Urquiza combatiendo a Rosas en nombre de la “libertad”, mientras en el vecino país regía un régimen esclavista. Los revisionistas adeptos a Rosas tuvieron que digerir muchas deslealtades, como la del general Lucio N. Mansilla, héroe de la Vuelta de Obligado, que no demoró en vivar públicamente al victorioso Urquiza y defenestrar a su antiguo jefe, que además era su propio cuñado.

Ni siquiera el nombre es demasiado exacto. En realidad, el teatro de operaciones terrestre (hubo apresto de flotas navales que no llegaron a combatir) se extendió en una amplia franja que iba desde Santos Lugares (campamento del ejército de Rosas), pasando por el arroyo Morón, hasta la casa de la familia Caseros, propietaria del famoso “palomar” que bautizó otras de las referencias geográficas de la zona, donde funcionó un hospital de sangre y hoy se levanta la sede del Colegio Militar de la Nación.

Terminó prevaleciendo Caseros por imposición del parte de guerra del duque de Caxias, comandante de la División Imperial que, de paso, aprovechó para consignarlo como la revancha por la derrota de Ituzaingó (1827), contras las tropas argentas, en la guerra del Brasil.

En cualquier caso, en Caseros se libró más que una batalla y sus consecuencias se hicieron sentir inmediatamente, con la renuncia precipitada de Rosas, quien se embarcó a Inglaterra, y la convocatoria a un congreso constituyente por Urquiza, encargado de dictar la postergada Carta Magna que habría de regir los destinos del país de una vez por todas.

O eso parecía.

Cara a cara con el antiguo aliado

La partida de soldados del Ejército Grande que llegó hasta la posición de Chilavert lo trasladó prisionero a Palermo, ámbito de la mansión de Rosas convertido en cuartel general de su vencedor. Urquiza, que conocía el mérito del antiguo exilado, lo recibió con beneplácito y lo invitó a parlamentar, a solas.

Los antecedentes del conflicto se remontaban a los efectos secundarios de la Vuelta de Obligado (1845). Tras su victoria política y diplomática sobre las potencias de su tiempo, que habían enviado una poderosa flota conjunta anglofrancesa para remontar el Paraná, apelando al derecho de libre navegación de los ríos internos, Rosas había alcanzado el cénit de su poder. Su prestigio se expandió a todo el subcontinente y amenazaba con instalar una presencia hegemónica similar a la de los Estados Unidos en el norte, sobre la base del antiguo Virreinato del Río del Plata. El Imperio del Brasil, que vio peligrar su supremacia geopolítica, conspiró en captar voluntades para neutralizarlo.

Auténtico hombre fuerte de su provincia, además de general de probado mando y capacidad en muchas campañas militares, el entrerriano Urquiza resultaba un candidato ideal: era el jefe del Ejército de Operaciones de la Confederación.

Urquiza se justificó precavidamente ante la posteridad, reclamando la necesidad de dictar una constitución de orden federal, instancia a la que Rosas se había negado siempre argumentando la inestabilidad política local y regional. Montevideo estaba sitiada desde hacía una década por las tropas de Manuel Oribe, general oriental aliado a los federales de este lado del río. En el interior de la plaza sitiada, sobrevivían muchos antiguos unitarios, auxiliados económicamente por Francia.

Detrás de las declamaciones de Urquiza también obraba el interés económico de su provincia (que eran sus propios intereses, teniendo en cuenta sus múltiples negocios): los gobiernos de Buenos Aires monopolizaban históricamente los derechos de Aduana y Rosas había prohibido recientemente la salida de oro por el puerto hacia las provincias, mientras durase el sitio.

El desenlace de esta encrucijada puede resumirse en el Pronunciamiento del 1 de mayo de 1851. Cuando Rosas envió su renuncia a la Junta de Representantes, como solía hacer al final de cada mandato, aduciendo su agotamiento, el gobierno de Entre Ríos decidió aceptarla (deslizando cierta sorna) y retomar así la representación de las Relaciones Exteriores delegadas en su par bonaerense. Vale decir, actuar como un Estado autónomo, para firmar un pacto con el Brasil y el cuestionado gobierno de Uruguay y forzar el retiro de las tropas de Oribe, abandonado a su suerte.

