Hace un siglo, un poeta argentino desquiciado y febril remató su “Apunte callejero” así: “Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de pronto, se arroja entre las ruedas del tranvía”. Algunas páginas más adelante, abrió de este modo su “Croquis sevillano”: “El sol pone una oreja violácea en el alero de las casas, apergamina la epidermis de las camisas ahorcadas en medio de la calle.” Dos hachazos. Dos golpes de timón que distraen el sentido lineal y conducen al vacío que siempre genera lo inesperado, puesto que no tenemos con qué atajar, y mucho menos procesar, ese revuelo interior que en ocasiones provocan las palabras de un poeta de alto rango como Oliverio Girondo.
Ambos fragmentos corresponden al primero de los seis libros que compondrán casi el total de su obra: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Sin duda, un título entre risueño y pueril que contrasta, de manera pasmosa, con lo que depara el libro.
La originalidad de Girondo hoy, cien años más tarde de su primer trabajo, es indiscutible. Pero no podemos dejar de olfatear en sus versos la influencia carroñera de Baudelaire y los movimientos espaciales en la página y humorísticos de Apollinaire. Los franceses ahí, siempre, apuntalándonos con su vara vanguardista y los poetas de este sur, sí, hay que decirlo, enterrándola con un castellano hábil, mágico y de fina elaboración. Girondo dominó su aura desde el comienzo y cuando llegó a En la masmédula, su última publicación, en 1956, torció el lenguaje hasta donde no es posible. No al estilo surrealista, sino con otra línea de afinación: un juego de sonoridades y ritmos que somete al sentido pero no lo apaga. Por el contrario: lo multiplica y lo exacerba hasta la resignación de lo incomprensible: “De oleaje tú de entrega de redivivas muertes/ en el la maramor/ plenamente amada/ tu néctar piel de pétalo desnuda/ tus bipanales senos de suave plena luna/ con su eromiel y zumbos y ritmos y mareas/ tus tús y más que tús/ tan eco de eco mío/ y llamarada suya de la muy sacra cripta mía tuya/ dame tu/ Balaúa.”
“La poesía de Girondo –escribió otro gran autor nuestro, Enrique Molina– tiene un impulso unánime hacia esa pendiente vertiginosa, donde se desploma a manera de catarata: su último libro, en el que todos los elementos se transfiguran a la temperatura del fuego central.” Podríamos agregar que dentro de En la masmédula retumba Trilce de César Vallejo, aparecido treinta años antes, en 1922, en paralelo con Veinte poemas para ser leídos en un tranvía. El quiebre que propone el poeta peruano es alucinante y sin precedentes. Sin embargo, Girondo no hace exactamente lo mismo, aunque se aferre al neologismo y a una variedad de calibres en la zona del disparate. Girondo, a diferencia de Vallejo, trabaja la afinación de la misma cuerda de su obra primera, atacando con lo imprevisible y lo maravilloso, y asciende, en volumen tenso, hasta llegar a la aparente desaparición –y desesperación– del sentido: “Hay que buscarlo dentro de los plesorbos de ocio/ desnudo/ desquejido/ sin raíces de amnesia/ en los lunihemisferios de reflujos de coágulos de espuma de medusas de arena de los senos o tal vez en andenes con aliento a zorrino/ y a rumiante distancia de santas madres vacas/ hincadas/ sin aureola/ ante charcos de lágrimas que cantan”. En esta, su última obra, Girondo, en palabras de Molina, “se irá desprendiendo como de un lastre del orden utilitario de las cosas, hasta que estas adquieran una transparencia calcinada, fundidas en un único reverbero”.
Como dijo Edgar Bayley, el lenguaje poético de Girondo se hace y se vuelve a hacer constantemente, como si se regenerara dentro de sí mismo y siempre sorprendiera. “Es el libro de un espíritu lúcido que ha volado los puentes, pero que sabe cuánto valen los puentes y, lo que no es menos importante, que sabe construirlos.”
A MITAD DE CAMINO, LA CUMBRE
Sin embargo, su obra cumbre reside en el medio. Persuasión de los días –un título que pone énfasis, según Enrique Molina, en la “dialéctica sombría del tiempo”– reúne la lírica y el desquicio, el humor y la tragedia, la tensión y el desparramo, el vuelo y el abismo, la transgresión y la métrica. “Abandoné las sombras,/ las espesas paredes,/ los ruidos familiares,/ la amistad de los libros,/ el tabaco, las plumas,/ los secos cielorrasos;/ para salir volando,/ desesperadamente.”
Persuasión…, publicado en 1942, es acaso el libro más denso, e incluso emotivo, de Oliverio. Envuelven el derrumbe y la degradación. Los suburbios del pánico. Como decía Molina, una belleza minada: “Este hedor adhesivo y errabundo,/ que intoxica la vida/ y nos hunde en viscosas pesadillas de lodo./ Este miasma corrupto,/ que insufla en nuestros poros/ apetencias de pulpo,/ deseos de vinchuca,/ no surge,/ ni ha surgido// de estos conglomerados de sucia hemoglobina,/ cal viva,/ soda cáustica,/ hidrógeno,/ pis úrico,/ que infectan los colchones,/ los techos,/ las veredas,/ con sus almas cariadas,/ con sus gestos leprosos”.
Diez años antes, Girondo había publicado su libro más popular, más nombrado y acaso más leído. Rebelde y cáustico, Espantapájaros navega en las aguas del humor, del juego y la ternura. “Que las poleas ya no se contentan con devorar millares y millares de dedos meñiques? ¿Qué las máquinas de coser amenazan zurcirnos hasta los menores intersticios? ¿Qué la depravación de las esferas terminará por degradar a la geometría?”
Estas prosas de 1932 no sólo desconciertan con imágenes exóticas sino que proponen ideas urticantes: “Aunque me he puesto, muchas veces, un cerebro de imbécil, jamás he comprendido que se pueda vivir, eternamente, con un mismo esqueleto y un mismo sexo”.
Juan Carlos Mariátegui se refirió a su amigo y colega como uno de esos autores que se animó a agregar “nuevos ingredientes”, específicamente el humor. “Los que están habituados a degustar la poesía sólo en las clásicas salsas retóricas no pueden digerirla en los poemas de Girondo.”
No hay duda de que el irreverente Oliverio Girondo, que murió un 24 de enero de 1967, cruzó su vida montado sobre esa gran frase de Novalis: “Con espíritu audaz y ardor en los sentidos/ el hombre volvió bella a la oruga cenicienta”. Nunca mejor aplicada.