La relación de Leonardo Favio (nacido Juan Jorge Jury Olivera) con Juan Domingo Perón y el peronismo salteó las instancias de la política orgánica. Se trató, desde el artista hacia el líder, de una devoción y una fe. El decir político de Favio representa una incondicionalidad que no es fácil ubicar en un lugar exacto del arco peronista. En ese brete se lo ha imaginado más volcado hacia la ortodoxia. Escudado en una espiritual línea directa con el General no pudo disipar una visión que lo plantó en un limbo mediador que le trajo no pocos disgustos. Favio tenía una antena que le permitía olisquear antiperonismo, por ejemplo, en quien cuestionara al sindicalismo aunque allí anidaran también fuerzas regresivas.
Eso sí, nadie dudaría en ubicarlo en el primer pelotón de cualquier peronómetro. Ahí están sus palabras de 1971, luego de conocer al líder en Puerta de Hierro en Madrid: “Lo que haga él, bien hecho estará”. O su opinión sobre cómo el General conduciría a la Argentina ante su inminente regreso: “Nunca se equivocó. ¿Por qué se va a equivocar ahora?”.
El pibe nacido en Mendoza tenía una pasta vital que lo hacía transgresor y carne de reformatorio junto a etapas de pobreza terminal y una intuición humanista basada en la certeza de que solo no se consigue nada. Todo eso más una solidaridad hacia los arrojados del sistema alcanzada por una flecha que va de la autocompasión a la compasión. Así lo dejó escrito: “Me hice peronista por intuición. Cuando era pequeño estaba en una pobreza infinita y de golpe comienza la felicidad. Voy avivándome de cosas. Cuando llega una máquina de coser… es una intuición que se va acercando a través de hechos concretos”.
Como canta la Marcha lo que le pega al pibe cuyano es “la realidad efectiva”: los obreros trajeados dando la pueblerina vuelta del perro, sentándose en la confitería del centro a tomar cerveza, las luces almidonadas de los de guardapolvos blancos, el abuelo jubilado con fondos para sacar a pasear a los nietos. Contó Favio que mucho antes de leer a Arturo Jauretche y, sobre todo, al propio Perón, para él aquellas imágenes de vida amable encarnaron muy tempranamente el quid cristiano de “amaos los unos a los otros”.
Padecerá el brusco reverso del feliz retablo popular, pues tiene 17 años cuando irrumpe la Libertadora. Por entonces ya se movía su temperamento artístico como un aspirante a tomar por el cuello a Buenos Aires. Un camino ripioso con pozos y euforias, una profesión inicial (actor) y un descubrimiento fulgurante (el cine) como asistente de un gorila impenitente que lo acogió con gesto paternal: Leopoldo Torre Nilsson.
El peronismo estaba proscripto y los sucesivos gobiernos militares no sabían cómo hacer caer a Perón del tablero cuando Favio actor fue contratado para trabajar en España. No deja pasar la ocasión para mandarse a Puerta de Hierro. En una entrevista, dijo: “Desahogué toda mi rabia. No hablamos, me escuchó… me escuchó mucho”. Perón le regaló luego una talla del Viejo Vizcacha, pero el chico mendocino quería otra cosa, el gorrito: su peso icónico y popular.
RESISTENCIA
A las canciones de Leonardo Favio por entonces las tarareaban hasta las piedras. Su sola persona era un megáfono que repartía fe peronista, resistencia y el “luche y vuelve” en los rincones e intersticios de su vida espectacular vigilada por los militares. Abanicaba la inminencia del regreso del General con una esperanza verde que no se desteñiría por los conflictos internos del movimiento y la potente novedad del protagonismo joven que le agregaba letras radicalizadas a la doctrina. Su entusiasmo persistió intacto cuando fue uno de los 113 convidados a viajar en el avión de Alitalia que traía a Perón desde Roma acompañado por curas, deportistas, políticos, militantes de la Tendencia Revolucionaria y ortodoxos verticalistas. Favio tuvo ese vuelo feliz junto con Hugo del Carril, Chunchuna Villafañe y Marilina Ross, entre otros.
LA MASACRE
Pero el sueño de acomodar la realidad a las imágenes de una nueva edad de oro peronista le estallaría en la cara con el segundo y definitivo retorno de Perón al país, el 20 de junio de 1973. Ezeiza, la masacre de Ezeiza, escenificó en términos dramáticos el pase de peronismo como arco pluriideológico a un dualismo de blanco o negro. Y la derecha justicialista hizo del multitudinario recibimiento popular una batalla en el terreno, un campo de marte en el lugar del jolgorio. La ortodoxia de la “pureza” peronista copó el palco con armas pesadas y se dispuso a cumplir su fin: que todas las líneas que convergían en la Tendencia Revolucionaria no llegaran a las barbas de Perón para que no apunte el protagonismo social de los jóvenes. Favio estaba en ese palco.
Y algo sabía o algo olisqueó porque antes de que descerrajaran la primera ráfaga contra la Columna Sur de la Tendencia él pedía desde el micrófono que nadie se subiera a los árboles porque resultaría peligroso. O sea: sabía o intuía que quienes lo hicieran se convertirían en el blanco fácil de los pesados fierros que había visto en manos de la Juventud Sindical y Smata que custodiaban el palco. Desde allí y desde una escuela cercana, llovió una balacera que desmadró ese palco y sus alrededores: ya había víctimas, humo, un automóvil en llamas. Favio gritó ahogado por los tiros: “Les ruego a los peronistas que no hagan uso de las armas”. La fiesta del reencuentro se borró bajo la metralla. El hotel de Ezeiza se convirtió en un rápido hospital de campaña y en algo más, que el cantor-cineasta comprobó personalmente: la banda del militar retirado Jorge Osinde, hombre de inteligencia del primer peronismo, tenía allí una sala de torturas. Osinde, sindicado responsable de la masacre, con unos trescientos hombres armados habían asesinado a trece militantes y dejado 350 heridos.
Favio vio desvanecerse el sueño de armonía política y social ante sus ojos, y desde su conformación político-emocional pensó que lo mejor sería, como fue, remitirse solo al conductor irremplazable, por encima de cualquier aspirante a apóstol.
Pasado más de un cuarto de siglo de la muerte de Perón, estrenó la Sinfonía del sentimiento, un opus singular marcado por el monumentalismo, el montaje audaz, los procedimientos digitales. En términos de visión política, la pasión buenista gambeteó una vez el discurso crítico siquiera en torno de personajes siniestros como José López Rega o el propio Osinde. Resumió en cinco horas y 46 minutos una parva documental de 120 metros de cinta. Armó una oda emocional que no pretendía homenajear al cine ni al rigor histórico, sino a su amor indeleble por un movimiento político y sus líderes, Perón y Evita. Acaso buscó saldar cuentas con las dedicatorias: Héctor J. Cámpora, José Ignacio Rucci, Hugo del Carril, Ricardo Carpani, Rodolfo Walsh, Fernando “Pino” Solanas y el grupo Cine Liberación. Pueden leerse como una toma de posición final.