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Caras y Caretas

           

El impacto de la encrucijada brasileña

El resultado electoral en Brasil podría tener un efecto de arrastre en la Argentina, donde se vive un escenario de polarización similar al que mostró la primera vuelta entre Lula y Bolsonaro.

Una paradoja. Una encrucijada. Ambas cosas a la vez. Es difícil encontrar una palabra que describa las dos caras que mostró la primera vuelta de la elección presidencial que celebró Brasil el pasado 2 de octubre. En términos político-culturales no surgió un ganador que pueda considerarse nítido. Una elección en la que las dos primeras fuerzas concentran el 91 por ciento de las voluntades, y en la que la diferencia del ganador sobre el segundo es de cinco puntos, es una contienda pareja. Alguien siempre gana, pero eso no evita la paridad de fuerzas que se traduce luego en los otros resortes fundamentales de poder como el Congreso.

Luiz Inácio Lula da Silva es uno de los estadistas más importantes de la historia latinoamericana. Quizá sea el más relevante del siglo XXI. El 2 de octubre logró una epopeya que consagra una biografía para la que no alcanzará una película ni una serie de Netflix. El ex obrero metalúrgico, nacido y criado en un hogar pobre del noreste brasileño, ya había dejado una huella en la narrativa histórica comparable con la de Nelson Mandela. Había sido dos veces presidente de su país y desplegado una de las mejores presidencias que se recuerden.

La persecución política y el autoritarismo lo arrojaron a seguir escribiendo nuevos capítulos. Fue acusado y encarcelado sin pruebas. Estuvo más de quinientos días preso. Derrotó al lawfare, logró su libertad, recuperó sus derechos políticos. Ahora le ganó al neofascismo carioca encarnado por el actual presidente, el ex capitán Jair Messias Bolsonaro.

Esta nueva victoria épica de Lula fue del 48,43 por ciento de los votos contra el 43,2 de su rival. Fue la sexta vez que Lula compitió por la presidencia de su país y consiguió uno de los mejores resultados que ha tenido en primera vuelta. Quedó a milímetros del que fue su mayor caudal en esa instancia, en 2006, cuando se alzó con el 48,6 por ciento buscando su reelección. Ese era el mejor momento político de los catorce años que el PT gobernó Brasil. ¿Por qué entonces hay una dosis de sabor amargo en el resultado del 2 de octubre?

Uno de los motivos es la relación entre las expectativas y la realidad. Las encuestas ubicaban a Lula más o menos en el porcentaje que sacó, pero ponían a Bolsonaro al menos diez puntos por debajo. El ex militar tuvo una elección mucho más competitiva que la esperada.

Estos números anuncian un resultado en el balotaje diferente al que Lula logró en 2002, cuando ganó por primera, y en 2006, cuando fue reelecto. En esas dos contiendas había sacado en primera vuelta una cifra similar a la actual, pero la distancia con el segundo era de alrededor de quince puntos. En ambos casos, el líder del PT ascendió al 60 por ciento en el balotaje. Eso no ocurrirá ahora. Es matemáticamente imposible.

Bolsonaro hizo un gobierno que solo puede mostrar malos resultados en todos los frentes. Su manejo de la pandemia fue negacionista. Cuestionó la mortalidad del virus y hasta las vacunas. Se calcula que en Brasil hubo más de 670 mil muertos por covid-19. En el frente económico y social todo empeoró. En 2014, antes de que el golpe parlamentario terminara con el ciclo lulista derrocando a Dilma Rousseff, la ONU había quitado a Brasil del Mapa Mundial del Hambre. Hoy ha vuelto con una cifra que alcanza a 33 millones de personas.

Más allá de este retroceso estructural, Bolsonaro mostró un pragmatismo mayor al de otros líderes de la derecha regional. Y trató de impulsar políticas sociales con objetivos electorales para paliar el impacto que su propio gobierno provocó.

Y por casa, ¿cómo andamos?

Este pantallazo por los resultados de la primera vuelta presidencial en Brasil dispara un interrogante: ¿cuál es su impacto en la Argentina? Las respuestas son parciales. Hasta que no se realice el balotaje y se defina quién ocupará por cuatro años el Palacio de Planalto, no será posible trazar un análisis más certero.

Uno de los datos claros es la fuerza que todavía tienen los liderazgos que condujeron los países de la región durante la primera década del siglo XXI, que fue una de las etapas de mayor bienestar para los pueblos sudamericanos. Esto podría llevar a la conclusión de que una nueva candidatura de Cristina Fernández para la Casa Rosada es posible. Y que quizá sea la más competitiva que podría presentar el Frente de Todos.

Los paralelismos son complejos. La Argentina no es Brasil. CFK está bajo ataque del lawfare y acaba de sufrir un intento de asesinato. Es probable que los jueces de Comodoro Py la proscriban para impedirle competir por cargos públicos. El autoritarismo judicial puede moldear toda la ecuación, como ocurrió con Lula en 2018. Sin embargo, haciendo el esfuerzo de dejar por un momento de lado ese elemento, el potente triunfo de Lula muestra que estos líderes no solo tienen vigencia en la memoria histórica de los “años felices” de la población, sino que son capaces de volver a construir grandes mayorías.

La otra cara de la elección brasileña es el abultado porcentaje de Bolsonaro a pesar de su catastrófico gobierno. ¿Por qué el 43 por ciento lo votó si no hay resultados positivos para mostrar? La corriente de extrema derecha que recorre el mundo está demostrando que el odio es un elemento potente para la cohesión política y electoral. Culpar al inmigrante, al excluido, de su propia realidad, funciona. Y no solo eso, también parece ser eficaz responsabilizarlo de lo que le falta a la clase media. Por oscuro que suene, culpar a las víctimas tiene resultado. Es una conducta que en el fuero íntimo sería descripta como la de un psicópata.

La confirmación de la eficacia del odio reafirmará la estrategia del ala dura de Juntos por el Cambio, encabezada por los halcones del PRO, como el ex presidente Mauricio Macri y su ex ministra de Seguridad Patricia Bullrich. También potenciará la búsqueda de una alianza de ese sector con el diputado de ultraderecha Javier Milei. El odio ha demostrado ser un gran negocio electoral. Y estos dirigentes no se sienten incómodos subiéndose a la oleada. Los políticos pueden acomodar su discurso por pragmatismo, pero incluso eso tiene límites. En el caso Bullrich y Macri, parece que se sienten liberados por una época que habilita el uso de la estigmatización y el marcar a un sector de la sociedad como el culpable de todos los males y, por lo tanto, el elemento que debe ser extirpado.

Son las fuerzas paradojales que potencia en la Argentina el resultado de la primera vuelta presidencial en Brasil. El 30 de octubre será la batalla final entre Lula y Bolsonaro. Entonces será más claro el impacto en toda la región.

Escrito por
Demián Verduga
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