Cuando se comienza a rastrear la relación de Discepolín con el cine, no es de extrañar que el camino esté estrechamente relacionado con “Cambalache”. Y claro, si “Cambalache” es Discépolo y Discépolo es “Cambalache”. Cierto es que a modo de prehistoria también existió un registro mudo en 16 milímetros junto a Mario Soffici, sobre textos de Muñeca, de Armando Discépolo. Pero eso fue apenas una travesura, un borrador de lo que vendría después. Porque en el inicio de la historia, como en todo buen inicio, está “Cambalache”.
En 1935, la pantalla grande abrazó por primera vez a Discépolo. Cerca del final de la película El alma de bandoneón, los argentinos escucharon por primera vez, en voz del cantante Ernesto Famá, aquello de que “el mundo fue y será una porquería, ya lo sé”.
Hombre inquieto, de probada trayectoria como compositor y autor, no pasó mucho tiempo para que Enrique cayera seducido por el séptimo arte. Aunque faltaba muy poco para que se probara como director, su primer amor con la pantalla grande fue la actuación. Mateo (1937), de Daniel Tinayre, le sirvió de bautismo de fuego en más de un sentido. Así lo recordaba el realizador y marido de Mirtha Legrand en una entrevista de 1975: “Mateo marcó una época, fue la primera vez que se hizo un reparto con gente de primer nombre, salvo lo que había hecho Luis José Moglia Barth en ¡Tango! Pero acá se trataba de una obra nacional sumamente conocida, el mismo Armando Discépolo, autor del grotesco, la adaptó. Trabajamos juntos, nos peleamos muchísimo. Era un hombre muy inteligente pero tenía, como todos los directores de teatro, una visión muy teatral del asunto, y nuestro criterio era otro. Pero en fin, nos juntamos y se terminó perfectamente la adaptación, intervino mucho también Enrique Santos Discépolo dando sus opiniones, sus ideas; y un hombre que era muy amigo de él, Homero Manzi. Se hizo un poco entre todos”. El mismo año, Discépolo participó también, como actor y guionista, de Melodías porteñas, de su amigo Moglia Barth.
LUZ, CÁMARA…
En 1939, llegó el debut de Discepolín como director en Cuatro corazones, película filmada en tándem con Carlos Schlieper. Si bien el film no era una obra maestra, fue la comprobación de que el talento del autor no tenía límites de formatos. Su impronta, sus obsesiones y su retorcido sentido del humor se adaptaban a cualquier soporte, fuera musical, teatral o fílmico.
Un año después, continuó el devenir del autor en el cine con Un señor mucamo (1940), comedia amable basada en una idea suya, luego pulida por Abel Santa Cruz (en su primer trabajo para la gran pantalla). Esta vez, Discépolo decidió no aparecer en cámara, dejándole los honores a Tito Lusiardo. Sí, en cambio, venía de participar como intérprete en …Y mañana serán hombres, clásico de la cinematografía nacional de Carlos Borcosque.
Caprichosa y millonaria (también de 1940) fue la oportunidad de Enrique para dirigir a Paulina Singerman, a quien la unía una relación muy estrecha: “Él era muy amigo de mi marido (José Vázquez). Eran compañeros de pieza en las giras teatrales, mi marido fue el que le enseñó a tocar la guitarra. En ese momento a Discépolo no le gustaba el tango, el que lo inició en el género fue él”. Con respecto a la colaboración cinematográfica, la crítica de la época destacó el espíritu de sátira y “un humor disparatado”, análisis compartido por la protagonista: “Caprichosa y millonaria era un poco absurda y disparatada. Por eso le iba muy bien a Discepolín, porque él era así, por momentos disparatado. No era un tipo común”, recordaba la actriz.
El siguiente paso fue un cambio de registro que no salió tan bien como se esperaba. La película En la luz de una estrella (1941) nació de un guion que reunió a Enrique con su hermano Armando. A pesar de presentarse como una comedia musical, y contar con la estampa y la voz de Hugo del Carril, la intención del argumento de sumergirse en una mayor profundidad conceptual confundió al público: demasiado melodramática y con extensos diálogos (defendidos a capa y espada por Armando Discépolo). A la distancia y con sus imperfecciones, es una de las obras cinematográficas más interesantes del realizador por su condición de búsqueda. Para entender el tono de la película, basta con decir que en el repertorio musical del protagonista de la historia están los tangos “Martirio” (“Solo, pavorosamente solo. Como están los que se mueren, los que sufren, los que quieren”) y “Secreto” (“Dispuesto a borrar con un tiro tu sombra maldita que ya es obsesión, he buscado en mi noche un rincón pa’ morir, pero el arma se afloja en traición”).
EL DESENGAÑO Y EL REGRESO A LA ACTUACIÓN
Con la firme intención de volver a lo lúdico, Discépolo filmó en 1942 Fantasmas de Buenos Aires, una trama de equívocos a partir de una pretendida situación paranormal, al servicio de Pepe Arias. La idea fue bien recibida por sus seguidores, a partir de diálogos que se nutren de un autor y director que nada cómodamente en el disparate y el absurdo. Al año siguiente llegó la que sería su última película como realizador, y también una despedida con gusto amargo: Cándida, la mujer del año (1943).
El asunto prometía, era la cuarta entrega de la saga del personaje de Niní Marshall, y la primera sin tener en la silla de director a Luis Bayón Herrera. La pregunta obvia era qué podía aportarle Discepolín al personaje. Y la verdad fue que… no mucho.
Apática y con la protagonista luchando contra una trama que no la favorecía, el film no convenció ni convence. Hasta la misma protagonista, años después, le puso un manto de piedad al proyecto: “Un triste recuerdo. Pobrecito Discépolo, al que tanto admiro. A mí me gusta que me manden los argumentos con tiempo para leerlos sola y más de una vez, pero con ese no sucedió así. Me lo leyó Discépolo, y leído por él, tan buen lector, era una belleza. Y así salió la película: de un argumento flojo, una película floja. Sacando esa película, puedo decir que no tuve films de mala suerte”.
Abandonado su derrotero detrás de cámara, Enrique Santos Discépolo volvió a la actuación una década después de haberla dejado. Yo no elegí mi vida (1949) fue una suerte de precalentamiento para el que sería su papel consagratorio, y también el último de su carrera.
En El hincha (1951), de Manuel Romero, el artista se entregó de lleno a aportarle toda su experiencia al Ñato, fanático de fútbol siempre verborrágico y exaltado “inscripto desde la cuna”. La película se estrenó el 13 de abril de 1951, ocho meses antes de la muerte de Discepolín. Y desde entonces se convirtió en un involuntario legado y resumen de su paso por el cine. Porque él, como el Ñato, dejó marcadas sus convicciones en cada proyecto que emprendió, con pasión y sin medir consecuencias o represalias. Y en ese camino se le fue la vida.