El 13 de septiembre de 1907 comenzó en la ciudad de Buenos Aires una huelga general de inquilinos que abarcó a unos cien mil huelguistas en una docena de ciudades del país. El gobierno de José Figueroa Alcorta había anunciado un aumento de impuestos municipales para el año siguiente y los previsores propietarios decidieron anticiparse aumentando inmediatamente los alquileres un 30 por ciento.
La indignación corrió de boca en boca, de pieza en pieza entre los inquilinos, trabajadores migrantes, los más pobres entre los pobres. Por entonces, en nueve de cada diez habitaciones vivía una familia completa. Muchas veces eran cuartos oscuros, sin ventanas, sin otra entrada de aire y luz que la puerta. El 22 por ciento de los conventillos no tenía ni baños ni letrinas, se debía utilizar los públicos que había de tanto en tanto. En otros, había un baño cada cien habitantes y eso generaba, por supuesto, choques y trifulcas.
Desde finales del siglo XIX, los médicos sanitaristas, como Guillermo Rawson, habían llamado la atención acerca de las consecuencias en la población de las condiciones de vida en los conventillos: “De aquellas fétidas pocilgas, cuyo aire jamás se renueva y en cuyo ambiente se cultivan los gérmenes de las más terribles enfermedades, salen esas emanaciones, se incorporan a la atmósfera circunvecina y son conducidas por ella tal vez hasta los lujosos palacios de los ricos”.
Esas piezas eran vivienda y taller. Las mujeres –costureras, sombrereras, encimadoras, planchadoras, que cobraban por pieza entregada– producían a destajo en la oscura pieza del conventillo, que servía de cocina –solían tener un brasero–, dormitorio y taller de la familia, ya que todos los niños colaboraban de algún modo con las labores maternas. A veces, durante el día, la familia alquilaba la cama a un conocido para hacerse de unos pesos.
Los conventillos, donde convivían migrantes de distintas nacionalidades, y especialmente el patio del conventillo, fueron un extraordinario espacio de socialización, de confraternización, de construcción de un lenguaje común y, de algún modo –lo mismo que la escuela pública–, de la construcción de una nueva identidad nacional: la de “los argentinos”.
El alquiler de las piezas, ocho veces más caras que las de los inquilinatos en Londres y en París, insumía entre el 30 y el 40 por ciento del salario obrero, siempre y cuando hubiera trabajo. Porque los obreros de la carne solo cobraban cuando había matanza; los de la construcción, si no llovía. El trabajo domiciliario de las mujeres estaba atado a los vaivenes de la demanda.
“La olla podrida de las nacionalidades”
Los conventillos habían proliferado en Buenos Aires y otras ciudades al ritmo vertiginoso de la inmigración, y les dieron un nuevo uso a las casonas patricias abandonadas después de que la epidemia de fiebre amarilla, en 1870, espantara a las familias acomodadas hacia las quintas del norte de la ciudad. La crisis de vivienda generada por el arribo de cientos de miles de obreros y campesinos europeos permitió que la aristocracia porteña diera un destino lucrativo a los antiguos solares familiares, a través de la subdivisión de sus espaciosas habitaciones, para convertirlos en inquilinatos. Algunas familias, como los Bullrich y los Bencich, acumularon fortunas comprando tantas propiedades como para regular a su antojo el mercado de alquileres. No existía ninguna normativa que reglamentara cómo debían ser esas construcciones vetustas e insalubres.
A comienzos de 1880, ya había por lo menos 1.770 conventillos, en los que vivían 51.915 personas repartidas en minúsculas habitaciones de material, madera y chapas. Hacia 1904, ya eran 2.462 conventillos, con 43.873 habitaciones. Cuando se saturaron las casonas históricas, los propietarios construyeron a toda velocidad “pajareras” con habitaciones cada vez más pequeñas, sin ventilación ni luz, en general unidas por pasillos angostos y varios patios.
Los conventillos fueron una importante fuente de recursos –ninguna inversión dará más ganancia, dice un cronista de la época–, pero también un lugar odiado “porque eran el caldo de cultivo de las ideas foráneas”. Santiago Estrada, vocero de la Iglesia, escribía en 1889: “El conventillo es la olla podrida de las nacionalidades y las lenguas (…) En ellos crecen, como la mala hierba, centenares de niños que no conocen a Dios, pero que dentro de poco tiempo harán pacto con el diablo. Carecen de la luz del sol, y se desarrollan raquíticos y enfermizos, como las plantas colocadas a la sombra carecen de la luz moral, y se desarrollan miserables, egoístas, sin fuerzas para el bien”.


