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Caras y Caretas

           

“Nada puede hacernos pensar un mundo mejor que las ficciones bien construidas”

Hombre de mundo, Alejandro Agresti tiene en su haber una veintena de largometrajes que marcaron la historia del cine argentino, aunque varios de ellos fueron producidos en el exterior. Hoy radicado en Mar de Ajó, repasa su obra y comparte su mirada crítica sobre la escena actual, al tiempo que escribe y trabaja en nuevos proyectos.

Alejandro Agresti es uno de los directores y guionistas de cine más importantes y prestigiosos que tiene la cinematografía argentina. Su figura tomó relevancia en largometrajes que hoy son obras de culto como El amor es una mujer gorda (1987), El acto en cuestión (1993) y Valentín (2002). También pasó por la meca de la industria con La casa del lago (2006), protagonizada por Sandra Bullock y Keanu Reeves.

Vivió en Holanda y trabajó en Estados Unidos pero ahora, de vuelta en la Argentina, se anima a hablar del cine desde la pasión y la práctica, alejado de lo que puede ofrecer la mirada de escuela especializada. Descree en los profesores de cine, porque –dice–influyen en lo que deberían descubrir por sí mismos los alumnos. A fuerza de experiencia y creatividad, que trasciende el cine y se mimetiza con la literatura, Agresti se ha convertido en una referencia para pensar el horizonte artístico y social, en la que cada una de sus palabras está impregnada de entusiasmo y templanza.

–En películas como El amor es una mujer gorda o El acto en cuestión, hay un trabajo minucioso de la puesta de cámara. Algo propio, muy referencial. Pero en sus últimos trabajos la atención pasa a estar sobre el proscenio y sus actuantes, sobre los diálogos. ¿Dónde estuvo ese quiebre?

–No puedo decirlo, porque a mi manera de ver no existe. En todo caso, alterno películas donde lo visual es más preponderante, o simplemente más explicito, digamos, que obvio para el ojo de cualquier espectador. Por ejemplo, antes de El acto en cuestión, hice películas en holandés, como Just Friends (1992), y el guión que escribí tiene 305 páginas de puro diálogo, y trata de la relación entre dos sexagenarios que se sientan en un bar y hablan, pasean y hablan, se sientan en otro bar y siguen hablando. Y después de El acto en cuestión, algunas de mis películas también tienen un minucioso trabajo de puesta de cámara, aunque tan integrado a la historia no lo parezca, como Buenos Aires viceversa (1996), donde el punto de vista está elegido y estudiado para modular los diálogos, darle inmediatez y dinámica a la historia que cuento, un estilo bastante revolucionario para el cine argentino de los años 90, que justamente comenzó a ser imitado porque creían sencillo de ejecutar. Hasta La casa del lago tiene un trabajo de puesta de cámara exhaustivo, para el que se detenga a analizarlo, por eso en Hollywood el estudio me dejó, como siempre hice, resolviendo los problemas con el sindicato local, operar la cámara, y concedió total libertad en cuanto a la puesta en escena y lo visual.

–¿Cuáles fueron sus referencias centrales para El acto en cuestión, tanto a nivel de escritura de los textos como de estructura narrativa y propuesta visual?

El acto en cuestión fue la adaptación de una novela que escribí a los 19 años, barroca, exagerada, que intentaba mezclar formas literarias dispares. Siendo de época, y tratándose de magia, elegí mezclar, sin perder cierta armonía, distintos estilos visuales, pensando que de la galera de un mago puede salir cualquier tipo de sorpresa. Mi formación fotográfica viene desde los 5 años, me crié con un abuelo fotógrafo, que a esa edad me regalaba cámaras, cajas completas de rollos de 120 milímetros. Sus empleados, todas las semanas, revelaban mis experimentos, porque eso eran, por entonces ya buscaba lo diferente, aunque mi abuelo, siendo un retratista clásico, me tirara de la oreja al ver mis locuras.

–¿En sus primeros trabajos como director había algo referencial a la propia historia del cine, particularmente con la puesta de Orson Welles?

–Orson y tantos otros. Montones de influencias. El asunto con las influencias es saber adaptarlas con propiedad, tangencialmente y no de frente a la historia que tenés para contar. Para eso necesitás cierto tipo de pericia. Hoy, por ejemplo, las escuelas de cine en este país les machacan a sus alumnos ciertos directores icónicos, y de ahí salen imitando en cinta transportadora a tal francés o alemán. Creen que dejando la toma estática hasta el hastío, o plantando la cámara en pura “observación”, ya son Wenders o Rivette, algo que da risa, y otro tanto de vergüenza ajena.

