Todo poeta que se reconoce y se advierte surrealista se ampara en la subvención onírica. Es cierto que las imágenes que visitan nuestras noches, en palabras de Albert Béguin (El alma romántica y el sueño), siempre funcionaron como inspiración y recurso. Pero son concretamente los autores del romanticismo quienes se apropiaron del sueño de un modo poderoso, considerándolo un “leitmotiv dominante” y asumiendo sus formas dislocadas y bárbaras como una posibilidad estética. “Menos instintivo, poseedor de un conocimiento relativamente claro de sus propios gestos, el romántico asiste al nacimiento del poema, al advenimiento de la imagen, y contempla con su mirada cómo suben los materiales desde la sombra hasta la plena luz de la manifestación de la forma. Si trata de imitar el proceso de los sueños, es justamente porque tiene conciencia de las afinidades que existen entre ese proceso y el de la imaginación creadora”, describe con precisión Béguin.
Esta somera introducción, que esclarece procedimiento y resultado, animará el acercamiento a la voz de una de nuestras poetas mujeres menos transitada: Celia Gourinski (Buenos Aires, 1938-2008). Su obra, inscrita con deliberación en el movimiento surrealista argentino que encabezó Aldo Pellegrini, era inhallable hasta hoy. Unos cuantos años le llevó a la exquisita editorial Hilos acopiar los materiales necesarios para invocar a Gourinski con justicia. Al cuidado de la poeta María Mascheroni, amiga de la autora, En ocasión de la aparición de un cometa reúne no solo los libros de Gourinski publicados en vida, sino textos inéditos, además de entrevistas, fotos, dibujos y otras imágenes rescatadas que revelan la intimidad de la escritura, la prepotencia de la letra manuscrita y demás detalles que irradian luz sobre la obra y afectuosidad sobre la autora: se trata de la sección “Constelaciones”, que reúne escritos de compañeros de grupo, amigas y amigos poetas, además del conmovedor texto de su hija, Verónica Lesca. Una reunión de materiales que hacen de esta edición un libro objeto de gran belleza.
Recalo en el inédito “Madre Intemperie” –acaso un oxímoron que aturde el instante de nuestra llegada al mundo–, que exaspera la estética del sueño y abre un juego con movimientos disruptivos del lenguaje. Cada poema, un temblor de cielo que nos sumerge en la agonía de la luz, en la impiedad del asombro. A manera de prólogo (título del primer poema), Gourinski nos instala en el clima que no debemos abandonar durante la lectura (¿será un guiño, una advertencia, un modo de extirparnos, no sin violencia, de este mundo crudo y enviciado?):
“–Madre, por qué me pariste huérfana?
–Todos nacemos huérfanos –contestó con la ira del amor
No desesperar; hay una madre que no muere y nos
protege en nuestro siempre: Madre Intemperie
nuestro amparo nuestro abrigo, oh madre que
nunca abandona
La crueldad que nos celebra”
Qué poema desintegrador y perfecto. Qué final arrollador como una ceremonia del quebranto.
El sueño no tiene borde, dice la filósofa Anne Dufourmantelle. ¿Tiene borde el poema? No responder anima nuestro lenguaje a desligarse del formato que domina, el logos, el lenguaje que da en el clavo, que acierta y tranquiliza. En cambio, el poema, de contornos tan imprecisos como cincelados, nos sume en la paradoja y la inoperancia que el pragmatismo capitalista intenta disuadir.
Gourinski es una poeta que lleva al máximo esta estética del derrumbe, fuente viva de fuego, que dispersa su ardor por donde se la lea:
“Quiero decir que lo oscuro
que lo pálido
que lo demente
balbucea apenas un astro que en otra gravedad retorna al
silencio.
Punta del silencio que descubre”.
Detrás de la desconfiguración onírica, batalla el lenguaje en busca de un sentido que se inmole en el poema: “llevaré el mundo a la anciana y más elevada estrella/ y contemplaré el mundo desde este mundo/ aquí// estrella mírame por dentro estoy afuera”.
No hay modo de encajar las piezas cuando leemos a Gourinski. Cuando sentimos que llegamos (a la aridez del sentido, a la zona cenicienta, carbonizada, de la palabra), el espacio se desintegra y el vacío regresa a libarnos con su nada de luciérnagas.
El repentino cambio de escenario nos deja caer en un próximo poema. Así sucesivamente, la poesía desanda un camino de voces en permanente exilio. “Hay bellos versos que no tienen que ser comprendidos –acierta el poeta francés René Ménard–. Tienen que tener lugar en nosotros mismos.”

“Palabras poderosas objetos mudos”
La obra de Gourinski –cuantitativamente breve, larga hacia dentro de sí misma– se dirige al centro de la Tierra donde se desparrama en el fuego que arde entre los “objetos mudos”. “Triste/ un mundo/ es poco/ para el que enloquece”. Son ocho títulos, incluyendo el que nos compete, En ocasión de la aparición de un cometa, eternos de tan punzantes: El regreso de Jonás (1971); Acaso la tierra (1972); Muecas (1978); Convexidad y concavidad (1981, inédito); Instantes suicidas (1982); Inocencia feroz (1999); Madre Intemperie (inédito) y un sorprendente puñado de poemas inéditos.
“Como yo evito tanto escribir poesía y escribo solamente cuando estoy realmente disparada al vacío, escribo una vez cada diez años; evidentemente hay cambios estilísticos, pero no de estética trascendental, y para nada de identidad; el motivo es el mismo, se trata de la misma raíz y del mismo árbol, pese a que salgan frutos verdes y después pájaros azules. Me soy extremadamente fiel”, reveló en una entrevista publicada originalmente en El Vendedor de Tierra en 1997, y reproducida ahora en el libro que nos compete.
Tenía 15 años Gourinski cuando el poeta Francisco Madariaga pasaba a buscarla por la casa de sus padres y la incluía en las veladas que organizaban Oliverio Girondo y Norah Lange. Así, poco a poco, fue afincándose en el universo de los dislocados: los arcanos del surrealismo argentino. Sin embargo, más allá de los lineamientos que este movimiento en particular agitaba como estética e ideología, Celia Gourinski trazó su propio rumbo porque, como todo auténtico poeta, logró que lo imposible (la vastedad de los sueños, la desolación y la pena, la finitud y la impaciencia) se aliara con lo inevitable, que es donde el lenguaje se activa poema.

“Me despido cada vez que llego
Espero demasiado, espero esperar, tanto espero
agobiada que se cansa la espera y no me queda
nada
Déjame la espera, no tengo nada, apenas esperar sin
luces que cambien, esperar sin tiempo, recordando
otra espera
La playa seca,
nunca se acaba el morir
y no sé qué
y no sé quién
ni hambre, ni luz, ni sed, ni sombra, ni la herida
que duele
que duela
Nunca se acaba el morir”
Genuina, arriesgada y perturbadora, la obra de Gourinski vibra en la opacidad del contratiempo y resplandece: “Un poeta que no se plasma en el poema muere”. El propio Aldo Pellegrini, con su disciplinada severidad, la sorprendió con un prólogo, luego de que Celia le diera a leer su primer libro, El regreso de Jonás: “La aparición de un libro como el de Celia Gourinski constituye un acontecimiento poco frecuente en un medio como el nuestro tan huérfano de poesía a pesar de la abundancia de los autodenominados poetas”.