Por Roberto Perinelli. La república comenzó el siglo XX en un clima de prosperidad que se quebró dramáticamente treinta años después, en 1930. La Argentina perdió el apoyo económico mundial, en especial de Gran Bretaña, y se precipitó en una crisis que los militares creyeron conjurar con el primer golpe del siglo, que, es sabido, tuvo secuelas aún más espantosas.
En medio de esa inestabilidad nació el primer teatro independiente de la Argentina, fundado por el batallador Leónidas Barletta, el 30 de noviembre de 1930, apenas dos meses después de que los coroneles y generales salieran de sus cuarteles.
La iniciativa de Barletta no fue la primera, si bien le cabe esa condición porque consolidó un proyecto que mantuvo continuidad y presencia durante casi cincuenta años, hasta 1975, cuando murió el fundador. Antes del Teatro del Pueblo hubo otros emprendimientos, efímeros, discontinuos, que trataron de responder a un reclamo de las fuerzas intelectuales del momento, que clamaban por la constitución de un movimiento teatral libre de la taquilla y afecto a la experimentación, tal como lo hacían en las naciones centrales de Europa los Repertory Theatres ingleses, el Théâtre Libre del francés Antoine y los Freie Bühne alemanes. También actuaba como modelo aquello que ocurría en la inquietante URSS, donde inflamaban el ambiente las experiencias de Meyerhold y Tairov (se ignoraba, entonces, por deficiencia de las comunicaciones, que Stalin había terminado con todo eso para imponer el realismo socialista).
Con estas intenciones se buscaba destronar definitivamente al célebre género chico, formato teatral que ostentaba al sainete como su principal ícono y que se encontraba en franca decadencia. Para el género chico y sus adeptos –el autor Vacarezza, el empresario Carcavallo, el capocómico Parravicini–, 1930 fue un año fatal, pues había perdido la convocatoria y el favoritismo de un público que hasta hacía poco aplaudía morcilleos e historias que se copiaban unas de otras.
TEATRO PARA EL PUEBLO
El proyecto de Barletta adoptó férreos principios: nadie podía cobrar un centavo por lo que hacía, se actuaba y también se limpiaban los baños, se aplaudía el voluntarismo (con eso solo se podía subir al escenario) y se desechaba con énfasis el – palabras de Barletta– “envilecido” teatro anterior, sin que se tomara nota de que a la basura también iba la magnífica dramaturgia de don Armando Discépolo.
El Teatro del Pueblo tuvo de inmediato entusiastas réplicas que, con sus más y sus menos, copiaron sus principios. Años después nacieron las instituciones que, con las mismas intenciones de renovación teatral, propusieron otras normas: el Teatro Popular Fray Mocho, que puso en duda la falta de formación artística de los elencos y les exigió un período de formación; La Máscara, que apostó por la franca profesionalización.
Pero en el primer trayecto, los primeros quince años de existencia, el movimiento independiente mantuvo una estrategia que tenía en cuenta, antes que los modelos de los teatros libres de Europa, las directivas de un libro fundamental, precisamente titulado El teatro del pueblo, que Romain Rolland publicó en 1905 y operaba de biblia de la tendencia. Rolland pedía una total atención por la recepción del pueblo obrero, al cual había que educar a través del teatro. Este propósito, ejercido con firmeza, careció de resultados visibles. Como manifestó Pedro Asquini, fundador de Nuevo Teatro en 1949, los independientes esperaban encontrar entre los espectadores obreros como los franceses, de izquierda, dispuestos a escuchar conferencias llevando un libro y el periódico del día bajo el brazo, y desde 1945 los obreros, en la Argentina, eran peronistas.
ESCOLLOS Y CONSOLIDACIÓN
Precisamente el movimiento independiente atravesó la totalidad del ciclo del primer peronismo totalmente enfrentado con el gobierno, que además de acechar con clausuras y prohibiciones, lo menoscababa tildándolo de vocacional o, lo peor, de filodramático. Fue entonces cuando los grupos, que se fundaron llamándose libres, adoptaron la nueva denominación, en abierto desafío al régimen que los ninguneaba.
La década peronista fue, quizá, la gran década de la tendencia en su forma originaria. Tenía público suficiente porque ahí, y cuando se podía, se decían cosas que no se podían escuchar en otras partes. Y la crítica profesional le prestó interés por primera vez en 1947, cuando Adolfo Mitre elogió, en una media página-sábana de La Nación, una versión de Peer Gynt que ofreció La Máscara.
La caída de Perón inició, también, si no el derrumbe, el fin del paradigma original. Ya citamos la rebeldía de Fray Mocho y la Máscara, institución esta última que segregó un grupo más rebelde aún: Gandolfo, Alezzo, Fernandes, Novoa, Nelly Tesolín, Elsa Berenguer, que desertaron de las tareas de intendencia para declararse actores y actrices y dedicarse sólo a ese oficio. Fue el primer golpe, al cual Pedro Asquini agrega otro, acaso más contundente. En la década del 60 se instalan en Buenos Aires tres canales de televisión, que requieren de actores versátiles y bien dispuestos, de los cuales los independientes contaban a montones, pagando muy bien. Canto de sirena irresistible, muchos le prestaron atención.
El teatro independiente argentino no terminó cuando Nuevo Teatro, que en un acto de arrojo había comprado el teatro Apolo, tuvo que venderlo a fines de los 70 ante la imposibilidad de mantenerlo. Sólo cambió. Las nuevas generaciones supieron que no se rompía la continuidad si se abjuraba de ciertos principios, reemplazados por la idoneidad artística y la profesionalización. El teatro independiente mutó entonces para convertirse en esta actualidad que disfrutamos. Sólido, versátil, irreverente, se transformó en un fenómeno que hoy asombra al mundo. No cabe hablar de cifras – cantidad de salas, de actores, actrices, técnicos involucrados–, sino de que recogió lo mejor de la tradición independiente y la engrandeció. También tomó algo de lo peor, que no mencionamos aquí para no deslucir el cuadro.