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Caras y Caretas

           

El hambre confinado en un museo

Foto: Patricia Rosas

Con la premisa fundamental de alcanzar la soberanía alimentaria, el Museo del Hambre tiene sus puertas abiertas desde hace cinco años. Su fundador, Marcos Filardi, trabaja para erradicar la desnutrición y concientizar a la población sobre los beneficios de la agroecología.

Bajar a un sótano una noche invernal porteña puede ser una experiencia sombría donde cada escalón lleva a un espacio incierto, oscuro. Tampoco es prometedor el nombre: Museo del Hambre. Al ingresar, un poema de Neruda escrito en cursiva sobre la pared advierte: “No comer es un profundo hueco, es verde, tiene espinas como una cadena de anzuelos que te cae desde el corazón y que te clava por adentro”.

Sin embargo, la escalera conduce a una gran sala donde espera un banquete multicolor de alimentos caseros agroecológicos para compartir. Hay pinturas al óleo que invitan a explorar nuestro vínculo con la naturaleza, guardapolvos intervenidos por artistas que denuncian los efectos de los agrotóxicos en las escuelas rurales fumigadas, muebles que alojan centenares de semillas diversas. Sobre una pared completa, un mural inmortaliza a referentes de la lucha por la causa: el investigador de los efectos nocivos del glifosato Andrés Carrasco, la militante y “guadiana de semillas” Anita Broccoli, y la Mujer Africana Innominada que simboliza nuestro inicio como especie.

Es 1 de agosto, quinto aniversario del Museo del Hambre, un espacio creado por el ambientalista y abogado Marcos Filardi en el sótano de la casa de sus padres, en el barrio porteño de San Cristóbal. Las sillas, orientadas hacia el mural, están todas ocupadas. En los espacios libres, el resto de los asistentes están parados o sentados en el piso. Frente a ellos, Coco, un aborigen coya, encabeza la ceremonia de la Pachamama, igual que en el día de la inauguración del museo, cinco años atrás. Inmersos en una sahumada de hierbas purificadoras que ahuyentan los malos espíritus, se ofrecen semillas y caña con ruda a la Madre Tierra, representada en una maceta, quien nos protege, nutre y sustenta.

La integración de las costumbres ancestrales con la voluntad de respetar la naturaleza como camino hacia un mundo sin hambre está en la base del proyecto de soberanía alimentaria que se promueve desde este centro. Marcos Filardi, el coordinador del Museo, irradia su habitual buen humor dispuesto a explicar de qué se trata y qué perspectivas aparecen en el camino.

“La soberanía alimentaria como paradigma tiene varios componentes fundamentales. Sobre todo, tiene una narrativa de vida. Está basado, en el Sumak Kawsay, el ‘buen vivir’ de los pueblos originarios. Denota un modo de ser, estar y habitar el territorio en armonía con otros seres humanos y con la naturaleza, de la que somos parte”, dice.

Génesis

Marcos Filardi tenía 5 años y estaba mirando la televisión. Pero la imagen que vio salir de la pantalla no era ni El Chavo del Ocho ni La Pantera Rosa: “Niños de mi edad morían de hambre”. Entre 1984 y 1985 murieron un millón de etíopes sencillamente por no tener nada para comer. Las cámaras de televisión de Occidente transmitían una hambruna televisada. Esas imágenes perduraron y le generaron el deseo de luchar para erradicar el hambre del mundo. “¿Por qué sucede esto?”, se preguntaba.

“Esa es la pregunta que me acompaña y me aguijonea desde chico. Todo lo que hice después en algún punto es un intento personal de responderme y de responder colectivamente.”

Estudió abogacía, y se especializó en la alimentación como derecho humano. “La sociedad tiene que garantizar ese derecho. No podemos permitir que alguien se nos muera de hambre o que no tenga acceso a una alimentación adecuada. Es un límite que no podemos tolerar”, dice.

En 2006, con título en mano, decidió realizar un largo viaje a África para comprender los problemas concretos que generan las hambrunas en cada uno de los países afectados. Luego viajó a India y Bangladesh, donde conoció al Nobel de la Paz Muhammad Yunus, a quien escuchó afirmar en una conferencia: “Tenemos todo para encerrar a la pobreza en un museo”. Diez años después, fundó el Museo del Hambre.

El museo en acción

Cine-debates, exposiciones artísticas, grupos de danza, obras de teatro, presentaciones de libros, talleres y charlas vinculados con la soberanía alimentaria y rondas de canto senegalesas son parte de la nutrida actividad cultural que tiene el museo. Su biblioteca popular ofrece y recibe libros. La confianza y la generosidad están presentes y por eso los libros van, vuelven y la biblioteca crece.

El albergue transitorio de semillas es una herramienta eficaz para difundir el movimiento. En cada encuentro Marcos anuncia la producción, almacenamiento e intercambio de semillas que se lleva a cabo. Cualquier visitante puede retirar semillas cuidadosamente archivadas con el compromiso de generar vida en su balcón, huerta o en el espacio que se tenga disponible. Los más conocedores son elegidos como padrinos de semillas. Estos tienen la responsabilidad, no solo de plantarlas, sino también de multiplicarlas. Además, el museo está vinculado con la Red de Albergues Transitorios de Semillas con la finalidad de que estas circulen libremente.

