
Hasta 1836, los diarios en el Río de la Plata eran puro texto, acaso una viñeta, un dibujo simple, un detalle, impreso a partir de un taco de madera que solía haber en las imprentas. En concreto, carecían de ilustraciones. ¿Cómo eran las facciones de San Martín? ¿Las amplias avenidas de París? ¿Los elefantes africanos? ¿Las orillas barrosas del Río de la Plata? Excepto una reducida elite que había conocido de carne y hueso a los grandes personajes o había viajado, en algunos casos a Europa, en otros simplemente a Buenos Aires, nadie lo sabía.
Aunque hoy sea casi imposible imaginar un mundo despoblado de imágenes –o de avisos publicitarios–, fue necesario que, en 1828, se instalara en Buenos Aires el primer taller de litografía, propiedad del suizo César Bacle, para que irrumpiera una revolución visual, un nuevo modo de comunicación que las volvió accesibles a través de distintos soportes: los primeros periódicos ilustrados, folletos, invitaciones, mapas, álbumes de trajes y costumbres, libros, partituras.
De ese proceso que acercó a la población primero dibujos y más tarde fotografías, trata la muestra “Las conquistas de lo efímero. Gráfica e industria en tiempos de Caras y Caretas“, organizada por el Museo Nacional del Grabado, con la curaduría de la historiadora del arte Sandra Szir, que también dirige el Centro de Investigaciones de Arte y Patrimonio (CIAP), vinculado con el Conicet y con la Universidad de San Martín.
La tesis de doctorado de Szir fue sobre la revista Caras y Caretas. “No me interesaba en ese momento la pintura tradicional, canónica, lo que mis colegas en general estudiaban. Me interesó la cultura visual, que ampliaba el objeto de la historia del arte hacia un montón de otros objetos donde intervinieran imágenes pero que no fueran el objeto único de la pintura, la escultura, incluso del grabado, que también tiene algo limitado porque, si bien es un objeto múltiple, está ligado a lo artístico, no es masivo. Después empecé a trabajar las publicaciones anteriores a Caras y Caretas, miré un poco para atrás para poder comparar”, explica.
La exposición, que se sustenta en esas investigaciones de Szir sobre las transformaciones de la cultura gráfica, releva el desarrollo de los procesos de masificación en la producción y el consumo desde mediados del siglo XIX hasta la tercera década del siglo XX, y permite acercarse a las tecnologías de producción de impresos que tuvieron la virtud de multiplicar por miles imágenes consumidas por los más variados públicos.
Una de sus claves esté quizás en los grandes rectángulos de piedra calcárea que reposan sobre una estantería. Sobre su superficie se trazaba el dibujo, mapas, partituras o textos, que luego eran embebidos en tinta y se estampaban en el papel. No han quedado muchas piedras litográficas –así se llaman– porque una vez usadas las matrices se pulían para que pudieran volver a ser utilizadas.
Un suizo en Buenos Aires
El taller de César Bacle puso en circulación, en distintos soportes, cientos de imágenes, y allí se produjeron periódicos ilustrados como El Museo Americano. Libro de Todo el Mundo (1835) y El Recopilador. Museo Americano (1836). Estas publicaciones pioneras fueron las primeras en incluir numerosas imágenes litografiadas, en blanco y negro.
El Museo Americano, algo habitual en la época, “era un periódico de contenidos europeos trasplantados a nuestro país a través del cual pueden indagarse, sin embargo, sentidos culturales locales que aluden a las formas materiales con las que el romanticismo en gestación se expresó en su discurso literario pero también plástico. El exotismo y el orientalismo de sus artículos están representados visualmente en ilustraciones realizadas en el taller litográfico de Bacle por grabadores y artistas como su esposa, Andrea Bacle, y por Hipólito Moulin y Jules Daufresne, pero tomadas y copiadas de fuentes europeas, al igual que sus textos”, explica Szir.
El primer tomo de El Museo Americano reunió 126 litografías en 416 páginas. Obviamente, los periódicos ilustrados fueron privilegio de una elite culta y con recursos para comprarlos: tenían una tirada de no más de dos mil ejemplares.
Bacle fue pionero también en la divulgación de la propaganda política. A través de la impresión litográfica multiplicó el retrato de Juan Manuel de Rosas y las divisas punzó en sombreros, guantes o chalecos. Sin embargo, su cercanía con los adversarios de Rosas le valió dar con sus huesos en la cárcel. Por supuesto, los antirrosistas también conocían la técnica litográfica: uno de sus periódicos se llamaba, directamente, Muera Rosas, y llegaba clandestinamente desde Montevideo.
El segundo bloque: revistas de gran tirada

El segundo núcleo de la exposición lo encarnan casi exclusivamente los modos de producción de la revista ilustrada Caras y Caretas, que comienza a editarse en Montevideo en 1890 pero que en 1898 se muda a Buenos Aires por invitación del entonces periodista Bartolomé Mitre.
