Por esas cosas de la vida fue terriblemente difícil encontrar tiempo para escribir esto. Y eso que el tema es mucho más cercano que otras veces a mis materiales habituales, de hecho se me hizo agua la boca cuando supe que tenía posibilidad de escribir y publicar algo acerca de los amados, venerados, nunca suficientemente conocidos Cuchi Leguizamón y Manuel Castilla.
Claro que los materiales que estoy llamando míos son más del hacer que del decir, y eso complejiza la aventura. ¿Cómo comunicar por escrito ese efecto del sonar y el oír palabras y música, ese pase mágico que abre universos de aromas, colores, sentires, paisajes, en cada una de las zambas? ¿Cómo compartir el sonido y el gesto, todo lo que vivimos al encontrarnos por enésima vez en el escenario, la sobremesa o el aula con cualquier frase prodigiosa de Leguizamón y Castilla?
Vamos con el aula nomás, así sale un artículo y no una novela de trescientas páginas.
Vuelta entera
Por supuesto que estas formidables piezas son requetecantadas e incluso recomendadas por mí como profe, pero con una linda vuelta siempre igual y siempre distinta en la coreografía del arte docente (para lectores más auditivos, esa vuelta puede parecerse a la melo del estribillo de la “Zamba de Juan Panadero”; para los más visuales, a cualquier sección de una zamba bien bailada.
Resulta que el lugar donde la posibilidad de enseñar y el deseo de aprender se encuentran por primera vez no es otro que la canción que el cantante estudiante desea cantar y no le gusta cómo le sale. Entonces hay toda una parte inicial de la coreo, algo así como un cuarto o un tercio del total, en la cual se trabaja mayormente con las canciones que el estudiante trae, porque sin deseo no se puede hacer nada, y el deseo no se enciende por prescripción escolar.
Nadie puede prever qué se cantará en una clase determinada, pues me resisto a establecer un canon formalizado de repertorio. Pienso que esa marea que va y viene con los materiales que cada uno trae y se lleva es lo más fiel que se puede ser, en el espacio del aula, a la vida real de la música (iba a escribir “de la música popular”, pero me animo a plantar bandera con “de la música”. ¡Toda la música!). A esta altura del siglo XXI, hay que aclarar que “llevar y traer el repertorio” no es en el propio celular o computadora sino en el propio cuerpo/mente/voz, porque mi aula es un lugar reservado a la experiencia directa de los cuerpos, las mentes y las almas con el canto, en modo acústico, no mediatizado por la tecnología. Un recinto de silencio habitado, al cual el repertorio llega en las voces presentes de los presentes. No escuchamos grabaciones ni vemos videos allí.
Como el trabajo es grupal –es decir individual pero en comunidad, con otros y otras escuchando, preguntando, proponiendo–, los viajes a territorios nuevos se inician a veces a partir de un amor a primer oído en situación de estar escuchando el trabajo de un par. Y, a veces, a partir de una recomendación mía.
Cumplimos cada vez todos y todas un ciclo de trabajo conjunto general con el cuerpo, con el aire, con ejercicios cantados para entrar en calor. Llegado ese punto hago la primera pregunta de rigor: “¿Quién quiere cantar hoy?”. Y una vez definido eso, la segunda pregunta de rigor: “¿Qué trajiste para trabajar?”.
Y nos zambullimos en un intercambio intenso “en la selva de las cosas y de los signos” (como dice Jacques Rancière en esa biblia de la docencia llamada El maestro ignorante), que tiene como fin que el estudiante se lleve a casa dos o tres experiencias vocales/corporales significativas para cultivar como semillas hasta la clase siguiente, y otras tantas consignas concretas para desarrollar su saber cultural general, que establezco a partir de las preguntas surgidas (¿Qué quiere decir esto? ¿Cómo era la música que escuchaba Charly? ¿En qué época vivió Discépolo? ¿Cómo habrá sido un forte para Mozart?). A medida que el deseo de cantar madura, se produce un proceso de afianzamiento en la conciencia del estudiante; el deseo antes atado en exclusiva a una punzante inmediatez pasa a ser vivido como vocación. Hay un desplazamiento de su objeto con sentido expansivo: lo que inicialmente aparecía adherido a tal o cual canción (género, estrella referente) pasa a depositarse paulatinamente en el canto en general.
Cuando detecto que vamos llegando a esa etapa, y veo que al cantante le hace falta crecer en experiencia poética, despertar al poder de la melodía, tomar conciencia de su identidad nuestramericana, alguna o todas estas cosas, le recomiendo elegir una zamba de Leguizamón y Castilla para cantar. El valor pedagógico de ese repertorio es imposible de exagerar, tanto que si no existiera ¡habría que inventarlo aunque más no fuera para enseñar canto a cada nueva generación! La exquisitez y poder expresivo en texto y música, el tratamiento tan certero de las figuras y sus entornos histórico/geográficos y encima esa aparición intrincada, no evidente en la discografía/bibliografía/cibercosmos, la profusión difusa de versiones, con escasas grabaciones del propio compositor… ¡Hay que calzarse la gorrita de Sherlock y salir al mundo lupa en mano para conocer algo de esa obra!
