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Caras y Caretas

           

Idas y vueltas del sable corvo

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La reliquia histórica, que perteneció al libertador José de San Martín y fue legada por él mismo a Juan Manuel de Rosas, tuvo que sortear los vaivenes políticos de los tiempos hasta llegar a su actual y definitiva morada.

Un día de fines de diciembre de 1811, un hombre de buen porte, gesto circunspecto y edad mediana, ingresa a una tienda de antigüedades en la bulliciosa y caótica Londres, la urbe más poblada de Europa. Quizás un observador atento descubra en sus movimientos cierta marcialidad, muy propia del militar de carrera. Aunque es casi seguro también que el personaje en cuestión trate de pasar desapercibido, teniendo en cuenta el destino subrepticio que había elegido.

Tras pedir el retiro de un importante cargo en Cádiz y con la excusa de un paso a Lima, se embarcó hacia la capital junto al Támesis, cuna de intrigas y logias como la que lo agrupa e inspira a una trascendente misión en las colonias españolas del Río del Plata, reacias a la autoridad peninsular.

El hombre evalúa la oferta de armas blancas del local y escoge un sable. Conoce por experiencia propia las cualidades de su acero, su fuerza y resistencia, su ligereza y mortal efectividad en manos entrenadas. Concreta la transacción y vuelve a las calles brumosas y frías, pero pobladas de gentes de toda ralea.

Así, el teniente coronel José de San Martín se pierde entre la multitud y avanza a paso firme hacia la historia que está por escribirse en su patria, y de la que será protagonista.

Ícono épico por excelencia y pieza venerada por generaciones de visitantes del Museo Histórico Nacional, de Parque Lezama, el sable corvo está asociado indeleblemente a la figura del Libertador, pero su génesis se remonta al menos a un siglo atrás, existencia de la que nada sabemos y solo cabe conjeturar.

Su naturaleza de origen recién pudo dilucidarse con rigurosidad hacia 1966, con motivo de un análisis metalográfico de la estructura de la hoja.

Científicos de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) practicaron una técnica no invasiva y se desconcertaron al principio por la distribución irregular del carbono, materia prima que se presentaba al microscopio en la forma de ondas de rara belleza, resultado de una forja diferente de los aceros europeos y que era propio de los aceros de Damasco, de confección artesanal preindustrial.

Se trataba de un auténtico “shamsir” de origen arábigo o persa, pariente cercano del alfanje o cimitarra de las novelas de aventuras.

Es evidente que el oficial de los ejércitos españoles con actuación en los campos de batalla del norte de África conoció la efectividad de este tipo de armas en poder de sus enemigos moros. Tan aptas para las cargas de caballería que ya las tenía en mente para equipar el cuerpo que pensaba formar a su llegada a Buenos Aires, los Granaderos montados. Aunque ese tipo de sable también estaba de moda en las islas británicas, promovido por los militares asignados a las campañas en la India, como el posteriormente célebre Duque de Wellington.

El bautismo de sangre del sable corvo en su  patria adoptiva es una remanida estampita escolar. En verdad, el combate de San Lorenzo duró apenas unos veinte minutos y fue una carga de caballería en táctica de pinzas que estuvo a punto de fracasar por la impericia del oficial a cargo de la segunda columna, pero bastó para probar que la elección de San Martín en Londres estaba bajo el signo de la buena fortuna.

Los Granaderos, montados a caballo y armados con esos sables raros, arrasaron a la tropa realista que merodeaba por el río Paraná.

No volvemos a tener noticias fidedignas del arma que lo acompañó en sus campañas libertadoras hasta su aparición en un retrato realizado en Lima, con motivo de la proclamación de la independencia de Perú (1821). Ahí, un San Martín investido con uniforme de inmaculado blanco cruzado por una banda bicolor ciñe el sable corvo como señal de autoridad y, acaso, de única certidumbre ante el oscurecimiento de su estrella, que se avecina tras la entrevista en Guayaquil con su par caribeño Simón Bolívar. 

