En un momento histórico en el que la ola de la cancelación parecería ir, paulatinamente, retrayéndose, un verdadero acontecimiento literario –probablemente el más importante de lo que va del siglo– conmueve la escena cultural internacional y las turbulentas aguas de la moral progresista: una parva de manuscritos de Louis Ferdinand Céline, brillante escritor francés y escandaloso colaboracionista nazi, han sido hallados y comienzan, paulatinamente, a ser publicados y traducidos.
Hablamos, en principio, de Guerra, una novela breve que el autor dejó, junto a muchos otros papeles –entre los que se encuentra Londres, la novela que dará continuación a esta ficción– en su departamento parisino de la rue Girardon. Urgido por las circunstancias –concretamente, liberada la ciudad de la ocupación nazi en 1944– Céline huye a Baden Baden antes de que la Resistencia lo capture. Escrita entre sus dos obras capitales, Viaje al fin de la noche (1932) y Muerte a crédito (1936), Guerra comparte los guiños autobiográficos de aquellas y su elaboradísimo trabajo con la lengua popular, aunque se muestre algo depurado de ciertas formas mínimas –algunos giros y rupturas oracionales, las constantes exclamaciones y signos admirativos, los puntos suspensivos– que contribuyeron a su estilo enfático y disruptivo. Al parecer, Céline trabajaba en estas minucias en una etapa posterior al manuscrito; dado lo
apremiante de la situación, el proceso escritural sufrió una pausa definitiva, y así, con una sintaxis algo más llana, nos llega Guerra, un texto que, en gran medida –y esto,desde luego, no es poco decir–, está a la altura de Céline.
La Gran Guerra, más allá del aspecto temático, vuelve a inscribirse en la forma misma de la escritura del autor; a pesar de la relajada sintaxis, su fuerza, su vértigo, sus imágenes, graban en ella la virulencia (bélica, entre otras) característica en la obra del autor. “No olvides esto –le confiesa a un periodista en 1959, poco antes de fallecer–, sacrifiqué todo, dejé de ser escritor para ser cronista: la verdadera inspiración es la muerte”. Y, como afirma en el prólogo François Gibault, Guerra tiene mucho de
crónica novelada, o de crónica que, con el transcurso de los capítulos, cobra el valor de una novela.
Guerra
En el frente de Flandes, en lo que se comprende como el marco de la Primera Guerra Mundial, la explosión de un obús golpea al brigadier Ferdinand. Cuando despierta, rodeado de muerte, de cuerpos de compañeros sin vida, merodeará por el campo y se cruzará con un soldado inglés para terminar en el hospital de una ciudad belga. Esta es, en resumidas cuentas, la trama de la novela; pero hablamos de Céline y la ingenuidad roza a todo aquel que reduzca su valor al simple trajinar de una historia: es su trabajo con la escritura, con la oralidad, el que debe ser, sencillamente, explorado en cada lectura.

La primera tirada de la novela, de 80 mil ejemplares, se agotó en pocos días. Lo mismo ocurrió, en tan solo dos meses, con la segunda edición, que abundaba en 150 mil. Datos interesantes para pensar el tenso vínculo entre la moral y la figura de autor, entre la cultura de la cancelación y el consumo de esas obras que, de acuerdo con ciertos juicios biempensantes, no deberían consumirse. Recordemos que Céline publicó durante la ocupación alemana los llamados “panfletos antisemitas”: Bagatelas para una masacre (1937), La escuela de los cadáveres (1938) y Les beaux draps (1941), que la célebre editorial Gallimard quiso poner nuevamente en circulación en 2017 para cancelarla ni bien la polémica azotó la palestra pública.
Los manuscritos perdidos de Céline, antes que perdidos, fueron robados y celosamente resguardados por un anónimo (se conjetura que puede haberse tratado de Yvon Morandat, un miembro de la Resistencia). Y fueron entregados, durante la década de los 80, al periodista Jean-Pierre Thibaudat bajo una condición particularmente rencorosa o vengativa: debían ser revelados únicamente tras la muerte de Lucette Destouches, la viuda del escritor, que falleció en 2019, a los 107 años. Se privó así a la mujer de afrontar, con la edición de la obra, los gastos económicos que deparaba su frágil estado de salud. Evidentemente la mezquindad y la deshumanización asoman detrás de de cualquier bandera.
A más de sesenta años de su muerte, Céline sigue azuzando el sentido común y alterando el reposo de ciertas conciencias progresistas. “He aprendido a hacer música –afirma el narrador de Guerra– a soñar, a perdonar y, ya lo ven, a hacer bella literatura también, con algunos trocitos de horror arrancados al ruido que no acabará”. Es que, para Céline, la literatura se fragua con el sórdido material de la experiencia, aguzando el oído allí donde la mayoría no se atrevería siquiera a posar la mirada y extrayendo del infierno de los hombres la voz maldita que hipnotiza y que repele.