Caras y Caretas se dirige a un público mucho más amplio, de variado origen social e intereses en un momento en que la extensión de la alfabetización le permitía convocar a un público muy vasto. Propone una lectura menos política, con lugar para el entretenimiento y el ocio, con ciertos contenidos científicos, cuentos breves de escritores prestigiosos –Horacio Quiroga publicó en Caras y Caretas sus primeros cuentos–, notas culturales y de interés general, acompañados por imágenes de gran calidad. Esta propuesta impacta en el modo de lectura: es más rápida, más fragmentada, liviana. Abundan los retratos de personajes importantes y los dibujos satíricos. Entre los caricaturistas se destacaban José María Cao Luaces, Alejandro Sirio y Manuel Mayol. Todas las notas, sin excepción, están profusamente ilustradas.
El éxito es inmediato. Aunque parecía pensada para la clase media, conquistó rápidamente a las clases altas y a los sectores populares. El primer número tuvo una tirada de diez mil ejemplares que se agotó, y hubo que imprimir otros cinco mil. En pocos años, el semanario trepó a una cantidad impensable para los periódicos anteriores: cien mil ejemplares. Se distribuía a todo el país, Uruguay y Perú.
Caras y Caretas se sirve de las innovaciones tecnológicas pero a la vez promueve otras. Por ejemplo, la publicidad ilustrada, generalmente redactada en verso.
En una parte de la sala, un conjunto de grandes fotografías muestra los talleres de Chacabuco 151, “una verdadera fábrica de imágenes y de textos –dice Szir–, un edificio grande, de tres pisos, con talleres impecables y muy ordenados para cada parte del proceso de producción en otra sala”.
Aunque ya existía la fotografía, los equipos eran muy pesados y los tiempos de revelado, muy lentos. Para un evento de actualidad –desde un incendio hasta la guerra de la Triple Alianza–, lo habitual era que un ilustrador acompañara al reportero. Después mandaba el bosquejo y el grabador lo pasaba a la piedra litográfica. Cuando eso no era posible, la ilustración quedaba librada a las virtudes de la imaginación.
En la sección también se exhiben publicaciones predecesoras de Caras y Caretas, como El Mosquito, un periódico dominical “satírico-burlesco” que se editó entre 1863 y 1893. La parte gráfica, la más importante, consistía en caricaturas de los personajes y hechos del momento, “una suerte de comentador visual de los diarios que la gente leía durante la semana”, explica Szir. Otra revista de humor gráfico fue Don Quijote, pionera en el uso de la caricatura como herramienta crítica del gobierno y explícita defensora de los sectores populares.
Pequeños objetos de cada día
El tercer núcleo de la exposición está integrado por objetos impresos con nuevos procedimientos, en particular el fotograbado de medio tono y la cromolitografía. Los primeros libros escolares de tapas coloridas –Upa!– editados en la Argentina, postales primorosas que encierran mensajes de amistad o de amor, o invitan a una boda, o recrean el paisaje de algunas vacaciones. Partituras de tangos. Marquillas de cigarrillos coloridas, ricamente ilustradas, casi suntuosas. Figuritas coleccionables infantiles, con brillitos y flores para las nenas, con campeones para los nenes. Otras figuritas venían dentro de las marquillas de cigarrillos. Cuando se juntaba cincuenta se podían canjear por una suscripción por seis meses a Caras y Caretas.

Objetos efímeros, producidos para el instante, en soportes baratos, en general ni siquiera se sabe quién los hizo. Pero formaron parte de la vida cotidiana de varias generaciones, de su educación sentimental, de sus experiencias sociales y políticas. Y fueron ignorados como parte desechable de la cultura popular. Nadie los imaginó en un museo ni como parte de una investigación académica. Pero acá están y hablan desde su estampa pequeña, cuidada, delicada, de un pasado potente.
“Gran parte de la población consumía mucho más estas imágenes que las que hoy están en los museos. Su consumo masivo y popular conformó la cultura visual de todo el mundo. Hablar de la tecnología de las imágenes nos acerca a la materialidad de los impresos y habilita la consideración del mundo gráfico habitado por impresores, litógrafos, grabadores, coloristas, artistas, reporteros y muchos otros sujetos que participaron en estos procesos colaborativos”, reflexiona Szir, ya sobre el final del recorrido.
La muestra está acompañada por una serie de actividades: visitas guiadas por artistas, investigadores y diseñadores, conversatorios y talleres para todos los públicos. El porqué lo explica Cristina Blanco, la directora del Museo Nacional del Grabado: “En el marco de este proyecto el museo inaugura un espacio participativo de experimentación con oficios gráficos. En diálogo permanente con las exposiciones, el espacio-taller permitirá a visitantes de todas las edades conocer y tener acceso a los modos de hacer. Un lugar para experimentar, jugar, aprender y conversar junto a referentes de la gráfica contemporánea”.
La muestra “Las conquistas de lo efímero. Gráfica e industria en tiempos de Caras y Caretas” puede visitarse hasta el 1 de octubre, en el Museo Nacional del Grabado (Riobamba 985, CABA), con entrada gratuita, de martes a domingos de 15 a 21.