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Caras y Caretas

           

“Nuestro propósito era ser libres y marginales”

Ilustración: Jung!
Ilustración: Jung!

Jorge Zuhair Jury es escritor, guionista y director de cine. Es también hermano de Leonardo Favio, quien llevó a la pantalla grande muchos de sus textos. En este reportaje habla sobre el proceso creativo, la infancia, la vida al borde de la exclusión y las influencias de su madre artista.

Al escritor, guionista y director de cine Jorge Zuhair Jury lo conmueve el mundo de las clases humildes, donde se amalgaman la sencillez, el sufrimiento, la bonhomía y la marginalidad. Es aquel en el que, dice, vive ahora, rodeado de “changarines”, en un barrio de la provincia de Buenos Aires. Y el mismo de su natal Luján de Cuyo, en la provincia de Mendoza, un “pueblo conservador, de características medievales”, que inspiró El dependiente, uno de los tantos guiones que coescribió junto a su hermano, el genial realizador Leonardo Favio.

Jury ni sospechaba que iba a convertirse en escritor, ya que había leído, “a las perdidas, alguna novela guardada en un baúl, en el rancho” de su pueblo. Debutó con El dependiente y otros cuentos (Galerna, 1969), que incluía “El romance del Aniceto y la Francisca”–reeditado en solitario en 2010 por Editorial Mil Botellas– y le siguieron Había una vez un general (Orion, 1973) y El glorioso velorio de la Juana Pájaro y otros cuentos (Morita, 2013).

 Tampoco imaginó que estaría detrás de cámaras, un viaje en solitario que inició con El fantástico mundo de la María Montiel (1978) –obtuvo el primer premio del Festival Internacional de Karlovy Vary en la actual República Checa– y continuó con La mayoría silenciada (1986), El largo viaje de Nahuel Pan (1995), Tobi y el libro mágico (2001), Doña Ana (2001) y El piano mudo (2009).

Mucho menos pensó que la narrativa de sus guiones y el lenguaje visual de Favio, inspirados en las propias vivencias, marcarían un punto de inflexión en la narrativa cinematográfica argentina. De ese descubrimiento inesperado de la mano de su intrépido hermano, de la infancia y de su desprecio por el cine devenido industria, Jury habló con Caras y Caretas.

–En las películas de Leonardo Favio convivían lo popular y el realismo mágico. ¿Cómo era el proceso de escritura de los guiones?

–En realidad, no había un proceso. Los temas surgían naturalmente. Crónica de un niño solo, el primer guion que escribí, cuando tenía 23 años, nació de manera natural, porque era una experiencia personal. Nuestras creaciones tienen particularidades, no hay nada premeditado, no tuvimos el ansia de “ser” algo. Todo llegó solo. Nuestro propósito era ser libres y marginales, por todos los costados. Ese era nuestro mundo, el de la libertad total, incluso la transgresión. De buenas a primeras, él con 18 años y yo con 21, ingresamos en un mundo con el que no teníamos nada que ver.

–¿Cómo fueron la niñez y la primera juventud de marginalidad?

–Conocimos la necesidad del hambre. No la sufrimos, fue un aporte, un cimiento que nos refinó la sensibilidad, al punto de que conocemos la vida por completo. A veces digo que recorrimos todos los costados del cielo y del infierno. Estuvimos en un orfanato tres años, un lugar atroz. Mi madre había quedado sola cuando éramos muy chicos. Vino a Buenos Aires, a probar suerte como actriz, y luego nos trajo –mi hermano tenía 6 años y yo 9–, pero nos llevó a ese colegio: ella creía que era un lugar de contención para los niños. Pero era una cárcel. Cuando nos visitaba y nos preguntaba cómo nos trataban, yo le decía: “Es una maravilla”, para que no sufriera. Cuando salimos teníamos como cuatrocientos años. La pubertad la pasamos en Luján de Cuyo. Andábamos en la marginalidad, en cosas bravísimas.

–¿Y cómo fue ese paso hacia el cine?

