El 26 de octubre de 1983, Raúl Alfonsín cerró su campaña en la avenida 9 de Julio. Una multitud de casi un millón de personas agitaba banderas argentinas mientras el candidato de la Unión Cívica Radical (UCR), que ganaría las elecciones días después, recitaba como un rezo laico el preámbulo de la Constitución argentina. Las Madres de Plaza de Mayo, que habían salido a las calles empujadas por una tragedia personal, celebraban la proximidad de la elección de un gobierno constitucional al que no estaban dispuestas a firmarle un cheque en blanco: le decían que en los hechos debería demostrar que era democrático. “Seguramente lo aprenderemos juntos, pueblo y gobierno, porque en algo ya estamos de acuerdo –concedía el organismo presidido por Hebe de Bonafini–: que jamás vuelvan los militares al poder, que se garantice la vigencia de la Constitución, cumpliendo y permitiendo que se cumplan los deberes y derechos que tenemos, y que se haga juicio a los responsables de este dolor nacional que no tiene otra reparación que la justicia.”
Alfonsín integraba la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y había hecho campaña con el eslogan “Somos la vida”. Su identificación con el movimiento de derechos humanos era clara, aunque eso no significó ni que él llevara a la práctica todo lo que esperaban los organismos ni que estos prestaran su apoyo de manera acrítica.
El reclamo de verdad y justicia –que comenzó en pleno terrorismo de Estado– guio al movimiento de derechos humanos durante los cuarenta años de democracia. Una de las primeras diferencias con Alfonsín tuvo lugar con la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), que funcionaba como una comisión de notables. Por el contrario, los organismos reclamaban la conformación de una comisión bicameral para investigar las desapariciones. Pese a que la Conadep no era lo que querían, Madres, Abuelas, Familiares, la APDH, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS),
la Liga Argentina por los Derechos Humanos (LADH) y el Servicio de Paz y Justicia (Serpaj) hicieron aportes fundamentales: sus archivos, muchos de sus “cuadros” para que tomaran las declaraciones y los afectados directos brindaron sus testimonios. Las Madres no acompañaron la entrega del informe “Nunca Más” desde la Plaza y criticaron que no se nombrara a los perpetradores con nombre y apellido.
ENTRE LA JUSTICIA Y LA IMPUNIDAD
El juicio a las tres primeras Juntas Militares los encontró nuevamente en los tribunales. Con críticas al accionar acotado del Poder Judicial, el movimiento de derechos humanos celebró las condenas a perpetua de Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera y se amargó con las penas menores o las absoluciones de los otros comandantes. Al poco tiempo, llegaron el Punto Final y la Obediencia Debida junto con distintas incursiones de las Fuerzas Armadas en la vida política argentina.
El asalto al cuartel de La Tablada por parte del Movimiento Todos por la Patria (MTP) cercó al movimiento de derechos humanos. Los indultos de Carlos Menem fueron la estocada final. Durante largos años fue como caminar por el desierto, suele decir Osvaldo Barros, sobreviviente de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) e integrante de la Asociación de Ex Detenidos-Desaparecidos (AEDD), un organismo de derechos humanos que se creó en democracia, cuando sus integrantes se acercaban a declarar a las oficinas que la Conadep tenía en el Centro Cultural General San Martín.
A mediados de la década de 1990, sucedieron dos hechos que revitalizaron la demanda de verdad y justicia. Por un lado, la irrupción de un grupo de jóvenes –que, en gran parte, arañaban la mayoría de edad– cuyos padres habían sido víctimas del terrorismo de Estado. Así nació H.I.J.O.S. que, ante la falta de justicia, llevó a la práctica una forma de condena social: el escrache a los genocidas.
En 1995, el periodista Horacio Verbitsky consiguió la confesión del marino Adolfo Scilingo sobre la fase final del exterminio: los vuelos de la muerte. La declaración de Scilingo funcionó como un cimbronazo: organismos de derechos humanos, como el CELS, fueron a pedir que se hicieran juicios por la verdad. Después, se activó la posibilidad de que fueran los tribunales extranjeros los que juzgaran los crímenes que no se podía investigar en la Argentina. Abuelas de Plaza de Mayo –que en democracia había conseguido la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG) y de la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (Conadi)– logró que Videla volviera a estar detenido por el robo de bebés, uno de los delitos que no habían quedado contemplados dentro de la Ley de Obediencia Debida.
POLÍTICA DE ESTADO
Juicios por la Verdad, causas por apropiación de menores y los juicios en el exterior fueron la antesala de la reapertura del proceso de justicia, que empezó a gestarse a partir de 2001 y que se consolidó con la llegada al gobierno de Néstor Kirchner, el primer mandatario en decirse “hijo de las Madres de Plaza de Mayo”. Con la administración kirchnerista se reabrieron las causas a los genocidas, los lugares que funcionaron como centros clandestinos pasaron a funcionar como sitios de memoria, las currículas escolares dieron lugar al estudio del pasado reciente y el 24 de marzo se convirtió en un día de conmemoración y debate.
La persistencia, la lucha por el Nunca Más y la búsqueda del “nunca menos” fueron parte del menú de opciones del movimiento de derechos humanos –profundamente heterogéneo, con modalidades de acción distintas, pero genuinamente creativo–. Los organismos, como habían presagiado las Madres en octubre de 1983, fueron aprendiendo conjuntamente cómo debía ser el rol durante la democracia, incorporaron nuevas agendas y nuevas demandas. Lo que no cambió es que, durante los últimos cuarenta años, fueron el pilar ético para la sociedad argentina.