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Caras y Caretas

           

“SU ARMA SIEMPRE FUE LA ESCRITURA”

Fernanda Nicolini investigó durante cinco años para realizar el libro Los Oesterheld y cuenta cómo funcionaba esa familia atravesada por la militancia setentista.

A comienzos de los 70, el chalé de Beccar donde Héctor Oesterheld había imaginado los primeros cuadritos memorables de El Eternauta se volvió escenario del gran viraje ideológico que transformaría para siempre la vida y las creaciones de este escritor, y decantaría, a los pocos años, en su incorporación a Montoneros. En ese despertar de conciencia, jugaron un papel sustancial sus cuatro hijas: Estela, Diana, Beatriz y Marina.

La periodista Fernanda Nicolini, en coautoría con Alicia Beltrami, llevó adelante durante cinco años una investigación excepcional que hoy podemos leer en Los Oesterheld (Sudamericana, 2016), un libro indispensable para comprender las búsquedas, los sueños y el devenir de esta familia diezmada por la violencia, que se volvió un símbolo del poder de daño de la última dictadura cívico-militar.

“Las hijas más grandes (Estela y Diana) están terminando la secundaria y empezando la facultad a fines de los 60, comienzo de los 70. Y toda esa ebullición política que se vivía entre lxs estudiantxs pos Mayo francés en el mundo y Cordobazo en la Argentina llega a esta casa y se transforma en charlas, discusiones y lecturas, con el telón de fondo de la Revolución cubana, las luchas de liberación en el tercer mundo y la recuperación del peronismo en el imaginario juvenil desde una perspectiva de izquierda. A estas reuniones hogareñas se sumaban amigxs, compañerxs y novios de las hijas”, contextualiza Nicolini. “Quizá la gran diferencia es que Héctor, a contramano de la mayoría de los padres, no era reactivo, sino todo lo contrario: absorbía, escuchaba, preguntaba, debatía. Claro que él no era una tabula rasa. Desde su primer guion siempre buscó contar el lado B de la historia: el de las personas comunes, sin voz, oprimidas. Su historieta Sargento Kirk, ya en 1953, retrata a un grupo de marginados que se mueven como si fueran una familia: un desertor, un ex alcohólico, un ladrón, un indígena sin tribu”.

–¿Qué intereses políticos tenía Héctor Oesterheld antes de este tiempo?

–La primera vez que inscribe su producción en un marco ideológico explícito es en 1967, con la historieta Vida del Che, ilustrada por los Breccia, padre e hijo. Enrique Breccia cuenta que en los tres meses que les llevó el trabajo, nunca hablaron de política. Excepto cuando Oesterheld le preguntó por qué hacía a los campesinos bolivianos con rasgos embrutecidos. Enrique estaba ensayando la línea expresionista de su padre, pero Héctor sin duda había sentado posición frente a eso. Estaba decidido a contar la historia de la liberación de los pueblos más allá del encargo. Por eso cuando Carlos Pérez, el editor, le preguntó si iba a firmarlo, Héctor le dice: “Una historia con un personaje como el Che no merece que se haga a escondidas”. De ahí que cuando nos preguntan si había sido antiperonista, es complejo. Lo fue en la medida en que lo fueron la mayoría de los intelectuales y profesionales de clase media de su época –Héctor estudió Geología en Exactas–, que vieron el peronismo como un fenómeno de masas populares ajeno a ellos, amenazante, ligado al nacionalsocialismo italiano. Pero Héctor también solía decir que el socialismo en la Argentina había nacido calvo, y en ese proceso conjunto con sus hijas terminó entendiendo que el movimiento que encarnaba esos ideales humanistas y de justicia social que él defendía era el peronismo.

–Apenas asume Cámpora, Oesterheld comienza a colaborar en la revista El Descamisado, donde sus historietas reciben críticas internas por el sesgo que daba a ciertos personajes, como Mariano Moreno. ¿Era consciente de la proyección política de lo que escribía allí?

–Para El Descamisado hace Latinoamérica y el imperialismo, en la que se propone recuperar la historia del continente desde el punto de vista de los pueblos colonizados. El propio Héctor reconoció en una entrevista a Guillermo Saccomanno que le llevaba mucho tiempo de estudio y documentación. Una de las fuentes eran los tomos de Historia argentina, de José María Rosa, que establecía una línea de continuidad entre San Martín, Rosas y Perón. Muchos de los que lo criticaban dentro de El Descamisado tenían una formación marxista y veían en el revisionismo de Rosa un tinte nacionalista de derecha. Quien lo criticó de manera pública fue Norberto Galasso, a través de una carta de lectores. Fue por una entrega en la que Héctor presentaba a Moreno como europeizante. Al número siguiente, desde la redacción debieron reconocer que se les había ido la mano pero que, aun así, no podían reivindicar a Moreno como prócer porque representaba a los liberales. Eran discusiones que se daban en términos tajantes y hasta maniqueos, propios de la época.

–Pudiste charlar con Elsa, su esposa, y escuchar de primera mano que ella advirtió infinitas veces a su familia sobre los riesgos, pero nadie la escuchaba. ¿Cómo se fue dando esa desconexión tan profunda?

–Con el diario del lunes y el genocidio que siguió, el discurso de Elsa se resignifica. Pero es imposible tener una mirada desde el hoy: en ese momento, Estela, Diana, Beatriz y Marina estaban convencidas de que el único camino para cambiar ese mundo in justo era la lucha armada. Habían crecido en años de proscripción, golpes y dictaduras. La democracia se les presentaba como una farsa. A esa decisión de las cuatro se sumó Héctor, y Elsa quedó sola, en su casa, especialmente furiosa con él por alentarlas. De todos modos, hasta casi el último día de sus vidas, las Oesterheld siguieron en contacto con Elsa y siempre de un modo amoroso.

–Cuando Montoneros pasa a la clandestinidad, Oesterheld continúa viéndose con sus hijas y colaborando abiertamente con varias publicaciones. ¿No temía por su familia? ¿Qué lectura hacés de esto?

–No me atrevería a decir que era descuidado, sino que sabía aprovechar el hecho de que su edad y su aspecto lo alejaban del estereotipo de militante. Él sabía que pasaba desapercibido y no es casual que en sus últimos años haya funcionado como enlace: su tarea era moverse por la ciudad llevando información y documentos. Pero, aun así, cuando sus apariciones públicas se hicieron peligrosas, empezó a usar disfraces y dejó de ir a las redacciones.

–En 1976 se publica El Eternauta II, con un enfoque más radicalizado y una historia en la que cobra relevancia él mismo como personaje: Germán, el escritor de historietas. ¿Fue una manera de reafirmar su compromiso militante, un guiño de autor?

–Héctor escribe El Eternauta II en la clandestinidad: ya no es el escritor que imagina aventuras, sino el que las vive en carne propia. Pasa del comedor de la casa de Beccar a las mesas de las casas clandestinas, pero con la convicción de que su arma sigue siendo la escritura. Es imposible para él escribir algo que no refleje lo que está sucediendo, al punto de que a un personaje le pone el nombre de guerra que usaba su hija Beatriz (María), la primera en desaparecer y de la única que apareció el cuerpo. Esa segunda parte está signada por su propia biografía y la urgencia de dejar testimonio del horror en la Argentina.

Escrito por
Ximena Pascutti
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