Hay dos cosas que distinguen a Pinamar sobre los 2.300 municipios de la Argentina. La primera es que es el único de todos ellos que lleva el nombre de una empresa. En 1943, cuando Juan Perón no era más que una promesa, el arquitecto Jorge Bunge fue a dar con lo que era un inmenso arenero y se le ocurrió que, si lo llenaba de verde, podía convertirlo en un sitio interesante. Pinos y mar, más una sociedad anónima que hoy poseen los herederos de Bunge y que sigue siendo dueña de todas las tierras de la ciudad que no se vendieron, y de repente el lugar ya tenía cómo llamarse. Vale la pena detenerse una línea más en esto. Es como si en cambio de haber pinamarenses, intendente de Pinamar, romances de verano en Pinamar y familias que guardan recuerdos hermosos de unas vacaciones en Pinamar, hubiera cocacolenses, intendente de Coca-Cola, romances y recuerdos en Coca-Cola. Podría ser una joda, un chiste a medio camino entre un cuento postapocalíptico y una sitcom yanqui de moda y muy bien auspiciada. Podría serlo, sobre todo porque lo otro que distingue a la localidad también parece irreal, propio de una pesadilla, de una película de terror o de una dictadura militar cuyos métodos se suponían olvidados: Pinamar es la única ciudad del país en la que mataron a un trabajador de prensa en plena democracia, la única en donde asesinaron a un fotógrafo por sacar una foto. Podría –debería– no ser verdad. Pero lo es. Es Pinamar.
INFIERNO GRANDE
Hay otro elemento que la distingue, pero es más intangible, más abstracto que el nombre de una empresa o el de un reportero al que la sociedad pidió no olvidar. Es que la ciudad, que pasó de 20 mil habitantes a 40 mil en los últimos diez años, todavía guarda los rituales de un pueblo. Es una pequeña comunidad que en las temporadas se llena de gente y de dinero pero que se deshabita en cuanto vuelven los primeros fríos. En Pinamar todos se conocen con todos, y no hay secretos. O, mejor dicho, los hay pero, como en cualquier infierno grande, están guardados debajo de la alfombra. Alfredo Yabrán era uno de ellos.
Cuando en la tarde del viernes 16 de febrero de 1996, once meses y nueve días antes del momento que cambiaría para siempre la historia de Pinamar, del periodismo y de todo el país, José Luis Cabezas levantó su cámara e hizo clic, ya toda la ciudad sabía quién era Yabrán. Todos lo sabían, aunque hay que ser justos: nadie, ni siquiera los que se beneficiaban con los millones de dólares que invertía ahí entre hoteles y restaurantes top, ni los que se ilusionaban, magnates y no tanto, con la promesa de un megapuerto que haría olvidar a todos que alguna vez existió algo que se llamaba Punta del Este, ni un solo pinamarense podía imaginar que ese misterioso empresario siempre rodeado de custodios iba a ser el único en mandar a asesinar a un periodista desde 1983 hasta hoy. Pero, tampoco, ninguno de los que tenía edad suficiente se puede hacer el distraído, culpa que en silencio, en la intimidad o en alguna noche de copas se acepta, y que por eso mantiene la herida sin cerrar desde hace 25 años.
Es que, así como hay gente que podría retratar a la precisión el lugar en el que se encontraba cuando Maradona dejó en el camino a tanto inglés, o el momento exacto en el que vio la caída de las Torres Gemelas, en Pinamar sucede un caso único: no hay una persona de ahí que para el 25 de enero de 1997 tuviera 18 años o más que se pueda olvidar de ese día, de quién fue que le contó lo del auto calcinado en una cava en Madariaga, por dónde vio la vergonzosa defensa del intendente de entonces a Yabrán, cómo se enteró de que la policía local había liberado la zona, cuándo fue que comprendió el horror, la complicidad política, cívica y empresarial que llevaron a que su ciudad sea noticia en todo el planeta. Tiene lógica que la memoria de los pinamarenses no falle con esa jornada: sus playas nunca jamás volvieron a ser las mismas. Chau Yabrán, chau Menem con su Ferrari, chau megapuertos y dólares, chau glamur, chau estrellas de TV y modelos de moda, chau Punta del Este y también chau Pinamar, título de tapa de la revista Noticias, la misma en la que trabajaba Cabezas, que ilustraba a la desolada ciudad en enero de 1998, y la que algunos vecinos mandaron a imprimir en una versión gigantesca sólo para prenderla fuego en una avenida.
Es que en eso se convirtió Pinamar durante años. Una aldea fantasma que renegaba de su pasado y que cuando este aparecía, ya sea por un aniversario o por las noticias que contaban cómo uno a uno los asesinos iban recuperando insólitamente la libertad, lo mandaban para Madariaga y decían que era ahí donde habían sido los dos disparos. Si Cabezas fue para el país un símbolo de un horror que nunca debería volver a repetirse, una garantía para todos los periodistas de que ya nunca nadie podría herirlos de gravedad, para Pinamar fue un karma que destruyó sueños, trabajos, que despertó los peores miedos y que obligó a sus habitantes, con la sutileza de una trompada a la mandíbula, a una profunda reflexión.
VEINTICINCO AÑOS NO ES NADA
Pero Pinamar era y sigue siendo, en esencia, un pueblo. Y como tal, y como cualquier lugar del planeta, tiene también otra cara. Es una que fue reforzada por el paso de los años, por el agua de mar que alejó los tiempos de oscuros empresarios y de silencios políticos, por las nuevas generaciones y por las nuevas camadas de emigrados. En verdad no es sólo una cara, sino que son cientos, miles. Es Gastón Caminata, que todos los días recorre 15 kilómetros a pie para juntar las colillas de cigarrillo que la gente deja en la arena. Es Martín Yeza, el primer intendente desde el asesinato que pidió, públicamente, perdón en nombre del municipio que hoy comanda, o Julieta Laurino, una porteña exiliada que empuja a todo aquel que se le cruce a una vida sin bocinas ni tráfico y que cuando alguno toma su ejemplo y la sigue procura hacerlo sentir como en su casa desde el primer instante. Es Pedro Marinovic, un hotelero que invita a un extraño al que recién conoció, un 31 de diciembre, a que pase fin de año con su familia para que no esté solo. Es Manuel Morello, un cordobés de 50 años que llegó a la ciudad dos décadas atrás con un par de celulares usados para vender y que hoy, a pesar de ser el responsable de dos hijos, de un restaurante, de un hotel, de un parador, de La Luna, el único boliche que abre durante todo el año, y de los problemas que todo esto conlleva en un país como la Argentina, se toma varias horas de su semana para levantar postes o árboles, para ayudar a un vecino al que se le rompió un vidrio, para arreglar los tachos de basura, para hacer eso y más solamente por un amor puro al lugar que lo recibió sin un solo peso y al que hoy llama su hogar. “Yo no paro hasta que esto sea Mónaco”, me dijo una vez, ante la extasiada mirada de un amigo que ahí nomás lo bautizó “Pinaman”, como si fuera un superhéroe. Parece joda, pero no. Es Pinamar.