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Caras y Caretas

           

Siempre se vuelve a Balderrama

Nunca fue lo mismo escuchar que sentir. Puede, la música puede nombrar el alma. Puede el sonido de la tierra ser el eco lejano de la adolescencia cuando la patria se asomaba en una idea, en un ritmo, que iba más allá de las bacanales familiares con primos y tíos, y se extendía primero al barrio, luego a los caminos de norte a sur, de este a oeste, donde se desplegaban en un mapa escolar, primero, y luego en imágenes y viajes adolescentes el mar, la montaña, el desierto sonoro de las bagualas, zambas y, luego, mucho después, los amigos, la bohemia, el amor y claro, el sexo redimido, el tango y el rock de las ciudades de la furia.

Y nunca fue lo mismo escuchar que sentir: por ejemplo, estar en un fogón de mochilera en los años 60, o en el vagón del tren Estrella del Sur que nos llevaba a través de un lento y polvoriento cruce de las sequedades pampeanas rumbo a Bariloche, y escuchar del compañero de aventuras que nos gusta que nos susurra al oído–tan próximo y sensual– los versos de Guillén “un largo lagarto verde con ojos de fría plata”–porque sueña con viajar a Cuba con la ilusión de que allí, en esa isla, se topará en cualquier camino con el espíritu del Che Guevara–. Porque todavía no sabíamos que, en aquellos tremendos días de octubre de 1967, pocos días después de que asesinaran al Che, exactamente la noche del 29 de octubre de 1967 había sido presentada en la peña de los Balderrama en Salta, entre copas de vino y complicidades de poetas y entenados. No es lo mismo escuchar que sentir, claro. Cuando se inicia un largo viaje con el compañero amante para reconocer la pobreza y el dolor en la silueta de la patria, en aquellos tiempos, justamente, cuando se buscaba la justicia y erradicar la pobreza. Y escuchar entonces tararear “Balderrama” por primera vez, aunque aún no supiéramos que había sido creada por los dos más grandes poetas y músicos de Salta: Gustavo “Cuchi” Leguizamón y el cronista del alma Manuel Castilla. Y suena la “Zamba del amanecer/ Arrullo de Balderrama/ Canta por la medianoche/ Llora por la madrugada/ Canta por la medianoche/ Llora por la madrugada”.

Nunca fue lo mismo escuchar que sentir. Y volver a escucharla cuando el vuelo de Aerolíneas Argentinas que me devolvía del exilio mexicano a Buenos Aires, luego de siete años, comenzaba el descenso y a través del ojo de buey de mi asiento se veía reptar el Paraná, o los retazos verdes y marrones de las islas del delta. Porque nunca supe con total certeza, hasta el 19 de febrero de 1984, cuando casi de madrugada y la niebla espesa del verano sobre Buenos Aires retardaba en las pistas de Ezeiza su repliegue, que una canción nos podía anclar la vida. El vuelo que me traía de vuelta a la patria estaba suspendido esperando permiso para aterrizar. A mi lado, el pequeño Juan, de unos ocho años, no dormía. Su padre, otro exiliado, me había pedido que lo trajera a Buenos Aires para encontrarse con su madre que lo esperaba. Cuando en la madrugada habíamos hecho una escala en Lima, Juan aceptó a regañadientes tomar un jugo. Parecía aún pegado al abrazo–que sabía no se repetiría por mucho tiempo– con su padre. Juan iniciaba el durísimo camino de tener su historia fracturada por la separación de ellos, pero parecía tranquilo, con una serenidad enigmática, concentrado una y otra vez en regular el sonido de la música que salía de los auriculares de los asientos. Debió percibir mi temblor cuando se escuchó al capitán anunciar que estábamos sobrevolando Ezeiza. Entonces, Juan recuperó un brío, como una alegría desatada, y tomó mis auriculares y me los colocó: “Escuchá, escuchá”, casi me exigió. Y la voz de Mercedes Sosa cayó sobre mi corazón como un rayo. Me estremecí y lo abracé a Juan como si hubiéramos descubierto que, al fin, nunca nos separaríamos porque compartiríamos ese momento mágico del regreso a la patria para siempre. Entonces, escuché la garganta inmensa de Mercedes Sosa: “Lucero, solito/ brote del alba/ ¿dónde iremos a parar si se apaga Balderrama?”.

Repetí el estribillo en voz alta mientras el ruido de las turbinas lo inundaba todo. Juan me abrazó.

–Y no es lo mismo escuchar que sentir, Juan. Por eso, Balderrama nunca se va a apagar–le dije llorando.

–Sí, María, porque uno siempre vuelve al país de siempre–me contestó.

Escrito por
Maria Seoane
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