Rita Cortese es una artista multifacética, que se entrega de manera visceral al teatro, al cine y a la música, una pasión que nació hace más de una década y que, asegura, no puede abandonar. Comenzó su carrera en los 80 con la obra Marathón; fue parte de la histórica gesta de Teatro Abierto –el mítico ciclo impulsado por un grupo de dramaturgos para resistir la dictadura militar (1976-1983)–; trabajó con directores de prestigio, como Roberto Villanueva y Laura Yusem, entre otros; se destacó en tiras televisivas populares (El sodero de mi vida y Lalola), y brilló en el cine, en filmes como Relatos salvajes, de Damián Szifron; Monobloc, de Luis Ortega; Herencia y Las siamesas, ambas de Paula Hernández. Cuando optó por la música, se alzó con el Premio Gardel a Mejor Artista de Tango Revelación (2009) por su primer álbum, El amor, ese loco berretín. Siempre en movimiento, en 2020 impulsó, junto a Teresa Parodi, el espacio radiofónico del Instituto Patria (Viento del Sur), donde coordina el área de Cultura.
Su compromiso con la revalorización de la cultura argentina se aprecia en cada uno de sus proyectos. Mientras se prepara para rodar El suplente, espera concretar el sueño de dirigir y producir Blum, a su juicio, una obra fundamental de Enrique Santos Discépolo y del teatro argentino. En diálogo con Caras y Caretas, analiza la mirada filosófica y nihilista del dramaturgo, compositor y cineasta, cuya vigencia es indiscutible a 70 años de su muerte.
–En los repertorios de sus espectáculos de tango ha incluido algunos de Enrique Santos Discépolo. ¿Cuáles son los que más la conmueven?
–Los tangos de Discépolo me conmueven hasta las lágrimas, porque es un trágico. Por un lado, escribe “Uno”, que es impresionante. Después está “Chorra”, que es muy gracioso. Son obras magníficas. Pero más allá del personaje, del autor, son la muestra de una época. Imaginate lo que serían los encuentros de Discépolo con Homero Manzi, Aníbal Troilo, Enrique Cadícamo y Carlos Gardel en el restaurante El Tropezón. Sintetizan una manera de vivir, a través del arte. Tengo 72 años y agarré el perfume de esa época, donde se andaba por las calles en una Buenos Aires hermosa y se vivía ese clima tan maravilloso, con fuertes discusiones estéticas.
–Pasaron 70 años de la muerte de Discépolo, sin embargo, está presente en el discurso cotidiano, cada vez que deseamos expresar desilusión o destacar el grotesco en una situación social o política. ¿A qué cree que se debe esa vigencia?
–A que era un hombre de verdad, con un pensamiento muy profundo, filosófico, que va al hueso. Fue un referente indiscutido de la cultura popular. Cabe recordar que pertenecía al grupo de Boedo, era izquierdista –de alguna manera, tampoco tanto–, anarquista y luego se convirtió al peronismo. Sin embargo, pasa algo extraño con Discépolo, porque casi ni se habla de una de las obras de teatro que escribió, junto a Julio Porter, Blum, de las más importantes de la época, sobre un magnate que deja todo por amor. Es genial, cuando la leí me volví loca. Quise dirigirla y producirla. Y nunca encontré, salvo por Roberto Villanueva, ningún director de envergadura que la quisiera tomar. Una vez, en el Teatro San Martín, para un aniversario de Discépolo, le propuse hacerla al director de ese momento, Kive Staiff. Pero al final se optó por una obra que se había escrito sobre Discépolo, en lugar de conmemorarlo con una pieza suya. No se le da el lugar que se merece, tal vez porque se lo ha discutido mucho a él, se lo tildó de nihilista y depresivo. Pienso en “Cambalache”, que plantea un escenario sin salida –“el mundo fue y será una porquería”–, y parece que siempre está mejor visto tener una esperanza.
–Seguramente, no era el único nihilista; tal vez fue uno de los pocos que en ese momento se aferró a la función social del arte.
–No creo que haya sido uno de los pocos. Había otros, como Manzi. Muchos también silenciados. Era una época magnífica, pero también de un gran resentimiento de las clases acomodadas. Más bien, tiene que ver con el peronismo. Él murió de tristeza, me lo contó Tania, que fue su pareja. A partir de su personaje de radio, Mordisquito, los amigos dejaron de saludarlo, y en los cafés, en los restaurantes y en los teatros la gente le empezó a decir cosas por su programa y se entristeció. Entró en una depresión brutal, tuvo un ACV y murió.
–En las obras de teatro de Discépolo, el sainete y el grotesco criollo abordaban entonces la inmigración y los bemoles de la integración social y cultural. ¿Cuáles podrían ser hoy los temas para alimentar el género desde la mirada de Discépolo?
–Creo que la culpabilidad permanente que se hace de una clase social, la de los despojados. Y ni hablar de la pandemia. ¡Lo que haría Discépolo con todo lo que está dejando! Hay una gran cantidad de gente despojada, atravesada por dolores, gritando por la calle y peleándose en esta ciudad cerrada y desolada, donde el otro se convierte en un contagio y es un peligro.
–Volviendo al tango, ¿qué la motivó a cantar?
–Siempre iba a ver a las grandes cantantes argentinas y tenía una crítica. Hasta que un día me pregunté: “¿Qué es esto de criticar siempre? Es resentimiento”. De ninguna manera es un sentimiento que quiera abrigar, así que decidí tomar valor y subir a un escenario a cantar. Y es muy difícil dejar de hacerlo, es lo que nos pasa a casi todos cuando intentamos. Es muy hermoso, muy genial, muy libre.
–¿Más libre que la actuación?
–Totalmente. Son dos disciplinas totalmente distintas. Una puede alimentar a la otra en algún punto. La cuestión es que cuando actuás estás atravesada por un personaje, pero cuando cantás sos definitivamente vos.
–A la hora de elegir sus repertorios se nota que existe una intención de rescatar títulos poco transitados.
–Ahora estoy abriendo más el repertorio. Necesito escuchar y escuchar. Además, la elección de las canciones está siempre atravesada por lo que me ocurre.
–¿Y qué temas la atraviesan en este momento?
–La niñez. Para mí significa la inocencia y un mundo en el que ya no voy a estar cuando los niños crezcan. Me importa mucho el futuro. Es un tema que tengo muy presente, como la naturaleza y, por supuesto, el amor, que te lleva siempre tanto a los lugares más oscuros como a los más luminosos.