Los caminos de San Martín y el sable se bifurcan tras su traumático regreso a la patria que tan mal pagó sus servicios. Por algún motivo (¿quizá pensando en la pasibilidad de un regreso?), el arma queda en Mendoza, a la custodia de María Josefa Morales, viuda de Pascual Ruíz Huidobro, a quien malas lenguas sindican como su amante en tierras cuyanas.

Recién hacia 1837, asumiendo su exilio en Francia como definitivo, el veterano general le escribe al matrimonio conformado por su hija Mercedes y Mariano Balcarce, de paseo por el Río de la Plata, con un pedido: “Traigan mi sable corvo, que me ha servido en todas las campañas en América y servirá para algún nietecito, si es que lo tengo”.

El corvo volvía a cruzar el Atlántico, en sentido contrario. El primero de otros tantos desasosiegos por venir.

Los exilios

Convertido en un personaje menos de consulta que de visita obligada por los destellos de la leyenda, el residente en Gran Bourg exhibe a la vista, colgada en un ángulo de su habitación, “la gloriosa espada que cambió la faz de la América occidental”, en palabras de Juan Bautista Alberdi, quien confunde o generaliza espada y sable, pero aun así nos deja una amena y vívida viñeta del encuentro.

“Es excesivamente curva, algo corta, el puño sin guarnición, en una palabra, de la forma vulgarmente conocida como moruna… La hoja es enteramente blanca, sin pavón ni ornamento alguno”, precisa el autor de las Bases… en su texto “Un viaje por Europa” (1843).

Algunos interlocutores no se conformaban con la admiración. El gran literato Honorato de Balzac conoció a San Martín por intermedio de Alejandro María Aguado, un ex compañero de armas en España devenido banquero y mecenas de artistas, que se convirtió en protector del exiliado en momentos económicamente estrechos. Fiel a su manía de comprador y coleccionista compulsivo (que lo mantenía frecuentemente endeudado), Balzac hizo una espontánea oferta por la reliquia, que su dueño desestimó con corrección y probablemente cierta condescendencia.

“Como si la gloria pudiera comprarse con francos”, habrá pensado el Libertador.

Si bien San Martín prefirió no inmiscuirse nunca en las guerras civiles, que comenzaron cuando él guerreaba aún por la Independencia, se mantenía informado y tenía opinión. De ahí, su entusiasta apoyo a Juan Manuel de Rosas cuando la intervención francesa (1840) y la famosa cláusula testamentaria que lega el sable “como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”.

Fechado en París el 23 de enero de 1844 y escrito de puño y letra, el testamento es previo incluso a la Vuelta de Obligado, la heroica defensa contra las escuadras anglofrancesas mancomunadas en navegar libremente por los ríos internos, con absoluto menosprecio por la soberanía nacional.

Fallecido San Martín en su último retiro en Bolougne-sur-Mer, el 17 de agosto de 1850, le toca a su yerno, Mariano Balcarce, cumplir con la tarea de honrar a Rosas y hacerle entrega del sable corvo, que acompañará a su depositario en otro exilio político, librada y perdida la batalla de Caseros (1852) que define el nuevo curso del país.

Solo y pobre, recluido en una modesta chacra en las afueras de Southampton, quien fuera poseedor de extensiones donde pastaban inmensos rodeos tiene apenas tres vacas y unas pocas gallinas que le proporcionan magro sustento.

Conmovido por la heroica resistencia del mariscal paraguayo Francisco Solano López en la Guerra de la Triple Alianza, suscitada por intereses ajenos a los americanos, y a imitación de San Martín, le lega el sable que lo acompañó en la defensa de la Confederación Argentina, y destina el corvo a su fiel amigo y consuegro Juan Nepomuceno Terrero y sus sucesores.

Finalmente, es el matrimonio compuesto por el hijo de aquel, Máximo, y su consorte Manuelita Rosas el que conservará primorosamente la reliquia durante otras tantas décadas en su hogar en Londres, en un misterioso giro del destino.

Hacia fines del siglo XIX, la necesidad de dejar asentado un relato historiográfico oficial impulsa al primer director del Museo Histórico, Adolfo Carranza, a escribirle repetidas veces al matrimonio Terrero Rosas, en solicitud de la donación para el acervo de la flamante institución.