La invitación a “elegir y aprender una de esas” dispara siempre un camino de búsqueda súper rico, azaroso, lleno de peripecias, con zambullidas en un mar de materiales nuevos, viejos y viejísimos que inexorablemente reporta gran crecimiento, más allá del objetivo puntual de crear una versión de una zamba. Para cualquier cantante es un camino de aprendizaje tremendo, con estaciones desafiantes como orejear las melodías principales en versiones para piano del autor o ¡en arreglos del Duo Salteño!
Media vuelta
De yapa la hondura filosófica y política, que puede dar lugar a tantos despertares intelectuales y actitudinales (no se puede ser docente sin cultivar la esperanza, es un deber profesional). Vemos, por ejemplo, en la zamba “Lavanderas de río Chico” ese acierto tan bello, de agudeza filosófica monumental, contenido en el verso final del estribillo: “Dejame llevar tu ropa del río Chico hasta la zamba, donde vivimos los dos”. Personalmente la canto con mucha emoción, pensando en mi abuela materna, que fue empleada doméstica y alguna vez lavó “para afuera”. También en mi mamá, mis tías y tanta mujer que ha entregado a la casa y la vida de otros y otras incontables horas de su propia vida en eso que hoy se llama “tareas de cuidado”. Llevar la ropa –lavada o por lavar– del río Chico hasta la zamba, qué objetivo para un artista popular…
Me pasó por primera vez estando de alumna en un curso de posgrado sobre literatura argentina. Por alguna razón dimensioné, primero, todo lo que había escrito, hecho y publicado Leopoldo Lugones en un período asombrosamente corto, de dos o tres años. Segundo, viendo su retrato de señor elegante de la época, se me apareció como una revelación el pequeño ejército presumiblemente femenino que cuidó de él haciendo posible todo aquello, quien cocinó la comida que él comía, limpió la casa, lavó, almidonó, planchó, zurció, e incluso compró primero e hizo trapo al final del ciclo toda su ropa. Ese trabajo, ese tiempo (¿qué tenemos los humanos fuera de nuestro tiempo y energía, digo yo?) de personas anónimas, ¿qué lugar tienen en la obra?
Leguizamón y Castilla nos han legado en esa zamba, y en tantas otras, la posibilidad cierta de una reflexión acerca de la vida misma del pueblo trabajador, y del rol de sus artistas.
Encuentro y coronación

Obvio que estamos en el mundo de la palabra, y por eso me está pasando lo que tanto temía, escribir sobre lo escrito, sobre lo dicho, y no ser capaz de comunicar la plenitud de la poesía viva cuando además tiene una música exquisita de cantar.
Vuelvo al punto de partida (¿será algo como una zamba este artículo?).
La compleja aventura de compartir en un texto escrito el sonido de la voz y el gesto de los brazos, de las manos, de la mirada, al encontrarnos por enésima vez con cualquier frase prodigiosa de Leguizamón y Castilla, de esas que abren como un pase mágico un universo de colores, aromas, sentires, paisajes…
¿Será que tengo que analizar los intervalos y las tensiones/distensiones armónicas de una sección de melodía? ¿Y relacionar ese análisis con uno literario de los textos?
No y mil veces no. Sería alta traición a ese preciado bien que es la curiosidad de los lectores y lectoras meter de contrabando un texto académico para público especializado en un lugar donde la palabra está para comunicación reflexiva y, por qué no, distensión placentera de un público general.
Capaz mejor intentar algo similar a lo que comparto en el aula, un ejercicio. Crear con palabras un guion que, de ser prolijamente ejecutado, propicie en el lector el descubrimiento de una cualidad mágica en el material que nos ocupa (el mismísimo mago musical dijo una vez a alguien que quería “trampearle el alma con su gualicho”, bailando la zamba, oh casualidad).
Así que ahí va, apto para todo público, sin importar su condición o experiencias musicales/literarias previas. Se requiere, eso sí, cantar, aunque sea un poquito.
El ejercicio es simplemente entonar de memoria una o dos de esas frases gloriosas (pedir ayuda presencial o a distancia para aprenderlas, si resulta demasiado arduo), pero con ciertas condiciones.
Hay que tararear la melodía con su letra, y hacerlo en el recinto sagrado de un silencio amable de une con une misme, es decir, sin el auxilio de música grabada una vez que el dibujo de la melodía esté memorizado.
Recomiendo el inicio de “La pomeña”, esos cuatro octosílabos mágicos de Manuel Castilla literalmente encantados por la melodía del Cuchi. Si se los canta con voz propia evitando la autocrítica al desempeño vocal, sintiendo todo lo posible los saltos, o mejor dicho las deliciosas tensiones que unen a cada sonido/sílaba con el anterior y con el siguiente, y se hace esto con dedicada, delicada persistencia, como se ama a un ser maravilloso y frágil que espera y desea nuestro cuidado, en algún momento, con toda seguridad, sucederá.
El alma comenzará a irse de viaje a otra dimensión, a lugares fascinantes llenos de colores, aromas, sentires. Paisajes íntimos o sobrecogedores, dulces, tal vez agrestes, extraños y familiares a la vez, a los que siempre tendremos ganas de volver.