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Caras y Caretas

           

Mujer rebelde y animal político

María Sánchez de Mendeville, viuda de Thompson.

Desde niña, Mariquita Sánchez se plantó contra el orden establecido, al negarse a contraer un matrimonio por conveniencia. Fue una de las agitadoras de la Revolución de Mayo, y una pionera en la lucha por los derechos de las mujeres. Dejó huella política en la Buenos Aires del siglo XIX.

El virrey Rafael de Sobremonte leyó la carta, escrita con letra elegante y menuda, que le había sido entregada en mano, nerviosamente, por un alférez de la marina española.

“Excelentísimo Señor: Ya llegado el caso de haber apurado todos los medios de dulzura que el amor y la moderación me han sugerido por espacio de tres largos años para que mi madre, cuando no su aprobación, cuanto menos su consentimiento me concediese para la realización de mis honestos como justos deseos; pero todos han sido infructuosos, pues cada día está más inflexible. Así me es preciso defender mis derechos: o Vuestra Excelencia mándeme llamar a su presencia, pero sin ser acompañada de la de mi madre, para dar mi última resolución, o siendo esta la de casarme con mi primo, porque mi amor, mi salvación y mi reputación así lo desean y exigen (…) Nuestra causa es demasiado justa, según comprendo, para que Vuestra Excelencia nos dispense justicia, protección y favor. No se atenderá a cuanto pueda yo decir en el acto del depósito, pues las lágrimas de madre quizás me hagan decir no solo que no quiero salir, pero que ni quiero casarme (…) Por último, prevengo a V. E. que a ningún papel mío que no vaya por manos de mi primo dé V. E. asenso ni crédito, porque quién sabe lo que me pueden hacer que haga. Por ser esta mi voluntad, la firmo en Buenos Aires, a 10 de julio de 1804.”

La que firmaba era una de las niñas más agraciadas del Buenos Aires colonial, también la hija de una de sus familias más poderosas. María de Todos los Santos Sánchez de Velazco y Trillo, “Mariquita”, era la única hija del granadino Cecilio Sánchez de Velazco y de Magdalena Trillo y Cárdenas, viuda en primeras nupcias de un riquísimo comerciante, Manuel del Arco, cuya fortuna también heredó más tarde la jovencita.

Los Sánchez de Velazco tenían una vivienda lujosa para los estándares de la Gran Aldea, que no contaba entonces ni con 20.000 habitantes, situada en el corazón de la ciudad, en la manzana comprendida entre las actuales calle Florida (Unquera en esos tiempos, o del Empedrado), Sarmiento, San Martín y Perón.

Los años de la infancia fueron todo mimos, caprichos y una educación cuidada. La niña, que había nacido en noviembre de 1786, unía al encanto del padre andaluz la firmeza y la inteligencia quirúrgica de su señora madre.

El idilio filial terminó abruptamente en 1801, cuando los progenitores intentaron comprometer a la hija para un matrimonio de conveniencia con el adinerado comerciante Diego del Arco, tres veces mayor que ella y sobrino del primer marido de la mamá. Una práctica habitual de la sociedad colonial, donde el amor era un contratiempo, un obstáculo a la planificación de los matrimonios en las clases altas, siempre vinculados al afianzamiento del poder y del dinero.

La respuesta no fue la habitual. Mariquita, que aún no había cumplido los quince, anunció que estaba enamorada de su primo Martín Thompson y que no pensaba casarse con nadie que no fuera él. Los padres rechazaron la idea: ni siquiera estaba claro que Martín, alférez de la Armada española, perteneciera a la misma clase social, y el huérfano no tenía un peso ni herencia importante a la vista.

La pareja se comprometió sin la autorización, abriendo así tres años de una guerra sin cuartel que dejó atónita a la elite porteña. El muchacho, se murmuraba en los salones de la aristocracia, se tiznaba la cara y entraba disfrazado de aguatero para ver a su prima.