La respuesta de la hija de Rosas se hizo esperar, pero fue finalmente afirmativa, acompañando los deseos de su esposo de donar ese “monumento de gloria” a la nación argentina. A ella debemos, en definitiva, que la preciada reliquia no haya terminado en las vitrinas del British Museum.

El sable corvo fue recibido en Buenos Aires en 1898, y pasó al patrimonio del Museo, no sin complicaciones y dilaciones.

Sucedió que, justificadamente, Manuelita impuso una sola condición para el desprendimiento. Solicitó que fuera exhibido con una placa de bronce grabada con la cláusula del testamento del Libertador que legaba el sable a Rosas.

Cuando el presidente civil José Evaristo Uriburu delegó el honor de recibirlo en manos del Ejército, uno tras otro los generales en actividad se fueron excusando. Rosas era mala palabra por esos años. 

Indignado por tanta ingratitud, un nieto del Restaurador retiró la caja con el sable de la corbeta “Uruguay” y se la entregó en mano a Carranza, sin pompa ni honores.

La chapa de bronce desapareció misteriosamente luego de su puesta en exposición.

Tiempos modernos

Agosto de 1963. El veinteañero que tocó a la puerta del Museo, unos minutos después del cierre, insistió correctamente aduciendo que eran un grupo de estudiantes tucumanos que esa misma noche regresaban a la provincia.

La actitud dubitativa del ordenanza de turno, que aguardaba la llegada del sereno, facilitó los planes de aquel comando de jóvenes peronistas dispuestos a dar un golpe de efecto para levantar el ánimo de la tropa. Se vivían tiempos frustrantes en el movimiento, con Perón en el exilio y proscripción electoral, en los recientes comicios que habían consagrado presidente al radical Arturo Illia.

El operativo tenía como objetivo sustraer el sable corvo de San Martín y hacerlo llegar a Perón a Madrid. De alguna manera, también se trataba de establecer un vínculo entre San Martín, Rosas y Perón.

La primera parte salió bien: encañonaron al empleado, rompieron el cristal de la mesa de exposición, resguardaron el sable en un poncho y se retiraron, cerrando la puerta por fuera. Después de algún contratiempo, la reliquia fue a parar a una estancia camino a Mar del Plata, y se convirtió en velado sitio de peregrinación de iniciados en la militancia. Pero la cacería de las fuerzas de seguridad no tardó en dar sus frutos. Uno de los implicados fue atrapado y se quebró en la tortura, delatando al jefe del operativo, aquel veinteañero, llamado Osvaldo Agosto, de profesión publicista.

A pesar de ser amenazado y golpeado en distintas dependencias policiales, Agosto negó cualquier vínculo con el episodio. Ni el ordenanza del Museo pudo incriminarlo, porque el “estudiante” presentaba un aspecto distinto, maquillado y teñido de otro color de pelo para la eventualidad.

La dificultades del grupo buscaron consejo externo y lo encontraron en el capitán Adolfo Phillippeaux, dado de baja por participar del frustrado alzamiento de Valle en 1956. Contra la opinión de la mayoría, el militar impuso su criterio de devolver el sable a los mandos del Ejército, que se concretó en Campo de Mayo.

El convulsivo período contempló un nuevo robo, en 1965, por parte de otro grupo de la JP, que mantuvo la reliquia oculta más de un año, hasta su restitución a servicios de Ejército.

Ya gobernaba el dictador Juan Carlos Onganía, quien ordenó su custodia en el cuartel del Regimiento de Granaderos a Caballo, en el barrio de Belgrano, bajo estrictas medidas de seguridad.

Por esa época, se le practicó el primer estudio científico que arrojó reveladores resultados sobre su enigmático origen.

La noticia más grata y reciente data de la segunda presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. En el contexto de un nuevo aniversario de la Revolución de Mayo, el 24 de mayo de 2015, en una decisión de fuerte carga política y emocional, la reliquia fue definitivamente trasladada, por ley del Congreso y en procesión solemne con todos los honores de un jefe de Estado, a su morada actual, en el Museo Histórico Nacional.

El reposo del sable guerrero en el memorial de la Patria.

Fotos: Gentileza Museo Histórico Nacional

Escrito por
Oscar Muñoz
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