Al clarear el 25 de enero de 1997, el cuerpo carbonizado de José Luis Cabezas fue encontrado en un recodo del paraje Los Manantiales, no lejos de Pinamar. El destino quiso que el gobernador Eduardo Duhalde pasara minutos después por allí, en tránsito hacia su jornada de pesca.
–¡Me lo tiraron a mí! –fueron entonces sus palabras.
Al rato, la policía convirtió la escena del crimen en un confuso lote sin acordonar, pisoteado y ofrecido a los turistas.
Ya al mediodía, la noticia sacudía a la opinión pública.
El nombre del magnate Alfredo Yabrán fue la respuesta casi pavloviana de quienes conocían el trabajo del fotógrafo. Porque las amenazas veladas, los neumáticos cortados, los vidrios rotos, los aprietes y las balas ya constituían el estilo de comunicación de ese empresario con la prensa. Y en la redacción de la revista Noticias, casi un lugar común; en parte, por las imágenes de Cabezas a Yabrán al salir del mar.
Pero también estaba la animosidad de la Bonaerense hacia él, en virtud de esa tapa con la foto de Klodczyk, publicada el 8 de agosto del año anterior.
De modo que su asesinato pudo ser obra de gente al servicio de Yabrán o de efectivos de la díscola mazorca provincial. Lo cierto es que, de enero a marzo, Pinamar se convertía en la capital nacional del guardaespaldas; cientos de uniformados en actividad paralela, ex policías exonerados, viejos verdugos de la ESMA y toda clase de peligrosos parias del sistema estatal custodiaban el sagrado descanso de los veraneantes.
LAS VERSIONES EN PUGNA
En consecuencia, la investigación derivó en una verdadera puja entre dos hipótesis: la pista policial y la pista Yabrán. Y como la primera apuntaba directamente a la responsabilidad política de Duhalde, este depositó todos sus recursos en inclinar la carga de la culpa hacia su acaudalado archienemigo. A todas luces, una furiosa pulseada no ajena a otra: la del propio gobernador con el presidente Menem –el gran protector de Yabrán–, a quien pretendía suceder en el sillón de Rivadavia. Así fue como el caso Cabezas se transformó en un asunto central de la política de entonces.
En el medio, un variado repertorio de operaciones cruzadas, como lo fue la falsa imputación al grupito de la madama marplatense Margarita Di Tullio y el milagroso hallazgo de la cámara que pertenecía a José Luis por cuenta de un rabdomante, entre otras ingeniosas sutilezas de la dramaturgia penal.
Al frente de la investigación fue puesto el comisario Víctor Fogelman, de quien sus camaradas solían afirmar: “Para encontrarse el culo, necesita un mapa”. Pero Duhalde confiaba en él, quizá sin estar enterado de sus graves delitos de lesa humanidad durante la última dictadura.
Con el paso de los meses, el juez de Dolores, José Luis Macchi, puso tras las rejas a cuatro policías: Gustavo Prellezo, Sergio Cammarata, Aníbal Luna y el comisario Gómez (a) “la Liebre”. Corrió la misma suerte el jefe de seguridad de Yabrán, Gregorio Ríos, junto a la banda de Los Horneros, integrada por José Luis Auge, Miguel Retana, Sergio González y Horacio Braga.
La lealtad bifronte del cuarteto uniformado –eran de la Bonaerense y en paralelo hacían changas para Yabrán– significaba mucho más que un detalle simbólico del caso.
Y el apego del cuarteto civil a la hipótesis que abrazaba Duhalde –un acatamiento negociado con posterioridad al crimen– era un detalle aún menos simbólico. Su gestor y guardián fue el abogado Fernando Burlando, cuya labor en la defensa no era otra que probar sus culpas. Y con el beneplácito de ellos.
Lo cierto es que Duhalde, un mediocre pero entusiasta aficionado al ajedrez, no dejaba detalle librado al azar. Y sus alfiles terminaron por jaquear al rey negro. A un año y medio del asesinato de Cabezas, el juez ordenó la captura de Yabrán. Ello bastó para que, en la mañana del 20 de mayo de 1998, este se descerrajara un escopetazo en la boca. El gobernador había ganado la partida. Fue una victoria pírrica: Duhalde perdió las elecciones de 1999.
CONDENADOS PERO LIBRES
Poco después, empezó el juicio oral a los autores materiales en la ciudad de Dolores. Un evento transmitido durante meses en vivo por todas las señales televisivas de noticias. Los acusados recibieron la pena máxima que establece por homicidio el Código Penal. Pero aquellas sentencias no fueron –diríase– de cumplimiento efectivo. He aquí el destino de cada uno.
Prellezo, condenado a perpetua, accedió en 2010 al arresto domiciliario. Se recibió de abogado. Y en 2016 fue beneficiado con la libertad condicional.
Camaratta, condenado a perpetua, fue liberado en 2006. Pero regresó a la cárcel en 2012, tras una revocación de su pena. Murió tres años después.
Luna, condenado a perpetua, es el único que, teóricamente, continúa preso, bajo un régimen especial que, también teóricamente, le permite salir 72 horas por semana. Lo cierto es que vive en General Madariaga, donde hasta el intendente asegura que se maneja como si estuviera libre.
Gómez, condenado a perpetua, obtuvo en 2010 la prisión domiciliaria y, al año, la libertad asistida. En 2013 se le dio la pena por cumplida. Reside en Valeria del Mar.
Ríos, condenado a perpetua, en 2006 obtuvo la prisión domiciliaria y siete años después se le dio la pena por cumplida.
Auge, condenado a perpetua, está en libertad condicional y trabaja de changarín en el barrio platense de Los Hornos, donde también vive.
Retana, condenado a perpetua, murió preso en 2001.
González, condenado a perpetua, obtuvo la libertad condicional a fines de 2005. Ahora está preso por una causa de narcotráfico.
Braga, condenado a perpetua, disfruta de la libertad condicional. Vive en Los Hornos y se recibió de abogado.
Ninguno jamás contó lo que realmente había pasado. De modo que la versión duhaldista del asunto quedó sellada para la eternidad. Sin embargo, al cumplirse el vigésimo quinto aniversario de aquella siniestra madrugada, es un secreto a voces que la intervención policial en el crimen fue más orgánica y extendida de lo que “oficialmente” se admitió.
Una historia inconclusa, cuyo móvil sigue siendo la pregunta del millón.