Los padres apelaron a todos los recursos: don Cecilio, íntimo del virrey del Pino, logró que su sobrino, que servía en el puerto de Buenos Aires, fuera trasladado primero a Montevideo y después a Cádiz. A pesar de la distancia, los novios lograron sostener una correspondencia clandestina.

En Buenos Aires, Mariquita se mantuvo en sus trece. Los padres organizaron una fastuosa fiesta de compromiso con Del Arco pero la jovencita, de 16 años, se negó a abandonar su dormitorio. Y ante el oficial de Justicia declaró formalmente su negativa al matrimonio y ratificó su compromiso con Thompson. La fiesta se canceló con escándalo. La niña había plantado muy alto el estandarte una centuria antes que los movimientos de mujeres: las cuestiones privadas son un asunto público.

Si la actitud de Mariquita adelantó el reloj casi un siglo, la respuesta paterna fue medieval. La encerraron en la Santa Casa de Ejercicios Espirituales, el convento que aún está en avenida Independencia y Salta y funcionó por varios siglos como una suerte de correccional para niñas y mujeres díscolas de las clases altas. En una de sus celdas, un cartelito recuerda: “Aquí estuvo recluida Mariquita Sánchez, por desobediencia a sus padres”.

Mariquita ya había cumplido 17 cuando Martín, de 26, logró volver a Buenos Aires. Doña Magdalena, otra vez viuda, fue inconmovible a sus ruegos y los novios decidieron apelar a un “juicio de disenso”, permitido por la Real Pragmática sobre Hijos de Familia, que regía en las colonias desde 1778.

La Pragmática de Carlos III fue una de las reformas borbónicas: arrebató al derecho canónico la decisión sobre los matrimonios y estableció que los hijos de familia, varones y mujeres menores de 25 años, debían obtener consentimiento de su padre; en su defecto, de la madre; y a falta de ambos, de otros parientes que enumera. Las clases subalternas estaban excluidas de esta exigencia que apuntaba a evitar los matrimonios socialmente desiguales y a menguar el poder eclesiástico. Los “juicios de disenso” permitían que la autoridad revocara la prohibición paterna o impidiera un matrimonio no deseado.

La madre argumentó: “Me es imposible convenir gustosa en que se case contigo pues basta que su padre, que tanto juicio tenía y tanto la amaba como hija única, lo haya rehusado en vida”. Pero Del Pino había regresado a España y Sobremonte era partidario de las reformas. Solo necesitó unos días para autorizar la boda. Los casó el confesor de Mariquita, fray Cayetano Rodríguez, el 29 de junio de 1805.

Más allá de las estrofas del Himno

Martín y Mariquita vivieron unos pocos años de felicidad en los que nacieron cinco hijos: Clementina, Juan, Magdalena, Florencia y Albina. La proeza matrimonial había convertido a la joven Mariquita en un personaje político de la Buenos Aires colonial. Thompson también tenía su prestigio, por su papel destacado en la lucha contra los ingleses.

Bajo el velo de las tertulias culturales, en el salón de los Thompson –como en otros de la aristocracia porteña–, se fue urdiendo la Revolución de Mayo. San Martín, Alvear, Cayetano Rodríguez, Blas Parera, Balcarce, Vicente López y Planes eran solo algunos de los infaltables. Martín y Mariquita formaban en el bando del joven secretario Mariano Moreno.

La leyenda dice que en casa de los Thompson, o tal vez en su quinta de San Isidro, el 14 de mayo de 1813, se cantaron por primera vez las estrofas del Himno Nacional. El suceso fue inmortalizado en “El pianoforte”, el famoso cuadro de Pedro Subercaseaux. Verdad o fantasía, alcanzó para encasillar a la mujer más política del siglo XIX en el limitado papel de la mera anfitriona de los que deciden.

