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Caras y Caretas

           

El romance del Favio y la Cristina

Cuando lo dijo como definiendo los rasgos de una toma inolvidable, o de una canción desde la que regalaba una rosa –y en el imaginario se agolpan El romance del Aniceto y la Francisca; Gatica, el Mono; Crónica de un niño solo, pero sobre todo su última película, Aniceto (2008)–, sentimos que la pasión que marcó su vida, su obra, tenía la estatura de la de Sarmiento, Borges y Walsh. Que era el más grande cineasta de todos los tiempos: Crónica de un niño solo y El romance del Aniceto y la Francisca son consideradas las mejores películas de la historia del cine argentino. Pero, también, que era el peronista más exquisito, como ya lo había demostrado con el documental Perón. Sinfonía del sentimiento. Porque ese 6 de noviembre de 2008, en la 23ª edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, organizado desde el Incaa por Liliana Mazure, se lo vio temblar cuando Cristina Fernández de Kirchner le entregó el Astor Honorario. Eran tiempos destituyentes que se arrastraban desde la pulseada por las retenciones al agro en marzo de 2008. Tiempos en que oligarcas guarangos y fugadores, sojeros de vieja y nueva data, podían decir groserías contra ella por TN, de Clarín –ya despuntaba como el ariete más fuerte de una corporación mediática y financiera–, que no se hubieran animado a decir de un hombre. Tiempos en que un ilustrador talentoso le tapaba la boca con tinta negra. Una obsesión de larga data que se prolonga hasta el presente para prohibirle defenderse en un juicio. O para intentar asesinarla.

Eran tiempos de anticipación de todas las furias, pero aún vivía Néstor Kirchner para abrazarla frente a una multitud que había comprendido qué destino estaba en juego: el dilema de siempre, una patria para todos o para pocos. El eterno retorno de la tensión entre la Argentina posible e íntegra o la Argentina descoyuntada como el inca Túpac. Así, como había diseñado el hangar donde había filmado su última película, Aniceto; como si lo iluminara la luna redonda y gigante que alumbra el baile del Aniceto y la Francisca a orillas de un lago espejo; como se retuerce la luz en los movimientos maravillosos del ballet de Hernán Piquín y Natalia Pelayo –al estilo del barco de Y la nave va, del más moderno de los cineastas italianos, Federico Fellini, o quizá del más social de ellos, como Vittorio De Sica, pero nunca como el más brutal Quentin Tarantino de Kill Bill, porque la ternura jamás se lo permitiría–, Leonardo “Chiquito” Favio le dijo a CFK ese 6 de noviembre de 2008: “Uno la ve tan frágil, tan bonita y parece mentira que tenga esa fortaleza de titán, para enfrentar estos vendavales de mediocres, mezquinos y angurrientos, que tanto pululan. Claro que ella camina confiada, porque la custodia el amor hacia la gente, que es el arma más poderosa que puede tener el ser humano. Yo le agradezco a Dios que me haya permitido ver esta etapa de mi país que nunca pensé en llegar a ver. Porque yo conocí la etapa de la primavera, cuando brotaron todas estas cosas me parecía imposible que se repitiera. Además, ella va muy confiada al frente porque sabe que va rodeada de los humildes, de los que no hacen barullo, pero sí tienen una capacidad muy grande de amar y de mantener en su memoria a aquellos que nos traicionan. Yo estoy feliz, feliz. Feliz como cuando andaba de pequeño en mi pueblo desnudo corriendo en el río con mis amigos. Feliz como en esa etapa”. Y el auditorio se levantó impulsado por una conmoción antigua: el aplauso a Favio, nacido Juan Jorge Jury Olivera, en Las Catitas, Mendoza, el 28 de mayo de 1938, fue interminable. Ahora, resulta imposible no recordarlo la tarde en que, en Radio Nacional, el 29 de agosto de 2011, le entregué junto con Tristán Bauer y Vicente Muleiro el Premio de Honor mientras él lo agradecía desde su silla de ruedas con la humildad de un pájaro herido de libre vuelo. Fue el lugar donde había comenzado su carrera: un bolo en el radioteatro El ángel de España. Ese día, Favio compartió el escenario de honor con Hebe de Bonafini, Griselda Gambaro y Soledad Pastorutti: creadoras –como él– del arte del amor a la cultura del pueblo, a su memoria, a su derecho a la justicia y a la belleza. El 5 de noviembre de 2012, en una gigantesca manifestación en Tecnópolis, a pocas horas de su muerte, Cristina lo lloró con una despedida popular inolvidable. Pidió un aplauso que fue atronador: “Se fue un grande de verdad. Estarán juntos él y Néstor haciendo cosas, seguramente”.

Porque amor con amor se paga, ella y él siguen alumbrando, bajo la luz de una luna enorme, la película siempre inconclusa de esta patria.

Escrito por
Maria Seoane
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