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Caras y Caretas

           

La banalidad del mal

El derrocamiento de Yrigoyen no solo inauguró la era de los golpes de Estado en la Argentina del siglo XX. Al darle reconocimiento institucional, la Corte de 1930 sentó un precedente del que se valieron todas las dictaduras hasta 1976 para mantenerse en el poder en connivencia con la Justicia.

La Corte Suprema tiene una mancha indeleble en su historia: la acordada que firmó el 10 de septiembre de 1930 –cuatro días después del primer golpe de Estado– y cuya doctrina fueron manteniendo los integrantes del máximo tribunal con cada una de las irrupciones militares que se sucedieron a lo largo del siglo XX. Esa marca es, para muchos, la evidencia de que el tribunal estuvo, en general, predispuesto a alinearse con los vencedores en lugar de funcionar como un freno frente a la vulneración de los derechos de los vencidos.

El 6 de septiembre de 1930, José Félix Uriburu sacó del poder a Hipólito Yrigoyen. Para entonces, la Corte Suprema tenía cuatro miembros. Durante el gobierno radical, había muerto el quinto integrante, Antonio
Bermejo, pero Yrigoyen no había llegado a impulsar su reemplazo. El tribunal, entonces, estaba compuesto, por José Figueroa Alcorta, Roberto Repetto, Antonio Sagarna y Ricardo Guido Levalle. El procurador ante la Corte era Horacio Rodríguez Larreta, tío abuelo homónimo del actual jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Yrigoyen había propuesto que Figueroa Alcorta se convirtiera en el presidente del alto tribunal tras la muerte de Bermejo. Para entonces, Figueroa Alcorta tenía 70 años y una carrera política nada desdeñable: había sido vicepresidente de Manuel Quintana y, después de su muerte, había quedado a cargo del Poder
Ejecutivo. De ideas conservadoras, Figueroa Alcorta había llegado a la Corte en 1915, un año antes de que Yrigoyen asumiera la presidencia de la Nación.

El 9 de septiembre de 1930, Figueroa Alcorta recibió en su propia casa la notificación de que se había constituido un “gobierno provisional”. Al día siguiente, el diario La Prensa publicó que se esperaba una reunión en la Casa Rosada entre Uriburu y los integrantes de la Corte. Según recuerdan familiares de los cortesanos –como Roberto Repetto (hijo)–, ese encuentro no se concretó, pero sí hubo intermediarios entre el tribunal y el dictador. Quien habría jugado el rol de “operador” judicial fue Manuel Montes de Oca, a quien Figueroa conocía bien porque lo había nombrado canciller en su gobierno. De acuerdo con esta versión, fue Montes de Oca el encargado de sondear si la Corte estaría dispuesta a darle el reconocimiento al “gobierno provisional”, según reconstruyeron Susana Cayuso y María Angélica Gelli.

La Corte Suprema entonces no esperó que le llegara un caso para fallar, sino que decidió redactar una acordada. Según Repetto (h), fue su padre quien la escribió después de una fuerte discusión con Figueroa Alcorta, que no estaba entusiasmado con convalidar un gobierno de facto. “El gobierno provisional que acaba de constituirse en el país es, pues, un gobierno de facto cuyo título no puede ser discutido con éxito por las personas en cuanto ejercita la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y seguridad social”, decía el texto.

LA CONSTITUCIÓN, BIEN, GRACIAS

Había un antecedente a esta acordada. En 1865, la Corte Suprema debió pronunciarse acerca de la validez de los actos dictados por Bartolomé Mitre que, tras la batalla de Pavón, se había convertido en el “gobernador de Buenos Aires encargado del Poder Ejecutivo Nacional”. En ese momento, el tribunal consideró válido lo actuado por Mitre por entender que su poder provenía de una “revolución triunfante” que había contado con el “asentimiento de los pueblos”.

Yrigoyen fue detenido por orden de Uriburu. Presentó un habeas corpus contra su detención y llegó hasta la Corte Suprema, que le denegó su libertad. Ante una presentación posterior del líder radical, la Corte no solamente aplicó la doctrina que había creado el 10 de septiembre de 1930, sino que la intensificó: “La revolución triunfante ha obtenido el reconocimiento de poder de hecho por esta Corte Suprema en mérito del consenso y acatamiento general del país y de su aptitud para asegurar la paz y el orden de la Nación y, por consiguiente, para proteger la libertad, la vida y la propiedad de las personas”.

Ante el nuevo golpe de 1943, la Corte Suprema recurrió a la vieja receta de la acordada y ratificó lo que venía sosteniendo. En 1947, el Senado destituyó a Sagarna, uno de los jueces que habían firmado la doctrina de 1930. Uno de los cargos en su contra fue justamente ese.

Cuando la denominada Revolución Libertadora derrocó al presidente Juan Domingo Perón, no hubo juicios políticos sino una directa remoción de los integrantes de la Corte. Tras un decreto del dictador Eduardo Lonardi, Alfredo Orgaz, Manuel Argañarás, Enrique Galli, Carlos Herrera y Jorge Vera Vallejo juraron en la Corte. En junio de 1957, el alto tribunal convalidó la actuación de la Junta Nacional de Recuperación Patrimonial, una comisión especial creada por la Libertadora para investigar los bienes adquiridos por todos los dirigentes peronistas y que había despojado de los suyos a Perón. Fieles a quienes los habían llevado al Palacio de Justicia y que habían prohibido hasta la mención de Perón, los cortesanos escribieron que “la Revolución del 16 de septiembre de 1955 se hizo solamente contra los abusos”.

No hubo cambios sustanciales en la doctrina de la Corte durante la dictadura de la llamada Revolución Argentina que, en 1966, encabezó Juan Carlos Onganía con su plan de resistir en el poder tanto tiempo como el mismísimo Francisco Franco en España. La dictadura de 1976 dejó en manos de la Fuerza Aérea el manejo de la Justicia. Como no tenía experiencia, recurrió a instituciones de claro tinte conservador, como el Colegio de Abogados de la calle Montevideo, para asesorarse sobre qué jueces designar en el máximo tribunal, que ratificó ese mismo año la validez de los actos del régimen militar. En noviembre de 1976, rechazó un habeas corpus que había presentado una presa política, María Cristina Ercoli, que quería que se le reconociera la opción de salir del país. “Un verdadero estado de necesidad reinante en el país obligó a las Fuerzas Armadas a tomar a su cargo el Gobierno de la Nación”, respondió la Corte entonces. Al año siguiente, rechazó un habeas corpus colectivo. Como reconstruyeron Juan Pablo Bohoslavsky y Roberto Gargarella, Jorge Rafael Videla recibió el fallo de mano del presidente del tribunal, Horacio Heredia, que él mismo había designado. “Lo felicito, tenemos Justicia”, le contestó el dictador.

La Corte Suprema democrática –durante los primeros años del gobierno de Raúl Alfonsín– sostuvo que eran a priori inválidas las normas de facto. Pero después de convalidar la Obediencia Debida y después de los indultos menemistas, se contradijo en fallos como Godoy (1990) o Pignataro (1991) al decir que debe reconocer la validez o legitimidad de los actos de los gobernantes de facto, instaurando un tiempo de injusticia que tardó más de una década en repararse.

Escrito por
Luciana Bertoia
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