En tiempos en que la proliferación de editoriales, de libros publicados, de brechas económicas que cercenan las capacidades de costear como se debe el personal necesario para el lento y fatigoso trabajo de relectura, corrección y edición de un material, la publicación de De re impressoria (Ampersand), las cartas prologales y los prefacios de Aldo Manucio (ca. 1451-1515), el humanista italiano considerado el primer editor moderno, emerge en el campo intelectual argentino como una gota cristalina que purifica una fuente un tanto enmohecida, descuidada.
Fue Manucio, con su incansable talento, quien supo cultivar –primero que nadie y mejor que ninguno– las posibilidades inherentes a la invención de la imprenta. Embelleció los libros con portadas únicas y caracteres elegantes; se preocupó por allanar la prosa de los textos antiguos para una lectura más accesible; introdujo la numeración de las páginas; favoreció el estudio del griego al colocar en la página opuesta su versión en latín, e innovó, a su vez, en lo que hoy llamaríamos ediciones de bolsillo. Como humanista de fines del siglo XV, se preocupó por recuperar e inmortalizar textos de la culturas griega y latina clásicas: Homero, Virgilio, Aristóteles, Platón, Eurípides, Esopo, Sófocles y Julio César son solo algunos de los beneficiados por la meticulosa imprenta de Aldo, instalada en Venecia, ciudad que cobijó a griegos exiliados y gracias a los cuales Manucio tuvo acceso a múltiples manuscritos.
Los prefacios y cartas prologales seleccionados en De re impressoria, que acompañaban, claro, muchas de sus hermosas ediciones, dan lugar a una serie de análisis. Por caso, el que sostiene Tiziana Plebani en la introducción acerca de la conciencia y el protagonismo que tenía para nuestro flamante editor el trabajo del lector, en absoluto pasivo ni ocioso. “Ya fuesen simples advertencias, notas o consejos, los lectores emergen y lo hacen en concreto, no en abstracto –anota Plebani–: Aldo se dirigía a ellos para responder a necesidades específicas, para apoyarlos mientras leían y no para empujarlos hacia una interpretación particular del texto; tanto, que también publicó autores paganos, como Lucrecio, justificando la elección por la capacidad de los lectores de decidir y de evaluar por sí mismos.”
Un material invaluable
Leer las cartas de Manucio es, simultáneamente, reconocer las estrategias retóricas que utiliza para diseñar su propia imagen. Ciertos lugares comunes, por ejemplo el del editor como artesano sofocado por las exigencias del oficio, sin tiempo de descanso; la del corrector que pide disculpas de antemano y, captatio benevolentiae mediante, como enseñó Cicerón, predisponer de manera positiva al lector; y, fundamentalmente, la del humanista infatigable, destinado a sacrificar su vida por el mejoramiento cultural y espiritual de los hombres. Consigna en el prefacio a la Gramática griega de Constantino Láscaris, en 1495: “Hemos decidido emplear toda la vida para el beneficio de la humanidad. Dios es mi testigo de que nada deseo más que ser útil a los hombres”. La belleza de la utilidad: otro tópico antiguo que se encarna sistemáticamente en el presente histórico y personal de Aldo. Hombre renacentista, Manucio se piensa a sí mismo (muy modernamente, dicho sea de paso) como una suerte de coautor. Es que hace renacer (y de un modo más hermoso, cuidado y transparente) la sabiduría de los viejos manuscritos. “Me parece importante –le escribe en 1499 al duque de Urbino respecto de un volumen de escritores de astronomía griegos y latinos– (…) que todos los libros que nos ocupamos de imprimir con nuestros tipos lleguen a las manos de hombres provistos de algún prefacio, casi como un escudo (…) Pero quisiera que no se piense que hago esto por arrogancia, viendo que considero lícito dedicar a este o a aquel libros de otros, impresos bajo nuestro cuidado, puesto que traemos a la vida del mundo de los muertos, por así decirlo, a aquellos autores requeridos con máximo afán.”
No se le escapa a Aldo, desde luego, la cuestión económica. Editar con la paciencia y el profesionalismo con el que lo hace cuesta, de más está decirlo, mucho dinero. La explicitación de este aspecto es frecuente en las cartas: para confeccionar un trabajo de tamaña calidad es condición necesaria un respaldo que nunca está asegurado del todo y de allí, evidentemente, su recurrencia en la temática. Escribe a los “virtuosos que actúan bien”, en la dedicatoria al poema Hero y Leandro: “Por lo tanto toma este libro, que no obstante no es gratuito: dame el dinero, para que yo lo administre y para que pueda obtener para ti todos los mejores libros de los griegos”.
En una época de tumultos bélicos (los franceses invadiendo el norte de Italia en las llamadas “guerras italianas” de 1494) Aldo escogió, antes que las armas, la fuerza de las letras. Sartre, casi medio milenio después, aseguró en alguna oportunidad que terminaría su vida como la vivía: inmerso en los libros; Manucio, por su parte, en el año de su muerte, editó a Lucrecio, consignó en su testamento el pedido a un grabador por un nuevo tipo de caracteres cursivos y, en la misa fúnebre, su féretro estuvo rodeado de libros. Ejemplares de su imprenta, deseamos, para embellecer el último viaje de uno de los hombres más importantes en la historia de las letras.