Hay poetas que habitan la desobediencia y el látigo. Y descarrilan sobre la palabra. Son poetas rotos con asfalto entre los huesos. Enemigos de la representación, se arrastran sobre las espinas del lenguaje para encarnarse poema. Y rendirse, humilde e infernalmente, en la página:

“Yo no salgo a la calle cuando hay luz.
Quiero solamente mi luminosidad.
Aquí
como tortugas duermo.
Soy mi templo.
Me elevo como un globo.
Tengo un gusto propio y el cabello que no quiero peinar.
Estos son los muros donde se pudren mis ojos,
se agrietan mis costillas,
reboto como un balón
y voy perdiendo la vida,
desviviendo,
flagelándome.
Pero soy el dueño de mi infierno.
El rey de mi reino.
Aunque todas esas culebras suban a lamer la úlcera,
la gangrena también es solo mía.
En estas murallas se cae mi piel
todas las flores me colorean
y son negras.”
Tanta inquisición en el cuerpo pertenece a la pluma de Darío Lemos, un prodigio del malditismo latinoamericano, que vertió en su esencia desesperada una dosis adictiva de Rimbaud, un baldazo catastrófico de Artaud y unas gotas zigzagueantes de la melodía quebrada de Tristan Tzara, uno de los fundadores del dadaísmo. Por qué un poeta colombiano, nacido en 1942 en Jericó –seis años antes de que muriera el autor de Teatro de la crueldad– iría a recibir tanto padrinazgo europeo. Sencillo: porque las vanguardias –fuente formativa ineludible para cualquier poeta del siglo XX– impactaron en América latina generando sincretismos diversos, producto de una síntesis entre la irradiación autóctona y los resabios todavía calientes de la ilustración. Así, desde estas tierras lucimos autores de semejante intensidad, de un lenguaje caprichoso y violento, logrando autonomía local y potencia universal. “Estoy aquí cerca de tu costilla de sábalo secreto/ nadando como todas las estrellas,/ nadando como todos los soles y todas las soledades./ Muy hacia el lado izquierdo de tus dulces huesitos./ En el corazón rojo de tus dientes más blancos que carbones brillantes./ Mis piernas amputadas se anudan a tu cuello amanecido/ y eres flor de piel y langostinos en mi pecho que termina”.
En Sinfonías para máquina de escribir. Edición homenaje: Obra completa, cartas, testimonios, videoteca y manifiesto, que publicó recientemente la exquisita editorial Abisinia, Darío Lemos invita a sumergirnos en su escritura orgiástica. Desquiciado y parco a la vez, instala lupanares entre las catacumbas del lenguaje. Revienta las cadenas, destituye toda moral, pero nunca, jamás, deja por fuera el amor. Este rasgo, tan especialmente cuidado por los surrealistas, será la ternura de su maldad, la cuerda gastada de su dolor, la música de su mirada espesa, intervenida por el murmullo de los corazones gangrenados. “Boris, amarillo mío,/ caballito para montar huyendo de los calabozos,/ ven porque han tomado mi alma los jueces para cubrirse del sol/ y el verano en esta cárcel rasca las vísceras;/ y aunque salgo de la celda en las mañanas encontrando/ que la luz no ha terminado para el hombre,/ revuelco mis costados en fricción con costillas de otras cicatrices.”
Aquí, a partir del fragmento del poema “El ahogado en la memoria” (a modo de carta a su hijo pequeño, un recurso insistente a lo largo de su obra), podemos esbozar parte de su historia, tan amarrada a su escritura. “Mi obra es mi vida, lo demás son papelitos”, pregonaba. A lo largo de sus 45 años, atravesó todas las instancias de la opresión y la violencia: un padre autoritario y golpeador, hospitales psiquiátricos, electroshocks y cárceles. Su gran amigo nadaísta Jotamario Arbeláez, a quien Lemos se dirige en algunos de sus poemas, lo describe así: “Hundido en todas las ignominias, huésped de todos los infiernos, pasajero de todos los tormentos, jinete de todos los vicios, practicante de todos los delitos, víctima de todas las leyes, chivo expiatorio de su poesía, Darío Lemos es la cuota más dolorosa que le tocó al nadaísmo pagar a Medellín por nuestro alzamiento. Ciudad donde vivió siempre a la enemiga, a pesar de amar sus veranos y sus verdugos, ciudad que lo deja morir lentamente de gangrena y de desamparo”.

El nadaísmo no es una institución
“… es un ‘estado mental’, el espíritu desahogado./ ¿Para dónde, si alguna vez se creyó ser nadaísta,/ para dónde se puede salir?/ El nadaísmo como generación es un candado y sus llaves se perdieron.” Y sí, no se trata de un comité o de un ágora, sino de una inmersión en el fuego, de un modo de vivir en estado de protesta, por eso el cuerpo tan adentro, por eso tanto vidrio cortante en el lenguaje. “Allí donde otros proponen obras, yo no pretendo más que exponer mi espíritu”, detona Artaud, con quien Lemos asumía una masiva afinidad, fundiéndose a ese cuerpo arrancado de cuajo del sistema, como una verruga infectada y sangrante: “Yo estuve con Genet en la cárcel y con Artaud en el sanatorio,/ yo ayudé a despegar la oreja que cercenó Van Gogh vilmente,/ yo soy el marginado, vituperado, asediado de demonios blancos luminosos/que quieren ser dolor en mí/ pero mi mundo gira en un sentido común, para mí, pues no me entienden”, derrama en otro poema.
El nadaísmo se instala con fuerza en la década de 1960, como “una respuesta violenta a la violencia” que se había desatado en Colombia en 1948, según expresa el nadaísta Armando Romero, a partir del asesinato del líder socialista Jorge Eliécer Gaitán, profesor, jurista y político defensor de las causas populares. Este hecho exhibe una sociedad quebrada y el desmoronamiento de las instituciones. Un caos que instaló en ese país el crimen como norma. El nadaísmo funcionó como una réplica proveniente de intelectuales que pusieron el cuerpo y las palabras. “No fue ni es un movimiento literario en el sentido estricto de esta palabra –aclara Romero–. Es más bien una posición vital, más patafísica que filosófica o metafísica. Es una manera de sacarle el cuerpo a la razón.”
Gonzalo Arango, fundador del nadaísmo, toma una posición extrema y revulsiva en su urticante manifiesto: “Pateamos la piedra tumbal y resucitamos. Sonó la hora de bautizar la Tierra con una nueva barbarie purificadora. El planeta hiede a almas muertas. No más resignación, no más éxtasis, no más nihilismo. Se abre el proceso: vamos a acusar, a enterrar a los muertos, a limpiar la Tierra de excrementos. ¡Vamos a vivir!”
Lemos, el nadaísta
No era un delincuente común sino un rebelde, un revolucionario, un rompedor de reglas, un desestabilizador de las normas, un soñador, un amador de sus amigos, de su esposa (luego ex), de su hijo Boris, a pesar del alejamiento, de la soledad, del deterioro atroz. Un “asesinado por la sociedad”, como bien señaló Artaud sobre Van Gogh. Una voz bella y demencial que podríamos equiparar a la de nuestro Miguel Ángel Bustos, por qué no. “En la noche, hijo, los prisioneros cantan y sus cicatrices brillan/ como estrellas largas que perdieron su control en el espacio.” O bien: “He muerto mil veces ahogado en la memoria,/ la época de los escarpines y los escorpiones,/ los primeros sonidos de muñeco que levanta el pecho,/ tus deditos sabios como pájaros pequeños sobre la baldosa,/ el olor a lana que dejaste en la litera de ese tren/ que terminó en el mar”.