Hacia el final de Nazareno Cruz y el lobo, el Diablo le pide a Nazareno ya muerto que cuando esté ante Dios le hablé de él, que le diga que quiere “volver a conversar”. El Diablo está cansado, y le recuerda: “Yo también, si Él quisiera, me repartiría como un pan de amor entre la gente”. Este diálogo sintetiza la apuesta ética y política del cine de Leonardo Favio. Contra la pretensión de extirpar “la semilla de todos los males” (fórmula de Cicerón en su discurso contra Catilina), Favio nos recuerda que ese presunto mal no puede aislarse, que la semilla de los males es Dios mismo, que no hay bien que por mal no venga. La fantasía de aniquilar el mal y su recurrente pasaje al acto corroen el sentido de la democracia, que encuentra su legitimidad más auténtica en la idea de negociación que impediría esa aniquilación.
La apuesta de Favio se nutre para esto de un elemento que pertenece al núcleo de la relación entre estética y política: el mito. Se trata de lo reprimido y sobre todo de su retorno: mito, que el lógos ilustrado pretende expulsar (de sí) desde el viejo sueño griego de la filosofía. El papel del mito en el cine de Favio –extremadamente visible en casi todas sus películas– ha llegado a constituir tal vez el punto álgido de discusión en torno a su obra.
Para la estética del siglo XX, el vínculo entre arte y política encuentra en la fórmula benjaminiana que opone estetización de la política y politización del arte el centro de gravedad de gran parte de sus discusiones. La estetización de la política es lo que se ejemplifica en las experiencias fascistas, al tiempo que la politización del arte parece haber quedado prometida en un comunismo que no fue. El mito cae en este esquema del lado del fascismo. Sin embargo, el mito como tensor y articulador de la relación entre estética y política encuentra en el ejemplo de Favio un caso que excede las oposiciones formuladas desde la experiencia europea.
Contar historias, una posible definición del carácter poético del mito, implica necesariamente algún tipo de imaginación figurativa, de invención fabuladora. Contar las historias que importan implica inventar sus pasados y sus porvenires. Pero el mito no se reduce nunca a una ficción, sino que implica una particular articulación política. Las historias se cuentan para inventar un ser en común, un pueblo. Y allí radica también su peligro: si el pueblo es el sujeto moderno de la política, inventarlo implica siempre una tarea que, si se entiende como pura figuración, dejará de lado la dimensión crítica que quizás un pensamiento emancipador exige para lo político. Es claro que este recupero del mito no es inocente. Una ficción fundadora puede convertirse en el infierno de los excomulgados, porque sin crítica, el mito puede convertirse en un riesgoso culto. He aquí lo que los románticos entendieron respecto de la importancia del arte y su vínculo con la política.
INTOLERABLE REALIDAD
En Favio, la cuestión del mito y su vinculación con el peronismo y la historia se enmarca en un determinado tratamiento de la memoria. Favio opera con una noción doble de memoria, si se quiere dialéctica: por un lado, como construcción de mitos, selectiva y alejada de todo presunto tribunal del registro historiográfico; por otro, precisamente en la medida en que es tomada como transmisión oral, la memoria toma al mito como “la historia más real que en todo el mundo ha sido” (palabras con que el narrador de Nazareno nos introduce en el relato). En efecto, el mito retorna en el cine de Favio con su intolerable realidad, que es la del inconsciente, la de los símbolos que son por esencia populares. Se trata de una memoria kitsch que se expresa sin ironías, que devuelve al arte a su vínculo cardinal con el cuerpo y las emociones. “Ese es nuestro oficio (…) testimoniar el llanto, testimoniar la historia, cantarle a la pasión, a la poesía: ser memoria”, supo decir Favio. Lejos de los minutos de silencio, de salas o bibliotecas vacías (como recuerdan los alemanes su historia reciente) y de todo conceptualismo minimalista, Favio propone un recuerdo atravesado por las pasiones, es decir, un recuerdo y una historia mezclados con el mito. El director Nicolás Prividera no se equivoca cuando dice que “el peronismo del último Favio es deudor de la hagiografía de Sucesos Argentinos” e interpreta: “Una vez más, la ilusión de la edad dorada y la inocencia perdida”. Pero se equivoca cuando piensa que ese elemento del cine de Favio lo condena a una incapacidad de revelar la historia del peronismo. El recuerdo de esa edad dorada muestra a las claras uno de los elementos primordiales de un peronismo que no existe separado de sus mitos: la idea de una “felicidad cumplida” (en términos de Daniel Santoro), una felicidad que no consiste en un ideal o meta de una historia que se desenvuelve teleológicamente. Favio afirma en más de una ocasión: “Porque una vez fuimos felices”. Pensar el peronismo sin incorporar el mito de “la patria de la felicidad”, esencial no solo en el relato del peronismo –como aparece sobre todo en los discursos de Evita– sino en su recuerdo, condenado a casi veinte años de proscripción, sería quitarle al peronismo uno de sus nervios vitales.
El arte moderno supo parir su contraparte acrítica. Desde la autopercepción crítica del arte moderno, el kitsch fue demonizado y explicado como un mal a erradicar, fue precisamente por este vínculo con el mito, con un ámbito anterior al progreso y sobre todo anterior a la crítica. La felicidad desacreditada, inferior, que afirma el kitsch, remite a un presente sin futuro, la vivencia de la felicidad desprendida de toda “promesa de felicidad”. El propio Theodor Adorno ha considerado alguna vez a la felicidad como el espacio donde es imposible la reflexión autoconsciente: “Ningún ser feliz puede saber que lo es (…) El que dice que es feliz miente en la medida en que lo jura, pecando así contra la felicidad, solo le es fiel el que dice: ‘Yo fui feliz’. La única relación de la consciencia con la felicidad es el agradecimiento: ahí radica su incomparable dignidad”. Las palabras de Favio resuenan aquí: “Yo fui feliz”. Aún el pensador más agudo de la teoría crítica tuvo que admitir que, en la felicidad, hay algo que escapa a las mediaciones. El cine de Favio revela así que el mito, tan temido para la actitud ilustrada, no puede extirparse de la historia. Y que en la integración de esa dimensión mítica se esconde también el secreto de la democracia, que no es otro que poner un dique a la pretensión de sacar de raíz aquello en lo que proyectamos la causa de nuestros males.