Jorge Luis Borges alcanzó fama mundial como el gran poeta, ensayista y cuentista, poseedor de una extraordinaria orfebrería literaria con la cual abordó temas provenientes de lugares lejanos y de tiempos remotos. Pero, entre nosotros, a esa condición le sumó luego su fervoroso antiperonismo y su fuerte adhesión a causas e ideas conservadoras. Sin embargo, del Borges joven han quedado huellas que resultan, en principio, incompatibles con el Borges adulto: algunas conocidas, como sus milongas; otras casi desconocidas, como su obra de los años veinte, y otras ocultadas, como su libro El tamaño de mi esperanza (1928). Por eso, aunque algunos lo juzguen molesto o irrespetuoso, es necesario indagar en su vida para descubrir al verdadero y contradictorio Borges.
EL BORGES JOVEN
Apenas alcanzados sus veinte años, Borges escribe: “Mi patria –Buenos Aires– no es el dilatado mito geográfico que estas dos palabras señalan: es mi casa, los barrios amigables y juntamente con esas calles y retiros, que son aquella devoción de mi tiempo, lo que en ellas supe de amor, de penas y de dudas. De propósito, pues he rechazado los vehementes reclamos de quienes, en Buenos Aires, no advierten sino lo extranjero (…) ¡Pobres criollos! En los subterráneos del alma nos brinca la españolidad y empero quieren convertirnos en yanquis” (Fervor de Buenos Aires, 1923). Poco después: “Quiero el tiempo con baldíos de ansiar y no hacer nada/ el tiempo hecho plaza/ no el día picaneado por los relojes yanquis,/ sino el día que miden despacito los mates” (Luna de enfrente, 1924). “Ninguno se atrevió a suponer que ya estaba en la realidad, todos buscaron la vereda de enfrente donde alojarse. Para Rubén fue Versalles (…) para Freyre, las leyendas islámicas, para Chocano, el Anahuac. Rodó fue un norteamericano, no un yanqui, pero sí un catedrático de Boston (…) Lugones, otro forastero, greeizante (…) Todo eso ha caducado. La verdad poetizable ya no está sólo allende el mar. No es difícil, ni huraña: está en la queja de la canilla del patio y en el tranvía que rezonga en una esquina, en el claror de la cigarrería frente a la noche callejera”.
También escribe: “A los criollos les quiero hablar, a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados es esta, nostalgiosos de lo lejano y ajeno, ellos son los gringos de veras y con ellos no habla mi pluma. Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidad a este país. Mi argumento es la patria… ¿Qué hemos hecho los argentinos? El arrojamiento de los ingleses fue la primera hazaña (…) la Santa Federación fue el dejarse vivir porteño hecho norma, un genuino organismo criollo que el criollo Urquiza, sin darse cuenta, mató en Monte Caseros y que no habló con otra voz que la rencorosa y guaranga de las divisas y la voz póstuma del Martín Fierro (…) Sarmiento, norteamericanizado indio bravo, gran odiador y desentendedor de lo criollo, nos europeizó, con su fe de hombre recién venido a la cultura y que espera milagros de ella… El silencio arrimado al fatalismo tiene eficaz encarnación en los dos caudillos mayores que abrazaron el alma de Buenos Aires: en Rosas e Yrigoyen. Don Juan Manuel, pese a sus fechorías e inútil sangre derramada, fue queridísimo del pueblo. Yrigoyen, pese a sus mojigangas oficiales, nos está siempre gobernando… Se perdió el quieto desgobierno de Rosas, los caminos de hierro fueron avalorando los campos, la mezquina y logrera agricultura desdineró a la ganadería y el criollo, se volvió forastero en su patria… Ya la República se nos extranjeriza, se pierde” (El tamaño de mi esperanza e Inquisiciones).
Ese es el Borges amigo de Homero Manzi y de Raúl Scalabrini Ortiz, quien da la dirección de su casa (Quintana 22) para el Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes por la reelección de don Hipólito: “El primer organito saludaba el horizonte/ con su achacoso porte, su habanera y su gringo/ el corralón seguro ya opinaba ‘Yrigoyen’/ Algún piano mandaba tangos de Saborido”. Es el Borges a quien los amigos le ofrecen incorporarse a Forja (1935) y otros lo proponen, después, para el Instituto de Revisionismo Histórico “Juan Manuel de Rosas” y también el que prologa un libro de Arturo Jauretche.
EL BORGES FAMOSO
Pero poco tiempo después ya es también el otro Borges: el amigo de Victoria Ocampo y Adolfo Bioy Casares, época en que confiesa que intentó suicidarse en un hotel de Adrogué. El nuevo Borges se transforma en tanto se hace con- servador. Sus versos pierden calidez y son cada vez más perfectos, pero más ajenos, como escondiendo la emoción. Un crítico agudo se pregunta: “¿Qué le pasa a Borges? Su habla viene preocupando, cae ahora en una prosa antiargentina, sin acentos nacionales, oculta sus pasiones” (R. Doll). Elude la realidad que tan cálidamente expresaba, para ocuparse del relato policial, fantástico, de ficción o de las tradiciones lejanas que él mismo había condenado. Escribe Historia universal de la infamia, elimina a Yrigoyen de sus versos, se aparta de sus viejos amigos y repudia la mayor parte de sus libros juveniles, especialmente El tamaño de mi esperanza, cuya reedición prohíbe de por vida. Por entonces, agudiza su ingenio, su erudición, su orfebrería, pero abandona su pasión nacional de juventud. Sin embargo, el Borges joven regresa y compone “El compadre”: “En los días pretéritos fue el hombre/ de Soler, de Dorrego, de Balcarce/ de Rosas y de Alem, siempre el hombre que se juega por otros hombres” (1942), pero lo firma como “Manuel Pinedo”, reconociéndolo como propio poco antes de su muerte.
Ya manifiesta su amor por Inglaterra y una ardorosa aliadofilia, que expresa ante la liberación de París (1944): “Esa jornada populosa me deparó (…) el descubrimiento de que una emoción colectiva puede no ser innoble”. Luego, al llegar 1945, se desata en un fervoroso antiperonismo. En sus cuentos “La fiesta del monstruo”, “El simulacro” y “La sierva”, así como en solicitadas y declaraciones políticas, define su posición, ahora que Victoria Ocampo difunde al “nuevo” Borges por Europa y le otorgan premios y fama. Casi nada ha quedado del “joven Borges” cuando lo recupera, por un momento, con el poema “Tango” y con milongas tales como “Cuantas veces en Montiel/ lo habrá visto la alborada/ en brazos de una mujer/ ya tenida y ya olvidada” o “No era un científico de esos/ que usan arma de gatillo./ Era su gusto jugarse/ en el baile del cuchillo”.
En sus últimos años, conversa con él mismo: el joven y el famoso dirimen sus antagonismos en el laberinto de la semicolonia.