–Un día, mi madre, que escribía teatro, hizo una obra ambientada en España (N. de la R.: su madre era de Navarra y estaba muy consustanciada con la poesía española y el modo de decir), de orden trágico. El protagonista era un campesino primitivo, de casi 60 años. Había una pasión y todo terminaba en una tragedia. Le pidió a mi hermano que fuera el protagonista. Él tenía 18 años y no quería interpretar a un viejo, pero finalmente lo hizo. Y pronunciaba el castizo rancio de manera exacta. Se hizo en una colonia española, en San Juan. Terminó la obra, mi hermano se sacó el bigote y la barba, y cuando la gente vio que era un chico no lo podía creer. Todavía escucho los aplausos. Mi madre dijo: “A este chico le quedan chicas las provincias”. Y nos vinimos a Buenos Aires.

–Así empezó todo.

–Mi hermano empezó a recorrer canales de TV, yo no sabía qué hacer de mi vida porque había dejado mi mundo, los amores, el lumpenaje. Y un día, Favio dijo: “Quiero dirigir cine. ¿Qué te parece si escribimos algo sobre lo que pasamos en el orfanato?”. Y así nació Crónica de un niño solo. Estuvimos tocados por una vara de milagros. Realmente no me explico de dónde sacó mi hermano esa luminosidad para encontrar un lenguaje nuevo, veraz, de cámara a nivel de lo humano, con los tiempos naturales. Eran épocas donde se hacían comedias porteñas que a nadie le importaban, solo a la clase media –que existía únicamente en las ciudades y capitales–, y que no tenían nada que ver con la dramática existencial de la humanidad.

–Los personajes que abordaban eran siempre desclasados, pero entrañables. ¿Por qué hoy no tienen tanto espacio en el cine?

–Todos tenemos algo de entrañable. Si uno escarba un poco, a las personas siempre les encuentra un brillante en medio de tanta oscuridad. Y esos personajes ya no abundan porque imperan el neoliberalismo y sus ideas. A la gente, lo único que le interesa es que la entretengan. Y quienes manejan la cultura suelen decir que el cine es una industria del entretenimiento. No es ninguna de las dos cosas. Industria es una fábrica de chorizos y entretenimiento es un parque de diversiones.

–En los films de Favio predominan las imágenes visuales más que la palabra y el lenguaje está más cerca de la literatura del cine. ¿En esa impronta poética reconoce la influencia de su madre, que era escritora?

–Sí, claro. A nuestra madre le gustaban el teatro, el cine y solía escribir poemas. Nuestros juegos eran con palabras. Ella decía, por ejemplo: “El hombre entró y dijo ‘buenas tardes’. ¿Cómo lo dijo? Opacado, feliz, lo dijo como no diciéndolo, al margen de él, aunque para él, maldita la tarde que tenía”. ¡Había ochenta maneras de decir ‘buenas tardes’! Aparte, discurríamos sobre la palabra y la existencia. Ese clima, creo, despertó algo en nosotros para que terminásemos haciendo algo por el otro, en lugar de con una bala en el cuerpo.

–De todos sus guiones, ¿cuál disfrutó más durante la escritura?

–Todos. No tengo preferencia, son como hijos, ninguno es reprobable. Tengo un gran respeto por El romance del Aniceto y la Francisca; también por El dependiente, donde los personajes son muy desagradables: ese era el pueblo de Luján de Cuyo –primario, medieval, moralista, imbécil–donde nos criamos. Por eso, si me dan a elegir entre ambos, me quedo con el de Aniceto, que es luminoso, aun en su mundo. Además, muere por salvar un gallo. Quisiera saber quién es hoy capaz de jugarse la vida por eso.

–Todos los personajes de la filmografía de Favio tienen una impronta filosófica. Como Juan Moreira, que, a punto de morir, exclama: “¡Con este sol!”.

–Es que no es lo mismo morir de noche que a pleno sol. Nadie debería morir de día o avistando por la ventana el sol, un nuevo comienzo. Es lo único que uno le pediría a esta cosa irremediable que es la muerte.

Escrito por
María Zacco
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