Fue mucho más que eso. Si Mariquita había conmovido a la sociedad colonial defendiendo el derecho a la libertad de elección de la pareja, rápidamente mostró que allí no quedaban sus planteos, incorporando al debate el derecho a la educación de las niñas y cuestionando el conservadurismo del proceso revolucionario respecto del lugar de las mujeres. Va a fijar posición durante las guerras civiles entre unitarios y federales, a costa del exilio. Y sobre el final de su vida abogará, visionaria, por una inmigración que aporte al desarrollo y la modernización del país.

En 1816, Thompson fue enviado a los Estados Unidos a gestionar el reconocimiento del gobierno patrio y armas para defenderlo. En Nueva York se enfermó, perdió la razón: terminó internado en un manicomio donde le decían “Mr. Mariquita” por los gritos con los que reclamaba a su esposa. Ella escribía, desesperada, instrucciones sobre cómo cuidarlo: “No como a un débil enfermo, sino como a mi marido”. En 1818, Thompson murió en altamar, cuando lo traían de regreso a Buenos Aires.

Los criterios de la época desaconsejaban que una viuda joven persistiera en esa condición: el 25 de febrero de 1819, Mariquita se casó con un francés, recién llegado al Río de la Plata. Jean Baptiste Washington de Mendeville era siete años menor que ella. De ese matrimonio nacieron tres hijos: Julio, Carlos y Enrique. El solar de la calle Florida recibió desde entonces a cuanto extranjero pasó por Buenos Aires.

Gracias a las gestiones de su esposa, Mendeville, comerciante sin fortuna y profesor de música, fue nombrado cónsul. “Si su majestad aprobara el proyecto que yo creo es mi deber presentarle de establecer un inspector general de comercio de Francia en Buenos Aires, yo le propondríase le confiera el título al sr. Mendeville, sujeto de V. M. establecido en el país desde hace varios años. Él goza de una considerable fortuna y se encuentra en íntimas relaciones con los personajes más influyentes”, apunta el almirante Rosamel, de paso por Buenos Aires.

El nombramiento le sirvió al francés para ampliar también sus actividades comerciales. A Mariquita para incidir también en el mundo de la diplomacia.

En una de sus Cartas de Sud América, W. Parish Robertson la describe: “Casada doña Mariquita con el cónsul general de Francia, puede inferirse que ejercía gran influencia y gobierno en el elemento extranjero, y seguro estoy de que Lord Palmerston, con su reconocido tacto, su talento y savoir faire no ha puesto en los negocios de Downing Street más destreza y crecimiento que doña Mariquita con su diplomacia femenina en aquella espléndida mansión de la calle Empedrado. Desempeñábase –llegado el caso– con la soltura y sencillez de una condesa inglesa, con el ingenio y vivacidad de una marquesa de Francia o la gracia elegante de una patricia porteña, a punto que cada uno de estos países la hubiera reclamado para sí, de momento, con la nación de sus visitantes”.

Pero Mendeville era un tarambana que unía a su poca suerte en los negocios una intervención descarada en las facciones del partido federal. Las profundas desavenencias, amorosas, políticas y económicas de la pareja terminaron en una separación de facto a partir de 1835, cuando el francés dejó el país para ocupar el Consulado de Quito. Nunca volverían a verse y él rara vez honraría la renta que le debía a la madre de sus hijos.

Muchos años después. Mariquita le confesó en una carta a Juan Bautista Alberdi: “Voy a hablar con usted como con nadie. He hecho acciones con mi marido más que heroicas. Dos veces ha estado su consulado por el suelo; yo lo he levantado. Mil veces, por sus locuras habríamos estado en el fango; mi prudencia y paciencia lo tapaba todo. No le he dado un disgusto: mi fortuna a manos llenas (…) yo no tenía más voluntad que sus caprichos. Fui muy infeliz”.

