La imagen típica de la ancianidad, la del abuelo o la abuela sonrientes, en la cabecera de la mesa, rodeados del cariño de hijos y nietos, muchas veces no es más que una fantasía. Es cierto que en el siglo XXI muchos adultos y adultas mayores de 60 –sobre todo si cuentan con un ingreso que les permite sobrevivir con cierta comodidad– ya no están atados a la familia como en generaciones anteriores. Trabajan, tienen sus amigos y sus proyectos, defienden con pasión una autonomía que recién conquistaron cuando la prole dejó el hogar y se fue a armar su propia vida. El abuelazgo les es grato, los nietos una fuente de alegría, pero, como decía el General, todo en su medida y armoniosamente.
El lado oscuro de la luna muestra otras realidades. Abuelas y abuelos de los sectores pauperizados que crían a los chicos para que la madre pueda trabajar o simplemente porque se los dejó. Hijos e hijas que tuvieron que volver con su familia a la casa de los padres por razones económicas, estrenando una cotidianidad plena de roces. Familias que tuvieron que traer al abuelo o a la abuela a la casa porque ya no se podía valer por sí mismo, para juntar recursos o porque a veces esa jubilación es el único ingreso fijo.
El hacinamiento, una convivencia no elegida, la diferencia generacional, de ideas y costumbres, la carencia de dinero, muchas veces dan curso a un malestar que deriva en maltratos y distintas formas de violencia, males de los que poco se habla pero existen. Los que tienen las de perder, como siempre, son los más débiles. Y el más viejo termina, para eludir conflictos, encerrado en la pieza. Cuando la tiene.
Muchos ancianos viven en la más estricta soledad, lo que no es malo si esa soledad fue elegida y no producto de la indiferencia, el descuido, el abandono. Otras veces, viven con su familia pero la convivencia está inmersa en el sometimiento, los golpes, la manipulación y el abuso afectivo o patrimonial. En el medio hay un infinito de posibilidades: desde la sobreprotección que infantiliza hasta la ridiculización y el desprecio.
La cuestión tiene la suficiente gravedad como para que las Naciones Unidas hayan decidido fijar el 15 de junio como el Día Mundial contra el Abuso y el Maltrato a la Vejez, en un intento por hacerlos conscientes.

El diagnóstico de la vergüenza
Los estudios de Naciones Unidas dicen que por lo menos uno de cada seis adultos mayores sufre abusos. Y dos de cada tres trabajadores de geriátricos o residencias admitieron haber maltratado a algún interno en el último año.
La idea del viejo sabio, que dominó por milenios en las más diversas culturas, está en absoluta extinción. En una cultura fervorosamente juvenilista, donde la rapidez y el vértigo son considerados el ritmo de los vencedores, un viejo es un trasto que no se sabe muy bien dónde colocar. Y una vieja, peor. La lentitud, las enfermedades, las dificultades para el uso de la tecnología –qué fácil “tramitar por la app” cuando aprendiste a escribir con tintero, ¿no?– irritan a los más jóvenes. Y les permite controlar crecientemente la economía y todos los trámites del jubilado.
Las burlas a los mayores son pan de cada día en la televisión y en las redes sociales, que ejercen una pedagogía que a la vez desacredita cualquier interés por el pasado y la historia familiar. Que la jubilación mínima sea un tercio de lo necesario para superar la línea de pobreza es un elocuente indicador de que la desvalorización de los mayores es una violencia que no empezó en la mesa familiar.
Los registros de maltrato a los adultos mayores no son muchos pero existen. Los datos de 2021 de la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema muestran 176 consultas de mayores de 60 años. Como en todos los otros grupos etarios, la inmensa mayoría de los denunciantes son mujeres.
Pero la OVD registra una diferencia entre los denunciados según la edad de los denunciantes: el sexo de los agresores se reparte de una manera sorprendente. Mientras que en la franja 18-59 años, el 84 por ciento de los acusados de violencia son hombres, cuando sube la edad de la víctima la proporción cambia a 76 por ciento varones y 33 de mujeres. ¿Quiénes son los que agreden? El 23 por ciento, el marido. Pero el 56 por ciento son las hijas, los hijos u otros parientes con los que conviven. Un dolor difícil de mitigar.
Si se mira la pirámide poblacional de la Argentina, es posible prever que la situación tenderá a agudizarse. Somos uno de los países con población más envejecida en América latina y el Caribe, y seguimos envejeciendo a un ritmo acelerado. El Censo aportará sus precisiones, pero se calcula que las personas de 60 años y más eran en 2020 por lo menos el 15,7 por ciento de la población de la Argentina: casi 7,1 millones de personas. Para 2030 serán casi uno cada cuatro.
Es un fenómeno común a todo el planeta. Naciones Unidas calcula que para 2045 la población de 60 años o más superará por primera vez a la de los niños menores de 14 años.
Las razones principales son dos y convergentes: una mayor longevidad y una menor tasa de mortalidad. En la Argentina, en 2020, la tasa de fecundidad era de 2,2 hijos por mujer, una caída de 1,3 hijos por mujer con respecto a datos de 1950. La disminución de la mortalidad, por su parte, contribuyó al aumento de la esperanza de vida, que pasó de 62 años en 1950 a 77 en 2020.
Claro que los mayores no se distribuyen de igual manera en la geografía nacional: el 21,5 por ciento de la población porteña tiene más de 60 años. Son 663.062 personas de un total de 3.078.836.
En los últimos cuatro años, una de cada cien de esas personas (6.362) pidieron ayuda porque vivían situaciones de violencia. El año pasado fueron cinco por día. La mayoría (68%) denunció violencia psicológica, acompañada de violencia patrimonial. La inmensa mayoría eran mujeres.
La vejez es ese lugar al que todos llegaremos si no se nos cruza la desgracia. En ese otro estamos nosotros.

DÓNDE LLAMAR. Si una persona mayor de 60 años está atravesando situaciones de violencia en la ciudad de Buenos Aires, puede llamar al 0800 222 4567 de lunes a viernes entre las 8 y las 17 o escribir a proteger@buenosaires.gob.ar.