A los presos los liberamos nosotros, que eso quede claro. Desde Madrid, la voz cascada tronó en el auricular del teléfono que en Buenos Aires sostenía su delegado político, el joven que apenas con la astucia de un papel en blanco y la melancolía como marca de agua se presentó en la cárcel de Devoto para decretar la liberación de las presas y los presos políticos de todo el país. La orden de Juan Domingo Perón a Juan Manuel Abal Medina daría por terminadas las internas caóticas que rodearon las horas de una libertad urgente. Y esa libertad solo debía otorgarla el peronismo.
“Le pregunté si debía hacerlo sin esperar la amnistía o, al menos, el indulto”, relata hoy Abal Medina en su libro Conocer a Perón. Destierro y regreso (Planeta). “Me contestó: ‘Libérelos de una vez’. Dije: ‘¿A todos, mi General?’. ‘A todos, a todos… No podemos hacer otra cosa’.”
El diálogo crispado ocurrió a las 20 del 25 de mayo de 1973. Habían pasado doce horas desde que Héctor Cámpora había asumido la presidencia de la Nación con un discurso brillante, pero demasiado largo: las calles ardían y sectores de la Tendencia peronista y las agrupaciones de izquierda preparaban movilizaciones a las cárceles de todo el país, para obtener la liberación ese mismo día. Militantes del PRT-ERP se concentraron desde temprano en las puertas del penal. El Devotazo ya se había gestado. A Abal Medina la confirmación del caos se la dio en tiempo real el diputado Julio Mera Figueroa, que precisamente lo llamó desde dentro de la cárcel, donde se encontraba con un grupo e legisladores. “Me dijo que los presos habían tomado los pabellones y afuera había una multitud que reclamaba la inmediata liberación y amenazaba con tirar el portón con un camión o un poste de alambrado que había sacado.” “Ninguna tregua al ejército opresor.” Un grupo de manifestantes agita la consigna sobre un paño que ondea en una terraza cercana al penal. Policías apostados en las esquinas de la cárcel observan atribulados. Sobre la escarcha de mayo avanzan columnas de militantes, familiares de detenides, estudiantes secundarios, universitarios, trabajadores, niñas y niños de a pie o en bicicleta: el pueblo va al rescate. El crisol de orgas es amplio: adentro conviven PRT, comunistas, Montoneros, Resistencia Peronista, FAR. María Antonia Berger, Alberto Camps y Ricardo Haidar, sobrevivientes de la masacre de Trelew, el 22 de agosto de 1972, graban su testimonio en el Geloso de Paco Urondo, materia vital de La patria fusilada. Perón sabía que Trelew había sido el punto de inflexión; la sangre derramada de los combatientes quebró las reglas del juego, lamenta Abal Medina. “El Estado había masacrado a prisioneros.”
ENTRETELONES DE LA LIBERACIÓN
“Ni un solo día de gobierno peronista con presos políticos” era consigna y mandato de la Tendencia. Sus abogados, Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, gestionaban la liberación inmediata con Cámpora y Esteban Righi, su hombre de confianza y ministro del Interior, que miraban el indulto como signo de debilitamiento político, pero las bases y las rejas no estaban dispuestas a bancar la letanía de un debate parlamentario. “Esa euforia cargada de presagios”, como define Roberto Perdía en su libro Montoneros. El peronismo combatiente en primera persona, se cristalizaba en el festejo popular en Plaza de Mayo, que había amanecido surcada por el gigantesco cartel de “Montoneros”. La liberación de presas y presos políticos no debía ser otra cosa que un trámite exprés, el simple giro de una llave en el cerrojo. Sin embargo, en el encierro primaba la desconfianza. El ruido de los jarros de metal contra las rejas, las llamas en los pabellones comunes, columnas con antorchas, el grito aunado de 50 mil almas inundando las calles de Devoto: “¡Abran, carajo, o la tiramo’ abajo!”.
–Señores, tienen que tranquilizar a la multitud, porque están amenazando con romper la puerta –imploró Righi por teléfono a los delegados de la conducción de presas y presos, que ya circulaban libremente por los pabellones y la dirección. “Por toda respuesta –detallan Santiago Garaño y Werner Pertot en Trelew, donde comenzó–, Pedro Cazes Camarero se dirigió a la multitud: ‘No se desconcentren. Ustedes son la garantía de nuestra libertad y un gobierno popular no puede reprimir al pueblo’, bramó Pedro, que terminó a las puteadas con los peronistas.”
Sin autoridad formal, Abal Medina llegó a Devoto, trepó la pasarela donde comunicaban las novedades y le quitó el megáfono a Cazes Camarero. “Empezó a hablarles a las masas de historia argentina, el rosismo, la resistencia peronista, Frondizi…”, describe Marcelo Larraquy en Primavera sangrienta. “Por todo lo dicho, quedan en libertad.” Pedro le arrancó de las manos el “documento” que ordenaba la liberación: era una hoja en blanco. A las 22.20, Righi anunciaba por televisión la ansiada libertad.
Hacia las primeras horas de la madrugada del 26, corrió el rumor de que unas setenta personas seguían detenidas. Los manifestantes intentaron abrir la puerta del penal con una parada de colectivo y en minutos comenzaron a escucharse los escopetazos de Ithaca. La policía lanzaba gases lacrimógenos. “Desde el penal, abrieron fuego con ametralladoras. Los más duchos se tiraron cuerpo a tierra, mientras la multitud se desbandaba. Un militante de la JP, Oscar Horacio Lysac, de 16 años, cayó muerto con un disparo en el pecho”, relatan Garaño y Pertot. “Cerca de él, Carlos Miguel Sfeir, que se había integrado a Vanguardia Comunista en la Facultad de Ciencias Económicas, también recibió un balazo.” –Llévenselo de acá o lo fusilamos –gritó un policía a los que rodeaban a Carlos, de 17 años. Un amigo logró llevarlo al Hospital Alvear. Murió durante la operación. Aquella euforia y esas caídas también fueron presagio. Horas antes de la tragedia, un televisor instalado en la dirección de Devoto se convertiría en los ojos de Envar El Kadri, que no podía ocultar la emoción frente a esa multitud en blanco y negro. Lo observaba Julio Troxler, sobreviviente de los fusilamientos de José León Suárez, que riendo cómplice hizo el obsequio: “Soy jefe de la Policía bonaerense”, se prepeó ante un oficial. “Me hago cargo de los presos.” Afuera, miles de manifestantes los esperaban para fundirse en un abrazo que sonó a eternidad.