La expresión “cine documental” surge en las primeras décadas del siglo XX y es lo suficientemente imprecisa como para abarcar también aspectos ficcionales, aunque no designados o reconocidos como tales. Uno de los primeros (y célebres) documentales fue Nanuk, el esquimal, de Robert J. Flaherty, donde el personaje central actúa su propio papel y los verdaderos pobladores se interpretan a ellos mismos. Cabra, marcado para morir, del brasileño Eduardo Coutinho, es un documental que se resuelve con un modelo de ficción muy elaborado que reúne filmaciones de pobladores rurales “actuando” su lucha por la tierra. Ese material quedó veinte años guardado y se complementó con sus protagonistas viendo aquellas imágenes de un pasado que ya les parecía lejano. ¿Lo que Dziga Vértov hizo con Cine-ojo: La vida al imprevisto proponía un documental o una epopeya de la cámara cinematográfica actuando pedagógicamente ante un nuevo público a ser educado en conductas y técnicas revolucionarias?
La misma pregunta puede hacerse sobre los documentales de Pino Solanas, sobre todo en La hora de los hornos. Las entrevistas, la cámara apareciendo sin preparación previa en medio de los conflictos, la ausencia de tecnología de estudio, pues se filma un hecho que aparece como parte de las contingencias de la “vida real”, que sólo tiene como testigos o protagonistas los que allí están. Al llegar la cámara comienza el documental, los testigos cuentan su experiencia, pero la cámara en sí misma es un aparato ficcional, además de una tecnología de reproducción de imágenes. Estas se seleccionan y luego se empalman.
Estas decisiones extracotidianas no hacen que La hora de los hornos no sea un documental, pues el sentido de esta expresión es menos retratar la vida tal cual es que darle un movimiento que, sin dejar de comentar lo real, lo sostiene en flujos y decisiones de funcionamiento de la imagen. Que obedecen a procedimientos que en muchos casos son iguales a los mismos con los que se realizan ficciones. De ahí la pregunta sobre los límites inciertos entre documental y ficción.
PLAN DE LUCHA
E n La hora de los hornos hay entrevistas a dirigentes estudiantiles y delegados de fábrica, imágenes generales de los alrededores de la fábrica ocupados por sus trabajadores –el plan de lucha de la CGT de 1964– y algunas escenas cuidadosas, hechas por el propio Pino, como la de las manos tomadas en las alambradas de la periferia al establecimiento, que es un largo comentario aparentemente ajeno a los episodios centrales, pero resulta un gran cuadro alegórico que se construye a partir de una acción perceptiva del ojo de la cámara. La secuencia de manos agarradas a una reja alambrada trae memorias oscuras, alude a un subsuelo perceptivo vinculado con el encierro opresivo o la desesperación de los hambrientos. Es documental, sí, pero su valor narrativo se instruye con las leyes de la ficción. Mientras el delegado va contando con cierta morosidad las acciones de la ocupación, la cámara no se desliga de los hechos y las negociaciones con las autoridades –los patrones, la policía, el juez, los fiscales–. Se insertan tomas de los mencionados funcionarios jurídicos. Nada haría pensar que no son parte del “documental”, o sea, tomado por el propio directo del filme u obtenido de algún canal de televisión que cedió sus imágenes. Materia prima obvia de muchos documentales. Pero ciertas mímicas que tienden a marcar gestualidades excesivas indican que los personajes cargan signos de ridiculización o de grotesco. Sutilmente perceptibles, pues esas figuras que son “emisarias del orden” aparecen levemente caricaturizadas, acopladas a la lógica del “documental”… pero son actores. Tanto como de alguna manera lo era el esquimal Nanuk.
ACTORES SUBREPTICIOS
Los documentales introducen actores subrepticios –Favio aprovechó este recurso al máximo en Sinfonía de un sentimiento–, que tienen una dificultad adicional: actuar de que no son actores. El máximo de artificio y el máximo de naturalismo a la vez para que el documental, que siempre esconde diversos planos de la ficción, rinda cuenta a la imagen, que por más que sea la representación cabal de una forma de vida, siempre al representarla la coloca en un tiempo ficcional. Los dirigentes estudiantiles que hablan en el documental, hoy, medio siglo después, son personas identificables en la política nacional, diciendo cosas, en algunos casos, completamente diferentes a las que quedaron atraídas en la burbuja de atemporalidad inevitable que tiene el documental. Fiel al momento en que se filmó, La hora de los hornos nos ofrece el tiempo en que fue filmado y el modo irónico en que la imagen pretérita puede ser cotejada con su proyección real en cualquier futuro en que sea vista. ¿El empecinamiento de los personajes es más real que la imagen de la juventud de ese tiempo fenecido en que las imágenes habían surgido? Estas preguntas llevan a ficcionalizar el documental, así como muchos filmes que nacen como entera ficción se “documentalizan”. Casi todos, y en especial Citizen Kane.
El texto del documental está cargado de “época”. La hora de los hornos tiene un argumento sartreano-fanoniano. Los pueblos están colonizados, y para descolonizarse es legítima la apelación a las armas. La lectura del locutor –seguramente, es la voz de Octavio Getino, autor de la línea argumental– no tiene fisuras, es coherente y no se priva frecuentemente de redundar con la imagen. En ellas, muchos protagonistas hacen el mismo razonamiento: hemos luchado en democracia y no nos escuchan, prueba de lo ficticio del andamiaje institucional; nos queda la salida violenta. Escenas de luchas de insurgentes africanos son mostradas simultáneamente, en un gesto que La hora de los hornos quiere abarcar. Desde los testimonios de la delegada Taborda, una figura prístina, una militante de etérea belleza criolla, una doncella sindical, hasta la extraña efigie que en Tucumán hace un discurso llamando a las armas, Pino recoge testimonios que tienen la misma contundencia política que la fuerza con la que se trata el paisaje (fabril o suburbano) que acompaña en contrapunto a los rostros. Es conocido el contraste que presenta Pino en su filme: una elite cultural vanguardista que se ve ajena a los compromisos sociales más fuertes. Al cabo, en buena parte no sería así.
Pero La hora de los hornos quería realizar una experiencia original para un documental: fusionarse con la vida. Pino quería buscar con un documental-ficcional la reconfiguración del espectador y su transformación en militante. Tenía en mente “el efecto Potemkin”. Ver un filme era generar en el espectador emociones militantes que documentaron su pasaje del mito del cine al drama de la historia.