“Contra la avaricia de los propietarios”
Todo comenzó en el barrio de Barracas, más precisamente en la calle Ituzaingó 279/235, en el conventillo llamado Los Cuatro Diques, porque sus cuatro patios estaban dispuestos del mismo modo que los diques del puerto de la ciudad. El enorme y mugroso edificio de 132 cuartos donde vivían 130 familias pertenecía a la familia Bencich, propietaria tanto de residencias de gran lujo como de esos horribles palomares insalubres donde sobrevivían como podían miles de familias.
Una asamblea de vecinos –muchos vinculados con la FORA, la central obrera anarquista– votó en gallego, italiano, idish, ruso, polaco, una resolución unánime: desconocer el aumento de los alquileres. Hasta que no se les descontara, no pagarían más.
Al día siguiente, decenas de conventillos se plegaron. La Cueva Negra, de Bolívar entre Cochabamba y Garay; Las 14 Provincias, de Piedras y San Juan; El Conventillo de La Paloma, de Villa Crespo, que inspiró el célebre sainete de Alberto Vacarezza y había sido edificado para los obreros de la Fábrica Nacional de Calzado, con un centenar de habitaciones a lo largo de un pasillo interminable y angosto, que hasta hace pocos años unía Thames con Serrano.
En Buenos Aires el 20 por ciento de la población vivía en conventillos. En pocos días se plegaron quinientas casas de inquilinato que a fin de mes ya eran dos mil. En Rosario fueron unos trescientos. La huelga creció a un ritmo sorprendente. Organizados en un comité revolucionario anarquista, nuclearon a cien mil huelguistas en Buenos Aires y alrededor de cuarenta mil más en Avellaneda, Lomas de Zamora, Rosario, Bahía Blanca, Mar del Plata, La Plata, Mendoza y Córdoba, entre otros lugares. Reclamaban la quita del aumento del 30 por ciento, mejora de las viviendas y eliminar los tres meses de depósito. “Nuestra divisa contra la avaricia de los propietarios debe ser: no pagar el alquiler”, rezaba el manifiesto liminar.
El poder de las escobas
En cada conventillo se creó un comité de vecinos que controlaba el lugar. Los caseros o inquilinos principales –representantes del dueño, que cobraban los alquileres e imponían las normas de convivencia– perdieron toda autoridad. Juan Summo, casero del conventillo de Hernandarias 1756, en La Boca, primero se burló de los reclamos. Pero entonces los vecinos votaron no comprar más en el almacén que Summo tenía enfrente. Fue un buen llamado a la reflexión: después de ver el almacén vacío, el hombre hasta costeó la impresión de los volantes.
Durante dos meses los inquilinos lucharon denodadamente. Unos pocos propietarios aceptaron los reclamos pero la mayoría apeló a la fuerza pública, exigiendo al gobierno de Figueroa Alcorta el desalojo compulsivo. Los intentos de conciliación del intendente de Buenos Aires, Torcuato de Alvear, fracasaron ante la intransigencia de los dueños, que pedían mano dura.
Entonces creció el protagonismo de las mujeres y los niños en la defensa del hogar. Ausentes los hombres durante el día, ellas y sus hijos enfrentaron los desalojos y a las autoridades con uñas y dientes, armados de escobas, piedras, maderas y calderos con agua hirviendo. Defendían lo que les pertenecía o, como decía el manifiesto de los huelguistas, “el derecho a vivir”.
De día patrullaban las mujeres y los niños; durante la noche, montaban guardias y las puertas de calle se cerraban con cadenas junto a piedras, palos y todo lo que sirviera para disuadir el desalojo.
Los diarios y revistas de la época describieron atónitos y con cierta simpatía hacia los huelguistas la conmoción que vivían los barrios del sur de la ciudad. La revista Caras y Caretas cuenta el 21 de septiembre: “Hasta los muchachos toman participación activa en la guerra al alquiler. Frente a los objetivos de nuestras máquinas, desfilaron cerca de trescientos niños y niñas de todas las edades, que recorrían las calles de La Boca en manifestación, levantando escobas ‘para barrer a los caseros’. Cuando la manifestación llegaba a un conventillo recibía un nuevo contingente, que se incorporaba a ella entre los aplausos del público”.