La que escribe es la misma poderosa mujer que intervino a cara descubierta –cuando no era posible, discretamente– en todos los debates políticos de la época. Década tras década, discutió, polemizó, se carteó con los hombres más importantes del país. Desde José de San Martín hasta Sarmiento, desde Rosas hasta Alberdi o Esteban Echeverría. Los aconsejaba, los persuadía, los regañaba, se burlaba de ellos con dulce ironía, les hablaba como a sus hijos, les confiaba sus penas. Nadie dudaba de que era la mujer más importante del país.

La dama de la República

La participación política, se sabe, tiene para las mujeres del siglo XIX sus atajos. A pedido de Rivadavia, en 1823, Mariquita fundó la Sociedad de Beneficencia que a su vez fundó un hospital, la cárcel de mujeres, la casa de niños expósitos y todas las escuelas de niñas de la ciudad. El nombramiento generó malestar: se entendía como un acto anticlerical, ya que despojaba a la Iglesia del monopolio de las obras de caridad. Para más INRI, era la primera vez que una mujer ejercía oficialmente una función pública.

Mariquita Sánchez sería una militante de los derechos de las mujeres; creía en la educación como herramienta igualadora y civilizatoria y no abandonó esa convicción: fue inspectora de escuelas hasta los meses previos a su muerte, en 1868.

La prédica educativa atraviesa toda su correspondencia. En 1840 le escribía a su hijo Juan: “Al gobernador Ferré yo no puedo servirle sino para las escuelas de niñas (…) porque es preciso empezar por las mujeres, si se quiere civilizar un país, y más entre nosotros, que los hombres no son bastantes y que tienen las armas en las manos para destruirse constantemente”.

La señora sabía lo que pesaba. Amiga de la infancia de Juan Manuel de Rosas como de todas las familias fundadoras de la historia argentina, en 1836, Rosas la acusó de ser más francesa que americana. Ella respondió, entre tierna y airada: “Tú, que pones en el ‘cepo’ a Encarnación si no se adorna con tu divisa, debes de aprobarme, tanto más cuanto que no solo sigo tu doctrina sino las reglas del honor y del deber. ¿Qué harías si Encarnación se te hiciera unitaria? Yo sé lo que harías. Así, mi amigo, en tu mano está que yo sea americana o francesa. Te quiero como a un hermano y sentiría que me declararas la guerra”.

Los desencuentros con Rosas eran constantes. Cuando Mariquita había decidido exiliarse en Montevideo, Rosas le envió a su casa una esquela con una sola pregunta: “¿Por qué te vas?”. Ella contestó, simplemente: “Porque te tengo miedo”.

En Montevideo volvió a ser la anfitriona del Salón Literario y la confidente de la llamada generación del 37: Juan María Gutiérrez, Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi, Bartolomé Mitre. Buenos Aires se ha convertido en “la tierra de mis mil lágrimas”, decía ella. Pero su protagonismo no cejaba. Entre 1839 y 1840 escribió un diario a pedido de Esteban Echeverría. Más tarde escribió para Santiago de Estrada unas memorias de la vida colonial que son una radiografía extraordinaria de esa época.

Los exiliados encontraron en Mariquita una interlocutora agudísima, una analista sensible e inteligente, una mujer que se arrojaba con la misma decisión a la pasión amorosa que a la política.

Algunos aseguraban que Juan María Gutiérrez estuvo francamente enamorado de ella y que Mariquita le correspondió platónicamente. Otros opinaron que el romance fue con Echeverría cuando él también llegó a Montevideo. Lo que no dejaba dudas eran los sentimientos de Sarmiento. El sanjuanino les confesó a sus amigos el enervado deseo, el erotismo a destiempo, que le generaba esa mujer, tanto mayor que él.

Durante su exilio, Mariquita llegó hasta Río de Janeiro. Fue lo más lejos que estuvo de Buenos Aires y lo más cerca de una Corte europea. Esta intelectual afrancesada soñó a lo largo de toda su vida su viaje a Europa. En Francia y en España vivían algunos de sus hijos y nietos. “El viaje es para ella cultural, literario, social mientras su verdadero desplazamiento es el exilio a Uruguay y Brasil, que parece provocarle solo penurias y disgustos”, opina la historiadora Brigitte Natanson.

