María Elena Walsh ha sufrido el inusual halago de haberse convertido, casi, en autora anónima. Hay pocos ejemplos en la literatura argentina en donde la distancia entre la autora y el conocimiento sobre ella sea tan enorme como es en el caso de María Elena Walsh. Una gran mayoría conoce la historia de la tortuga Manuelita, sospecha que las vacas humahuaqueñas son estudiosas, que existen lugares en donde las batatas pueden aspirar a la categoría de reinas y que, dependiendo de la orientación geográfica, los jacarandás insisten en llover de modo celeste. Pero esa misma mayoría no tiene idea (o apenas una idea muy difusa) sobre quién dio a luz esas canciones. Al margen de qué tanto o tan poco se sepa sobre la autora de la banda sonora de las infancias (y adulteces) argentinas, lo cierto es que ya son por lo menos cuatro las generaciones que han crecido con los textos y las músicas de Walsh.
Existen algunos trabajos sobre la vida y la obra de Walsh (Julieta Gómez Paz, Cuatro actitudes poéticas; Ilse Luraschi y Kay Sibbald, María Elena Walsh o el desafío de la limitación; Sergio Pujol, Como la cigarra. María Elena Walsh. Una biografía), pero estos son más bien escasos y difíciles de conseguir. Lo mismo sucede, cosa que no deja de sorprender, con una gran parte de su obra, tanto literaria como musical.
Sin embargo, a pesar de este despojado panorama crítico y biográfico, la persistencia de su producción no deja de constituir una esperanzadora y constante sorpresa. Sospecho que esta insistencia en seguir tozudamente viva, insistencia que supo pronosticar en “Como la cigarra”, es producto de la generosa plasticidad de su obra.
En buena medida, la riqueza musical y literaria de Walsh es el resultado de su democrático interés por las formas culturales más diversas. De la literatura francesa e inglesa a los folclores (el de España, el de Argentina), nada fue ajeno a los ojos y oídos atentos de María Elena Walsh.
EL REINO DEL REVÉS
Solemos pensar, quizá por exceso de pereza, que la obra de María Elena Walsh puede ser dividida en “para grandes” y “para chicos”. Pero eso no es del todo cierto. Por un lado, Walsh nunca trató a la audiencia infantil como si fueran una suerte de potenciales seres humanos, sino como (¡oh sorpresa!) personas. Personas de menor edad, con menos experiencia, pero no me nos personas por eso. En consecuencia, cuando a través de sus canciones, obras de teatro y poemas se dirigía al (presunto) público infantil, lo hacía utilizando los mismos recursos y herramientas lingüísticas de las que se supo valer en el resto de su obra. No les hablaba “en fácil”, no simplificaba historias y argumentos, así como tampoco eludía tristezas y complejidades, inevitables en la vida de toda persona que tenga pretensiones de ser humana. Es muy probable que quien de pequeño haya escuchado “La pájara Pinta” (de Canciones para mirar, 1963) haya tenido en esa canción la primera representación de la experiencia de la muerte, de la violencia y del carácter sanador de la expresión artística.
Por el otro lado, las canciones y los textos “para grandes” cuentan con el mismo cuidado equipaje literario que sus trabajos “para chicos”. Puede cada quien regodearse con los juegos verbales de su “Balada de Comodus Viscach” y reconocerse no sin un dejo
de culpa en eso de “sonreírle a los de arriba/ que son machos y son muchos”. En simétrica comprensión, Walsh siempre supo que toda persona adulta cuenta con la capacidad de sorprenderse y de jugar. Es por eso también que más allá de constituirse en imprescindible compañía durante la infancia, muchas de sus canciones presuntamente infantiles continúan aportando sentido y sustento en la adultez. ¿Por qué motivo, si no, nos es posible seguir reconociendo la cotidiana realidad que transitamos al escuchar “En el país de Nomeacuerdo”?
Para todos y todas, personas menos y más grandes, María Elena Walsh supo compartirnos su estrategia para enfrentarnos a las estructuras (sociales, culturales) cuando estas, inevitable mente, se anquilosaban. Tomemos, por tomar uno entre tantos relatos, la “Historia de una princesa, su papá y el príncipe Kinoto Fukasuka”. Recuerdo haberme deslumbrado la primera vez que lo oí (es el primer cuento que se escucha en su disco Cuentopos, 1968). Por lo pronto, la princesa Sukimuki hablaba en japonés, y el japonés era igual al jeringoso. Y la princesa estaba aburrida porque, caramba, todo le estaba prohibido. Y frente a prohibiciones tan estrictas e ilógicas, la única opción responsable era la desobediencia. Supe entonces –aunque fuera una lección que me llevaría años aprender– que los límites del lenguaje no son los que dictan los diccionarios o las reales academias, y que padres, madres, encargadas y tutores, más allá de sus talentos y buenas voluntades, no siempre lo saben todo, no siempre tienen razón. Y que mi obligación, como la de cualquier otra niña o niño que se preciara de ser un ser pensante, era la rebeldía.
Si prefieren una canción, ¿conocen algún tema que describa tan acabadamente la sensación de lo que significa nuestro país además de “El reino del revés”? Me consta que de chico me parecía desopilante que todo fuera de otro modo a lo esperado, que los osos cupieran dentro de una nuez o que los bebés llevaran sendas barbas y bigotes. Ya adulto, me parecía acertadísimo (aunque no tan desopilante) eso de “que un ladrón es vigilante y otro es juez/ y que dos y dos son tres”. La canción no cambió en nada, pero el paso del tiempo me supo otorgar la capacidad de comprender que cuando de Walsh se trata, todo siempre dice más que una sola cosa. Y que esos múltiples sentidos ni se chocan ni se molestan, sino que se complementan. Todo es cuestión de tenerse paciencia y descubrir el universo que circula por sus versos.
Tendrá cada quien, imagino, un personaje o una historia favorita cuando de Walsh y sus canciones se trate. Pero más allá de preferencias individuales, merced a su obra (canciones, teatro, música, artículos periodísticos e infinidad de etcéteras), el tiempo en el que transcurrimos resulta más habitable y más humano. Podemos confiar en que, como nos canta en “Canción del jardinero”,
cuando nos vamos a dormir, cerramos los ojos y soñamos con el olor de un país florecido para nosotros. Dicho de otro modo, nuestras infancias tienen su nombre. Y si la suerte, la capacidad de asombro y la constatación de que “valen más dos temores que una esperanza” nos dan el visto bueno, también nuestras adulteces la saben compañía en nuestro devenir.