En un lugar accesible, se encuentra una caja de dulce de leche a modo de alcancía. Allí, los visitantes aportan lo que quieren o pueden para mantener el lugar y sus actividades.

Una Tiébélé porteña

–Quiero armar una choza africana en la terraza.
–Hacé lo que quieras.

Cuando otorgó el permiso, la madre de Marcos no imaginaba lo que su hijo tenía entre ceja y ceja: la réplica de una choza del pueblo de Tiébélé, en Burkina Faso, sobre la terraza de la casa familiar, ubicada sobre la avenida San Juan, a metros de Alberti. Un monoambiente circular de adobe con techo de paja, pintado y decorado a semejanza de una de las viviendas que se encuentran en ese pueblo. Para lograrlo, necesitó ayuda de más de veinte personas que se entusiasmaron con el proyecto. Tardó dos años. Habita “la choza” desde agosto de 2019.

El resto de la terraza está ambientada con pinturas de animales y personajes mitológicos que cuentan el origen de la humanidad, la creación del día y la noche, y otras leyendas. Sobre una pared, el mural de un búho advierte que no hay que cosechar antes de tiempo y que hay que hacerlo en comunidad.

Marcos y su grupo periódicamente pasan una jornada plantando, trasplantando, recolectando semillas, preparando compost e intercambiando saberes. Los espacios disponibles se van ocupando con macetas improvisadas a partir de contenedores de telgopor, cubiertas de autos, canastos de plástico.

Foto: Patricia Rosas

Soberanía alimentaria

Marcos se expresa de una manera continua, sin pausas ni dudas. Mira a los ojos para asegurarse de que sus ideas sean comprendidas. Transmite convicción y energía. Sus manos se expresan a la par de sus palabras magnéticas. Para él, la agricultura es una aventura colectiva que lleva diez mil años y tuvo una continua evolución donde los agricultores, especialmente las mujeres, se han ocupado de identificar la planta más fuerte, más robusta, y preservar semillas de cada cosecha que sirvieron para las siguientes siembras o para compartir e intercambiar con otros campesinos.

“Es una co-creación. Hay una intervención cultural humana muy fuerte junto con la naturaleza. Esa transformación dio lugar a toda esa riquísima diversidad genética que tenemos. Diversidad genética que ha sido arrasada en los últimos cien años como consecuencia del mercado mundial de semillas comerciales. Cuatro corporaciones detentan el control del 75 por ciento de ese mercado mundial.”

Surge la necesidad de recuperar la soberanía alimentaria; que cada pueblo pueda decidir qué producir, cómo hacerlo y qué consumir.

Un camino de esperanza

La agroecología favorece una forma de vida comunitaria en la que el lucro no es el factor principal, la producción de alimentos favorece la biodiversidad, la naturaleza es respetada; el hambre ya no sería un problema.

Marcos enumera las herramientas con que se cuenta: “Agroecología extensiva, permacultura, agricultura biodinámica, distintos modos, en plural, de habitar los territorios que nos permite obtener y producir alimentos sin agredir a la naturaleza. Somos el aire que respiramos, somos el agua que bebemos, somos los alimentos que comemos, somos naturaleza”.

Cuando se entusiasma, Filardi habla sin pausa, pero con términos precisos y claros: “La soberanía alimentaria no se opone a la exportación de alimentos. Pero hay que definir prioridades: atender las necesidades alimentarias de los 47 millones de habitantes que somos. Si hay un excedente, que se pueda compartir con otros pueblos. El tema es qué decidimos producir. Si seguimos produciendo granos, oleaginosas, con bajo valor agregado, con paquete tecnológico muy caro que genera daños en la salud, contamina el aire, el suelo, el agua, todos los impactos negativos que tiene este modelo productivo, o lo transformamos para especializarnos en la producción de alimentos sanos; no solo para alimentar a nuestro pueblo, cuidando nuestros bienes comunes naturales, sino para exportarlos y compartirlos con otros pueblos”.

La buena noticia, sostiene, es que el país ya supera el millón de hectáreas cultivadas con criterios agroecológicos. Este sistema favorece el arraigo, genera mayor cantidad de mano de obra, produce alimentos sanos y utiliza insumos locales. Además, genera menor daño ambiental y mantiene la biodiversidad.

Presente y futuro

Según la Fundación Conin, dedicada a la lucha contra la desnutrición infantil, el 60 por ciento de los niños argentinos están malnutridos: tienen desnutrición, sobrepeso u obesidad.

Los alimentos sanos no son accesibles para toda la población. Los medios nos incitan a consumir productos ultraprocesados que perjudican nuestra salud y generan todo tipo de desarreglos.

Parece necesario citar a Hipócrates, considerado el padre de la medicina, que aconseja desde su Grecia natal hace más de cuatrocientos años antes de Cristo: “Que la comida sea tu alimento y el alimento tu medicina”.

La soberanía alimentaria está aún lejos de cumplir sus objetivos. El optimismo y la determinación de Marcos Filardi y de las redes de trabajo con que intercambia ideas, luchas y prácticas generan una creciente toma de conciencia en la sociedad. Allanan un camino para lograr la soberanía alimentaria plena y confinar el hambre en los museos para siempre.

Escrito por
Javier Levis y Ramiro Pozzo
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