Adentrarse en la Historia, con mayúscula, es empezar a navegar por ríos con aguas revueltas, ramificaciones y posibilidades. Si lo que queremos es meternos con la historia de las mujeres en la Independencia de nuestro país –o de nuestra Latinoamérica, porque así se fueron generando las sucesivas revoluciones y libertades a nivel continental–, el río se nos vuelve más difícil de navegar aún.
Hay que buscar libros perdidos, remover historias orales que viajaron de año en año, empezar a vincular las biografías de algunas para entrever que muchas lucharon juntas o que, al menos, compartieron territorios y ejércitos. Se trata, más o menos, de reescribir la historia; de cambiar el punto de vista y poner el foco en ellas, las que no se detuvieron a escribir diarios de guerra, las que muchas veces trabajaron escondidas y en silencio, las que parieron hijas e hijos, las que los perdieron en las batallas; las que amaron a hombres con quienes compartían el abrazo a las causas libertarias.
Y así llegamos a Martina Silva de Gurruchaga, una mujer salteña que resulta el ancestro del Cuchi Leguizamón. Que era su bisabuela, que el Cuchi era su descendiente. ¿Será que de la sangre de Martina le viene la vocación de defender al pobrerío? ¿Será que las causas justas le latían en ese ADN que conecta pasado con futuro? En medio de las batallas, una; a través del arte y los derechos humanos, el otro; la sangre que hervía ante las injusticias era la misma.
Martina nació en Salta el 3 de febrero de 1790. Para 1810, la revolución sacudía a América, y Salta estaba entre la revoltosa Buenos Aires y el agitado Alto Perú, de donde venían los hombres que egresaban de la Universidad de Chuquisaca. Fue por ese año que se casó con José Fructuoso de Gurruchaga, con quien tuvo seis hijos. Próspero comerciante, José ocupó importantes cargos públicos en la ciudad, pero sobre todo llevaron ese amor a un plano más grande: la lucha por los ideales libertarios. En su casa de los Cerrillos, al sur de la ciudad, empezaron las reuniones para discutir sobre política y luego fue lugar de hospedaje para los patriotas que llegaban a defender el territorio.
UNA CAPITANA Y UN MANTÓN
Cuando el Triunvirato en Buenos Aires le ordenó a Manuel Belgrano que se retirara con su ejército hacia Córdoba, don Manuel tejió alianzas con las provincias del norte para dar batalla al avance realista. Primero fue el Éxodo Jujeño, después el triunfo en la Batalla de Tucumán, en septiembre de 1812. Y desde allí partieron hacia Salta, que estaba ocupada aún por realistas y a quienes se habían sumado los que se habían retirado desde Tucumán después de la derrota.
Y el espíritu de libertad ardía en aquella ciudad. Las y los patriotas se preparaban en secreto para brindarle apoyo a Belgrano desde hacía tiempo. Fueron ellas, muchas de ellas, las que generaron una red de espionaje para conocer cada movimiento realista: llevaban mensajes ocultos entre las polleras y en canastas, organizaban bailes para poder “llevar y traer” más cubiertas, y también trabajaban de incógnito cuando entablaban amistades (y hasta amores) con los realistas.
Belgrano se encontró con una ciudad organizada, con fuertes donaciones (entre las que se encontraban los aportes del matrimonio Silva-Gurruchaga), pero el punto cumbre sucedió el día de la Batalla de Salta. Ese 20 de febrero de 1813, Martina Silva partió desde su casa al mando de un pelotón de soldados que había formado con peones y gauchos. Montados a caballo y vestidos con ponchos azules, bajó de Febrero, cruzó las lomas de Medeiros y fue hacia Castañares para salir al encuentro del general Belgrano. En el libro Historia del general Martín Güemes y de la provincia de Salta, o sea de la Independencia argentina, de Bernardo Frías (1971), puede leerse: “Aparecía también en aquellos momentos, coronando las lomas de Medeiros, gran porción de paisanos a caballo, que al verlos así a lo lejos, como en Suipacha, produciría acaso en el ánimo de las tropas la idea asustadiza de que un nuevo ejército les venía por la espalda, y acabaría por decidirlos a la fuga. La tal aparición se debía a la combinación de algunas decididas señoras patriotas de la ciudad, que aquella mañana montaron a caballo y que apoyándose en la pequeña fuerza que había preparado una de ellas, doña Martina Silva, recorrieron la tierra que quedaba a espaldas de aquellas lomas, que era muy poblada de campesinos agricultores, los recogieron a todos y los arrearon a la batalla”.
Así, arriando y arengando, llevó Martina este pelotón. Dicen que dicen que fue fundamental para aquella victoria. Cuentan que cuentan que luego llevó una bandera bordada que sirvió en las guerras del Alto Perú. Escriben que escriben que Belgrano la nombró capitana del Ejército Patriota (y no debe sorprendernos a esta altura, porque también honró con ese título a Juana Azurduy y a María Remedios del Valle) y que le entregó un manto de seda como ofrenda con unas palabras más o menos así: “Señora, si en todos los corazones americanos existe la misma decisión que en el vuestro, el triunfo de la causa por la que luchamos será fácil”. Y el eco de esas palabras resuena en el tiempo con la libertad asegurada.
Martina murió vieja, el 5 de marzo de 1873, como casi todas las luchadoras de aquella época. Y como toda revolucionaria, vivió pobre y sin reconocimiento de pensiones. Por eso hacía empanadas para poder sobrevivir. Sin embargo, lo que nunca le faltó en Salta fue el reconocimiento de su pueblo, que la siguió queriendo, saludando con cariño cuando paseaba por la calle y con la guardia del Cabildo que le ofrecía armas a su paso y la reconocía por su título de capitana.