Financiado por el gobierno imperial poniendo como garantía de devolución del prestamo al próximo gobierno de la Confederación Argentina y sumando tropas propias y las ajenas de Oribe, engrosadas por un generoso contingente de cuatro mil efectivos extranjeros, marcha Urquiza hacia Buenos Aires.

El astuto Rosas, que les había doblado el brazo a los poderosos de su tiempo, lo deja venir. Sin reacción, quizá traicionado por un general de su Estado Mayor (Ángel Pacheco, un ex granadero de San Martín), desestima la inteligente estrategia de hostilidades esbozada por Chilavert y prefiere jugarse todo a una carta.

Será en Caseros.

La batalla de Caseros se libró el 3 de febrero de 1852.

La pena de los traidores

Técnicamente, la batalla estaba perdida para Rosas antes de los primeros encontronazos que comenzaron prematuramente al clarear el día. Su ejército no solo era inferior en número, sino que carecía de la aguerrida experiencia de las tropas de Urquiza, tenía menos armas y escasa munición.

Apenas el gran artillero hizo un desempeño eficaz de su rol, manteniendo al flanco brasileño a distancia a puro cañonazo.

En pleno fragor del combate, aun pasaban cosas insólitas. El bravo general Gregorio Aráoz de Lamadrid, veterano de la guerra de la independencia, unitario como Chilavert, pero unido a las huestes de Urquiza, puso tanto empuje en su misión de comandar un cuerpo de Caballería, que siguió de largo y terminó fuera del campo de batalla.

Una versión anónima lo pinta a Rosas de cuerpo entero en pleno desastre. Antes de retirarse, herido en una mano por una bala perdida, pide prestadas unas boleadoras y ensaya unos tiros sin mayor suerte. Justo él, un gaucho cabal. Lo atribuye a los kilos de más ganados en tantos años de trabajo de escritorio. Legalista o burócrata hasta las últimas consecuencias, se detiene en el Hueco de los Sauces (actual Plaza Garay) a redactar a lápiz su renuncia. Está dirigida a la Junta de Representantes que lo invistió con el cargo ininterrumpidamente desde 1835. Después, se tira a dormir una siesta, cubierto apenas por un poncho prestado: hace tres días que no pega un ojo.

Hacia mediodía, la desbandada de los derrotados era total. Muchos llegaban a Buenos Aires de a grupos y se dedicaban al saqueo, ante la impotencia o complicidad de la milicia urbana a cargo de Mansilla, confinado a preservar el orden.

Recién un par de días después, por repetido pedido de una comitiva de vecinos distinguidos, el vencedor despachó tres batallones que hicieron más justicia sumaria, fusilando reos, por las tropelías y por las dudas.

La convocatoria perentoria de Urquiza para sancionar una constitución no contará con el aporte de los unitarios porteños, en los discursos los principales impulsores de la salida institucional. Por el contrario, aprovecharán el primer alejamiento del entrerriano a inaugurar las sesiones del Congreso reunido en Santa Fe, para desatar la revolución del 11 de septiembre, que recuerda la plaza homónima con plena ignorancia de los cientos de miles que la transitan a diario.

Buenos Aires se escindirá del resto del país hasta finales de la década.

Pero esa es otra historia de la Historia.

Noticias de ayer.

Lo que hablaron Urquiza y Chilavert nunca trascendió oficialmente. Pero el general vencedor salió de la entrevista descompuesto de ira, ordenando que el vencido fuera fusilado inmediatamente. Por la espalda, una pena innoble reservada para los traidores.

Chilavert se desprendió de los soldados que lo sujetaban por los brazos y se llevó la mano al pecho, exigiendo: “¡Tiren aquí!”. Los soldados dudaron, sonó un disparo y el rostro del coronel se llenó de sangre. Lo remataron a duras penas, en el suelo. Moribundo, todavía seguía llevándose la mano al pecho:
“¡Tiren aquí!”.

Escrito por
Oscar Muñoz
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