Después de la derrota de Rosas, regresó a Buenos Aires. No quedaba mucho de su fortuna. Tampoco llegaba la anhelada paz: la desesperaba la guerra civil entre Buenos Aires y la Confederación provincial, que dirigían Mitre y Urquiza, respectivamente. “Mi vida ha sido siempre un tejido de penas y males por esta política, y a mi vejez veo a mis nietos con el fusil en lo más encarnizado de la guerra. ¡Cuánto daría por irme a Europa! Más que nunca deseo alejarme de mi pobre patria, porque preveo una terrible y prolongada lucha, cualquiera que sea el triunfo (…) Esta pobre América tiene la maldición del Eterno, a mi modo de ver, y nosotros nos moriremos envueltos en esa misma maldición”, le escribe a Alberdi.

En 1858, un último gran debate la enfrentó con su gran adversario y amigo entrañable Domingo Faustino Sarmiento, entonces director general de Escuelas, que se oponía a destinar recursos especiales para la educación de las niñas. Mariquita, que como presidenta de la Sociedad de Beneficencia reclamaba presupuesto para las escuelas de niñas, le respondió con ironía: “Óigame con calma. No se empiece a pelear conmigo. Empiece por saber que lo que tengo al mes son mil pesos, para profesores, útiles y gas. En un tiempo dijo el gobierno a la Sociedad que se pedían a Norte América útiles y libros para las escuelas de ambos sexos. Teniendo esto presente, le pregunto si en ese depósito hay un globo, que necesito para mi escuela normal, que quiero organizarla de modo que usted no me murmure (…) Usted es un injusto, no se contenta con la política y los muchachos y quiere pelearse con las mujeres. ¡Y no sabe usted qué malos enemigos son!”.

María Gabriela Mizraje trabajó una cuidada compilación de los diarios, cartas y recuerdos que documentan el protagonismo político de Mariquita a lo largo de toda su vida. Intimidad y política, que editó Adriana Hidalgo, muestra a una cronista incisiva y refinada, que iba de lo público a lo privado, que interpelaba sin pelos en la lengua los usos y costumbres de su tiempo, que mimaba a sus hijos, se burlaba de las “tareas femeniles”, lamentaba no haber viajado nunca a Europa. Y que muchas veces añoraba una vida solo con sus amigas e hijas, al margen de las penurias de las guerras civiles y las mezquindades masculinas.

“Si yo no escuchara sino mi corazón y mi gusto –escribió a su hija Florencia–, mira lo que haría: nos uniríamos en la casa grande tú y las Larrea, viviríamos como pudiéramos y nos consolaríamos todas juntas. Los árboles de tu casa, comisionaría a M. Picolet de componerme con ellos la huerta. Haríamos un buen gallinero y todo lo arreglaríamos muy bien (…) ¡Si esto pudiera hacerse! Catalina sería la que correría con todo, le daríamos a ella la plata, ¡qué consuelo para todas!”

La dama patricia que dirigió la imperativa colecta para comprar los fusiles de las primeras expediciones de la Revolución de Mayo falleció el 23 de octubre de 1868 en la ciudad que la vio nacer, poco antes de cumplir los 82, cuando Sarmiento estaba por convertirse en presidente de la Nación.

María Sánchez de Thompson Mendeville había acompañado como mujer rebelde y animal político el pulso de sus sueños, amores y proyectos, casi el primer siglo de la Argentina. Cuando nació, Buenos Aires era apenas la Gran Aldea. Cuando murió, era una ciudad que estaba por dar un salto histórico convocando –como ella, visionaria, reclamaba– a cientos de miles de inmigrantes.

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Olga Viglieca
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