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Caras y Caretas

           

Camila y Ladislao, un amor desobediente

Él era cura y ella, una hija del poder. Su amor escandalizó al gobierno de Rosas y a toda la sociedad, que pidió una pena ejemplar para la pareja.

La madrugada del 12 de diciembre de 1847 una pareja abandona, furtivamente, la ciudad de Buenos Aires. Van a caballo. Él es un sacerdote jesuita, ella una hija del poder. Son muy jóvenes pero no tan jóvenes para una época en la que las niñas se desposan quinceañeras: tienen 19 y 23 años. Hace casi cuatro que son amantes. Los une una pasión tórrida y un amor dulcísimo que arrasó con las barreras sociales y de la religión. Quieren llegar a Río de Janeiro y comenzar una nueva vida.

La Curia y la familia se acusan recíprocamente del suceso: una encarnación del demonio que sedujo a un sacerdote, un lujurioso que violó a una niña. Finalmente, acuerdan guardar silencio. Mandan a encontrarlos y a regresarlos. Fracasan. No hay más remedio que enterarlo a Rosas. El Restaurador de las Leyes, furioso, ordena que los busquen en todas las provincias. Desde el exilio, los enemigos acusan a la Confederación de una debacle moral que ya arrastra a las hijas de las mejores familias y al clero. Finalmente, en Corrientes, un sacerdote reconoce a los prófugos y los delata. Aunque la orden es traerlos a Buenos Aires, la comitiva con los prisioneros se detiene en Santos Lugares. Allí los fusilan.

Alcanza con abrir un poco más el relato para que la historia crezca como una rosa en enero.

Ladislao Gutiérrez es un jesuita, sobrino del gobernador de Tucumán. Había sido enviado en 1843 a Buenos Aires para hacerse cargo de la capilla del Santo Socorro. Un buen destino para un joven educado, al que le sobra inteligencia pero le falta fortuna. Comparte seminario con un hermano de Camila. En la Gran Aldea se convierte en el confesor de los O’Gorman, en quien atesora los muchos secretos de una familia complicada. Desde esa condición, visita asiduamente la casa de su amada.

Camila O’Gorman es una niña mimada de la aristocracia porteña por sus encantos, su voz melodiosa, su diáfana belleza. Es una joven especial. Aunque no se espera que las jovencitas salgan solas de sus casas más que ¡ay! para ir a misa, ella suele curiosear las librerías De la Merced, de Ibarra o De la Independencia y comprar más libros que los aconsejables para alguien destinada a parir y a las labores domésticas. También compra partituras en los almacenes de Guión o de Amelong, que ejecuta en el piano mientras canta.

Es la voz principal –”celestial”, dice Juana Manuela Gorriti– del coro del Socorro. Tiene dos hermanas mayores de las que poco se sabe y tres hermanos afianzados en el poder: uno policía y jefe de la penitenciería, otro jesuita y futuro diputado, el que le presenta a Ladislao. La menor de los O’Gorman es la mejor amiga y confidente de Manuelita Rosas. Suele brillar, ataviada de rojo punzó, en las fiestas del gobernador que la ha visto crecer junto a su hija.

La familia O’Gorman no es cualquier familia. La madre de Camila, Joaquina Ximénez Pinto, tiene una prosapia que recorre un par de siglos. El padre, Adolfo, es amo y señor. Nació en París y es hijo de un irlandés aventurero y de Marie Anne Périchon de Vandeuil, que quedó en la historia como la Perichona, la aristocrática beldad francesa nacida en una remota isla selvática del Océano Índico. Los Périchon Vandeuil habían llegado al Río de la Plata en julio de 1797, en compañía de 27 esclavos, un número que habla de su riqueza o, una opción menos rutilante, de algún vínculo con el tráfico humano.

La abuela de Camila, Marie Anne, llegó en ese barco. Deslumbrante y de una osadía y una sensualidad impensable en las recatadas mujeres de la colonia, se supone que fue espía de Francia y de Portugal en el Río de la Plata. Pero, sobre todo, fue la apasionada –y pública– amante de Santiago de Liniers, el héroe de la Reconquista de Buenos Aires. La francesa, cuyo marido hacía rato que viajaba sin fecha de regreso, se pasea con el virrey, comparte sus decisiones políticas, no retrocede ante el escándalo.

El virrey Cisneros la destierra por inmoral a Río de Janeiro. Más tarde, la Primera Junta admite que regrese a condición de que viva con todo recato en su chacra de las afueras. El resto de la vida de Marie Anne transcurre fuera de la escena pública, entre sus hijos y sus esclavos. Adolfo, ya adulto, impone una moral severa y custodia sin piedad que la mamá no les arruine la reputación que tanto costó recuperar. Esta abuela, a la que Camila adora, muere solo diez días antes de la huida de la nieta. El pobre Adolfo no tiene sosiego.

