La mañana del 20 de junio de 2006 estaba fresca. El comienzo de las audiencias contra el ex policía Miguel Etchecolatz se anunció para las 10 horas. El camión del Servicio Penitenciario se anticipó dos horas y lo ingresó con sigilo, para evitar la abominación del público que colmaría la sala. Sobre la explanada del Palacio Municipal, frente a la plaza Moreno, el epicentro geográfico, político y simbólico de la capital provincial, las organizaciones que conformaban el espacio Justicia Ya! improvisaron una conferencia de prensa. Repasaron conceptos que parecían técnicos, pero luego de treinta años sin juicios, eran eminentemente políticos. “La estrategia jurídica era la de unificación de causas por centro clandestino y por todos los casos. Cuando supimos que la decisión era elevar la de Etchecolatz no nos pareció la ideal, pero ante el hecho consumado resolvimos que siendo la primera causa nos iba a dar la plataforma para plantear la acusación por genocidio”, recuerda Mariano Puente, abogado de Liberpueblo, una de las organizaciones convocantes.
La Justicia argentina había juzgado a un puñado de represores en dos oportunidades. La primera y más trascendente fue la conformación de la Conadep y el célebre juicio a los comandantes, en 1985. La segunda, un año después, en la llamada “Causa Camps”, donde se condenó a los jefes de la Policía Bonaerense, entre ellos a Etchecolatz, a 23 años de prisión por 91 casos de tormentos. Pero nunca, hasta entonces, se había aplicado la figura de genocidio. Existía en la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio pero no había sido tipificada en el Código Penal. Adriana Calvo, sobreviviente y testigo de los juicios, era una de las más convencidas de aplicar esa fórmula. “Todos estábamos de acuerdo en que había que acusar por genocidio –recuerda el abogado Puente–, pero algunos sosteníamos que no se podía aplicar una Convención para fundar una acusación o una sentencia, si no había una ley interna que la receptara. Finalmente, la sentencia tipificó por delitos locales ‘en el marco del genocidio’.”
EL MUNDO SIGUE ANDANDO
El Tribunal Oral Federal No1 estaba integrado por Carlos Rozanski, Norberto Lorenzo y Horacio Insaurralde. La tarde del día inaugural del juicio, el país y el mundo seguían moviéndose. Una junta médica de ocho peritos debatía las causas de muerte del adolescente Matías Bragagnolo. El presidente Néstor Kirchner volaba a España para atraer inversiones. Alemania goleaba 3 a 0 a Ecuador en el Mundial. Pero había un episodio, a 50 kilómetros de la sala donde Etchecolatz escuchaba la acusación en su contra, que tenía una significación especial. En el patio del edificio del Círculo Militar, unas 800 personas añoraban el terrorismo de Estado bajo una máscara más decorosa: homenajear a cuatro “víctimas de la subversión”. “El señor Etchecolatz no hizo más que cumplir con su deber. Ese juicio es injusto”, le decía al cronista de Página/12 una mujer que lucía el prendedor de la Asociación Memoria Completa. Era el segundo acto que las organizaciones negacionistas planeaban en menos de un mes. El 24 de mayo, en la plaza San Martín de Retiro, militares nostálgicos de la dictadura habían atacado con golpes de puño, empujones y patadas a un movilero de televisión. “¡Matalo al zurdo de mierda!”, gritaban una decena de espectadores, todos de aspecto marcial. El acto era convocado por Cecilia Pando y la hija del represor Héctor Schwab –todavía prófugo de la Justicia–, pero había integrantes de varias organizaciones que clamaban por la impunidad de los represores que, de a poco, empezaban a sentarse en el banquillo. “Le metería una bomba yo”, gritaba otra mujer con un prendedor de la Asociación Unidad Argentina (Aunar) cuando el periodista escapaba del lugar. Esa asociación, fundada en 1993, había sido de las primeras en pedir libertad para los asesinos. En sus filas –según la investigación del sociólogo Cristian Palmisciano–, antes de fundar el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv) y siquiera imaginar una carrera política, había comenzado su militancia procastrense una jovencísima Victoria Villarruel, hoy candidata de La Libertad Avanza.
En tres meses y durante 25 audiencias, desfilaron 133 testigos ante los jueces, y los testimonios más trascendentales fueron de los dirigentes de los organismos de la ciudad. Un testimonio crucial fue el de un albañil que señaló al acusado como autor material de un crimen en el centro clandestino de Arana: Jorge Julio López.
Leticia Tori, presidenta de la Unión por los Derechos Humanos, prefiere ordenar los recuerdos de aquella noche de extraña justicia y redactarlos prolijamente, ante que evocarlos de forma oral. Llegan en un archivo de Word, por mensaje de WhatsApp: “Éramos muchos y todos queríamos entrar, pero era imposible. No sé si pesaba más el saber que era un momento histórico, o la sed de revancha, las ganas de verle en la cara la derrota, ahora, que ya no manejaba nuestras vidas y nuestras muertes. Cuando Rozanski pronunció la palabra ‘genocidio’, todo fue grito, abrazo, llanto. De repente, justo delante mío, alguien se subió a una de las sillas de terciopelo rojo y gritó: ‘Compañeros. No podemos festejar: Julio López no está’. No se sabía nada de él desde hacía dos días”.
El debate contra el policía Etchecolatz y uno más corto, en simultáneo, contra el policía federal Julio Simón, abrieron las compuertas de una catarata de juicios. Según el último registro de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad, desde ese día se hicieron otros 305 juicios en los que se condenó a 1.157 represores y se absolvió a 178. En los últimos años, algunas cifras se volvieron desalentadoras: de las 678 personas que quedan detenidas, 520 gozan de la prisión domiciliaria, 62 pasan una placentera estadía en la Unidad 34 de Campo de Mayo, y solo 96 cumplen condena en una cárcel común. Hay 1.484 criminales de lesa humanidad que atraviesan los procesos en libertad. Y 36 asesinos siguen prófugos.
El 19 de septiembre de 2006, después de la lectura del veredicto, el juez Rozanski estaba guardando cosas. En medio se acercó Edna Copparoni de Ricetti, hija del anarquista Nazareno Copparoni y madre de Ariel Ricetti, desaparecido en 1978. Se apoyó la palma de la mano en el pecho y le habló en el oído: “Doctor, yo tuve treinta años una opresión acá”, dijo. Y girando el brazo hacia el techo añadió: “Se me fue”.
“A mí me dejó paralizado esa expresión porque significaba mucho –contó Rozanski quince años después–. En el juicio no se había tratado la desaparición de su hijo, y sin embargo ella estuvo en las audiencias, y lo que me estaba transmitiendo era el efecto de reparación simbólica profunda que puede tener una sentencia cuando una persona la considera justa.” Edna murió tres años más tarde. Aun tardía, fraccionada e incompleta, la justicia significó para ella el fin de la opresión.