“En el conventillo de la calle Chile 864 se produjo un gran desorden debido a que se presentó un oficial de justicia con una cédula de demanda contra uno de los huelguistas. El oficial se vio obligado a retirarse de la citada casa, a causa de que las mujeres, armadas de escoba, palos y otros objetos los amenazaron”, decía La Prensa el 1 de noviembre.
Los patios de las grandes casas de inquilinato, donde reinaban las “agrupaciones filodramáticas”, las fiestas y el tango, se convirtieron en sede de interminables asambleas, con arengas para fortalecer la huelga y el debate de las estrategias para frenar los desalojos. Había manifestaciones callejeras que iban de conventillo en conventillo en las que los chicos blandían las escobas. De hecho, una de las primeras manifestaciones fue la “marcha de las escobas” en el barrio de La Boca, donde cientos de criaturas desfilaron con sus madres enarbolándolas.
Pero los propietarios estaban decididos a quebrarles el brazo a los huelguistas a cualquier precio, y contaban con el apoyo incondicional del gobierno. En el intento de desalojo del conventillo 14 Provincias –donde vivían más de doscientas familias–, la policía, dirigida por el coronel Ramón Falcón –el futuro carnicero de la Semana Trágica de 1919–, fusiló a Miguel Pepe, un español de 17 años. El muchachito, días antes, había llamado la atención del coronel Falcón con un discurso: “Barramos con las escobas las injusticias de este mundo”, había dicho.
La crónica del funeral es conmovedora: “Delante iba la carroza y seguidamente el féretro, conducido a pulso por ocho mujeres, que se turnaban de trecho en trecho con otras tantas. Seguían al féretro unas ochocientas o mil mujeres, en su totalidad de 15 a 20 años, todas moradoras de los conventillos en huelga. Más atrás venían las mayores y los obreros, en número de dos mil aproximadamente” (El Tiempo, 24 de octubre de 1907).
El féretro de Miguel Pepe fue llevado a pulso desde Chacabuco y Humberto 1° hasta la Chacarita, pero a cada momento, y durante todo el trayecto, hubo varios choques con la policía que obligaba a abandonar el cajón en la calle y reiniciar el camino. En la sepultura de Miguel Pepe se colocó una placa que decía: “Víctima de la huelga de inquilinos, asesinado por la policía”.
Los huelguistas contaron con la solidaridad de otros gremios. Los carreros llevaban a los desalojados a los campamentos organizados por los sindicatos anarquistas, los gastronómicos garantizaban las ollas populares que se nutrían del aporte de trabajadores de todo el país.
Sin embargo, fue inevitable el proceso de desgaste. El golpe de gracia contra la lucha de los inquilinos ocurrió el 14 de noviembre, cuando 250 soldados armados con Máuser y bayonetas invadieron Los Cuatro Diques, el conventillo donde se había iniciado la huelga, y lo transformaron en base de la milicia.
Acto seguido, el gobierno aplicó la Ley de Residencia, que permitía la expulsión del país de cualquier extranjero “que atentara contra el orden público”. Miles fueron desalojados, otros enviados a la cárcel y muchos expulsados del país, entre ellos María Collazo y Virginia Bolten, las obreras anarquistas editoras del periódico femenino La Voz de la Mujer.
En su autobiografía, otra destacada militante anarquista, Juana Rouco Buela escribió: “A mis 18 años me consideró la policía un elemento peligroso para la tranquilidad del capitalismo y del Estado y me deportaron”.
En los conventillos más organizados, los propietarios prefirieron ceder a las demandas. En los más débiles, se impusieron los desalojos. Muchas familias compartieron su pieza con los que se quedaban sin techo. Otros buscaron refugio en las plazas y baldíos.
La huelga solo arrancó pequeños triunfos parciales pero sin duda puso al rojo vivo la horrible condición en la que vivían los sectores populares. Habrá que esperar a 1921, durante el gobierno de Yrigoyen, para que se prohíba excluir a las familias con hijos menores de los alquileres y se asegure un contrato mínimo de un año y medio. Ese mismo año se prohíben los desalojos, una ley que se renovará en varias oportunidades.
Hacia 1940, todavía unas 180.000 familias obreras con un promedio de tres o más hijos vivían en piezas de inquilinato, pero otra forma de vivienda precaria comenzaba a imponerse: las villas miseria.