Huída y condena

La fuga tiene lugar durante el segundo mandato de Juan Manuel de Rosas, que gobierna desde antes de que Camila cumpliera un año. La sociedad con la Iglesia católica es vital para este hombre que detenta hace dos décadas la suma del poder público. Hacia 1847 la situación es compleja. El historiador José María Ramos Mejía, en Rosas y su tiempo, afirma que “comenzaban a manifestarse ciertos fenómenos sociales preocupantes. En el pueblo se percibían signos de malestar y rebeldía, especialmente en las mujeres que parecían manifestar sus pasiones con cierta libertad (…) En dos años, el archivo de policía registra un claro aumento de delitos vinculados al sexo: violaciones, raptos, asaltos”. Ramos Mejía opina que la sumisión femenina se deslizaba hacia un “vago sentimiento de rebelión” que podía alterar la estructura familiar.

En la huida y por razones que se ignoran, la pareja cambia de planes y se afinca en la Villa de Goya, al sur de Corrientes, donde Camila tiene familiares que los amparan. Dicen venir de Salta y llamarse Valentina Desan y Máximo Brandier. Alquilan una casa pequeñita y fundan la primera escuela de la provincia; reciben a niños de ambos sexos y la comunidad lo agradece.

Los siete meses de felicidad se terminan el 16 de junio de 1848 cuando, en una reunión social, el sacerdote irlandés Michael Gannon reconoce a Gutiérrez y lo denuncia al juez de paz. El gobernador Virasoro ordena que los apresen. En un primer interrogatorio, en Santa Fe, Camila niega que Gutiérrez la haya violado, afirma que ella comenzó el romance y planificó la fuga. Está embarazada.

En Buenos Aires, Rosas ordena que preparen a Camila una habitación en la Casa de Ejercicios Espirituales, el convento donde se confina a las niñas díscolas (que aún existe, sobre la avenida Independencia). Manuelita se ocupa personalmente de hacer confortable el lugar que la espera. A Ladislao le preparan una celda en el Cabildo.

Pero un coro fatídico alza la voz exigiendo que la traición a la ley de Dios, al ordenamiento social y a la obediencia al padre se pague con la vida. O’Gorman pide un castigo ejemplar para el “crimen atroz” que cometió su hija, un castigo de suficiente envergadura como para limpiar su buen nombre. Los juristas consultados por Rosas corroboran la justeza de esas demandas. El obispo Mariano Medrano pide un castigo ejemplar para el sacrílego y para el demoníaco ser que lo sedujo. El número dos de la Iglesia, el deán Mariano Elortondo, vivía con dos mujeres en su casa y con las dos tenía hijos. Pide la pena máxima.

Los antirrosistas también opinan que “lo personal es político”. Desde Montevideo y Chile, arremeten. “Ha llegado a tal extremo la horrible corrupción de las costumbres del Calígula del Plata, que los impíos y sacrílegos sacerdotes de Buenos Aires huyen con las niñas de la mejor sociedad, sin que el infame sátrapa adopte medida alguna contra estas monstruosidades”, dice una declaración publicada en El Mercurio de Santiago, el 27 de marzo de 1848. Palos porque bogas y palos porque no bogas, los exiliados acusan a Rosas de sanguinario y, a la vez, claman por sangre.

La familia, la Iglesia y el poder en todas sus variantes piden el aniquilamiento de los enamorados: han obedecido al amor, han burlado los mandatos. La madre de Camila permanece en silencio: la familia ha sido insultada, la hija se levantó contra la ley del padre. Manuelita Rosas y su tía materna, Josefa Ezcurra, imploran inútilmente piedad a Rosas.

Una pena ejemplar

El viaje de regreso es lentísimo, viajan separados, Gutiérrez sujeto por grillos. Los desdichados nunca llegarán a Buenos Aires. La comitiva se detiene en Santos Lugares y son enviados a La Crujía, la temida prisión que dirige el comandante Antonino Reyes. Después de la entrevista con Camila, conmovido, Reyes escribe a Manuelita, le menciona el embarazo.

En su declaración, Gutiérrez da a entender que “abrazaba la carrera eclesiástica por necesidad, no por vocación ni inclinación”. La niña se niega a acusar a su marido, lo que le salvaría la vida. “Que si este suceso se considera un crimen lo es ella en su mayor grado por haber hecho dobles exigencias para la fuga pero que ella no lo considera delito por estar su conciencia tranquila.”

 El cargo criminal contra Ladislao es seducción de doncella, y, contra los dos, de unión sacrílega. Gutiérrez insiste en que ni en el derecho canónico ni en las leyes de las Siete Partidas se permite condenar a muerte a una embarazada. Reyes osa demorar el fusilamiento esperando un perdón que no llega. Rosas, que por error recibe la carta de Reyes a Manuelita, lo amenaza y confirma la sentencia, decidida sin juicio, sin sumario criminal, sin derecho a la defensa.

Cuando Gutiérrez se entera de que la joven también está condenada, le escribe una esquela: “Camila: mueres conmigo, ya que no hemos podido vivir juntos en la tierra, nos uniremos ante Dios. Te abraza tu Gutiérrez”.

El 18 de agosto de 1848 entre los gritos de apoyo de los presos, los fusilan contra el paredón de La Crujía. Reyes no tuvo el coraje de presenciar la ejecución. La larga melena oscura de Camila cubre la mitad de su semblante. Gutiérrez, con tristeza infinita, la consuela y le susurra hasta el fin. Ante la presunción de embarazo, antes de que la maten, un cura la hace beber agua bendita “por las dudas si había preñe”. Morirá en el vientre de su madre, pero prolijamente bautizado.

Los ecos de la sangre

El crimen conmueve a la sociedad. Tres meses después Rosas, contra toda costumbre, contesta desde La Gaceta prendiendo el ventilador: “El padre de Camila O’Gorman lo calificó del acto más atroz nunca oído en el país en un escrito a S. E. el señor Gobernador de fecha 21 de diciembre de 1847. El señor Provisor, participando a S. E. el 18 del mismo mes el hecho ocurrido, lo clasificó de ‘suceso horrendo’; nuestro Ilustrísimo Señor Obispo Diocesano en nota del 24 del mismo lo calificó de ‘un procedimiento enorme y escandaloso’. Todos los Gobiernos de la Confederación contestando la circular del Gobierno se pronunciaron en el mismo sentido”.

El asesinato de Camila y Gutiérrez acompaña a los protagonistas del crimen durante toda su existencia. Reyes vuelve a Santos Lugares en 1881, treinta y tres años después del fusilamiento, con el historiador revisionista Adolfo Saldías. Su relato está impregnado de angustia. Dice que ella era graciosa y sencilla. Que estaba tan demacrada y agotada por el viaje que la alojó en su habitación. Que le preguntó si Rosas estaba muy enojado. Y que él le pidió a Manuelita clemencia. Señala: “Fue aquí donde cayó, empapada en sangre; la mandé enterrar al pie de este sauce, junto con Gutiérrez”. Un año después, atormentado, Reyes le escribe a Manuelita y le pregunta por qué Rosas tomó esa decisión.

Esa pregunta había sido respondida por el propio Rosas, una semana ante de morir, 22 años después de los fusilamientos de Santos Lugares. En una carta a Federico Terrero reivindica que la muerte de Camila: “Ninguna persona me aconsejó la ejecución del cura Gutiérrez y Camila O’Gorman, ni persona alguna me habló ni escribió en su favor. Por el contrario, todas las personas primeras del clérigo me hablaron o escribieron sobre ese atrevido crimen, y la urgente necesidad de un ejemplar castigo para prevenir otros escándalos semejantes o parecidos. Yo creía lo mismo. Y siendo mía la responsabilidad, ordené la ejecución”.

El castigo ejemplarizador a Camila y Gutiérrez debía curar en salud a las y los jóvenes de su generación. Sin embargo, la primera fusilada de la historia argentina se yergue hasta hoy, perdurable y triunfante sobre las leyes del poder, de Dios y del padre.

Tal vez la primera novela haya sido Camila O’Gorman, de Felisberto Pélissot, publicada en 1856; en 1863, Juana Manuela Gorriti le dedica un cuento del mismo nombre. Y Una sombra donde sueña Camila O’Gorman es el título de la inolvidable novela del poeta Enrique Molina. Desde entonces otro textos, novelas históricas y un aluvión de papers vuelve sobre los enamorados fusilados, sobre esos frágiles guerreros del amor, levantados contra todo poder.

Existió una película del cine mudo, Camila O’Gorman, cuya copia se perdió, del director Mario Gallo, estrenada el 22 de mayo de 1910. Y está la magistral Camila que dirigió en 1984 María Luisa Bemberg, nominada al Oscar a la mejor película extranjera.

El espíritu de Camila y Gutiérrez flamea en todos ellos como un canto al amor, a la libertad y a la desobediencia.

Escrito por
Olga Viglieca
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