–¿Piensa su obra en etapas o como una continuidad?

–Como una continuidad, paralela a la de mi vida, lo que aprendo, preocupaciones que transmutan en otras. Por eso, a veces me sorprende que la mayoría de los que pretenden analizar mi obra, si los someto a un cuestionario, apenas ha visto, con suerte, la mitad de ella. De los veinte largometrajes, con suerte apenas ocho o nueve. Así que no entiendo cómo pueden jactarse de ser analistas intelectuales de algo que ignoran, tomando en cuenta esa continuidad de la que hablamos. Por ejemplo, si mi obra contiene una premisa, tema o preocupación constante a lo largo, es que la realidad ha sido reemplazada por su simulacro. Y en mi última película, Mecánica popular (2015), observando la decadencia de estos tiempos, intenté dar un paso más allá y hablar de que hoy hasta la ficción ha sido reemplazada por su simulacro. Pero, por supuesto, no espero que el beneficiario de dicho simulacro, el cliente contento de semejante lobotomía epocal, pueda comprender su significado, es más, de llegar a aproximarse a dicha reflexión, se sentiría descubierto y correría a destruir la película exacerbándole algún punto flojo agresivamente, entre epítetos y bla bla bla.

–¿Qué fue lo mejor y lo peor de producir en Hollywood?

–Buena experiencia, aprendí, me di el chiquilín lujo de filmar en Hollywood, tuve todas las herramientas, me dejaron hacer mi puesta y encuadrar como quise. Mi experiencia fue más independiente de la de muchos que hablan de independencia, mientras les lamen el culo a franceses, alemanes o quien sea para conseguir dos mangos imitándolos, haciendo lo que ellos hacían décadas atrás para que los inviten a festivales orgullosos de que un argentino los ame y copie, les dore la píldora; que use tiempos muertos, estire las tomas, paparruchar contemplación y demás ingredientes clichés que no tienen nada que ver con su propia cultura. A los de afuera los hace sentir maestros, mientras la posible sustancia de lo verdaderamente nuestro se trastorna, diseca, muere por falta de pericia, eso que las actuales vanguardias desestiman, algo que a tantos les conviene obviar porque no cuentan con ella, sólo quieren convertirse de un día para el otro en artistas reconocidos por círculos nauseabundos que han convertido al arte en un decadente tráfico de besos fallutos, supermercado de poses y atractivas instalaciones semánticas a repetir sin reflexionar, transformar desde entrañas individuales.

–¿El estar fuera o la distancia misma cambió algo de su mirada sobre la producción del cine nacional?

–Te hace dar cuenta de que demasiado del cine nacional se autosatisface con simplemente imitar superficialmente al de afuera, aunque lo encaje estéticamente mal, y ridículamente fuera de pulso en las historias que pretende contar. Una cosa es aprender de otros, otra ser una colonia que adrede se dedica a domesticar sus genes.

–¿El teatro está presente en su cine?

–Del teatro Welles llevó al cine varios recursos. El uso del sonido, la puesta, los efectos de luz etc. El teatro es uno de los padres del cine. Soy espectador y lector de obras de teatro. Claro que enseñan, alientan el pensamiento mucho más que la mayoría de películas, sobre todo en estos tiempos.

–¿Es la literatura su principal plataforma eidética? ¿Por qué?

–Porque es la base de todo, cuentes o no cuentes historias. Hay que leer mucho para entender el mundo y no quedar atrapado como mamerto en una de sus complacientes versiones y simulacros establecidos; también para asimilar y desenredar nuestros propios impulsos, esos cada vez más bombardeados desde el embrión por la saturación de información. No existe aparato más perfecto que el libro. Nada puede hacernos pensar un mundo mejor que las ficciones bien construidas, las que transpiren nobleza, esa hoy relativizada a la marchanta, tergiversada, casi perdida.

–Hoy se encuentra dedicado a la escritura, a la familia, a disfrutar de un día de pesca. ¿Cómo surgieron esos cambios en su vida y cuál es su búsqueda actual en el plano artístico?

–Siempre quise volver a este pequeño pueblo costero, por eso años atrás me había hecho una casa que mantenía cerrada. Para trabajar mis historias sin presiones o estar expuesto lo menos posible a tentaciones, modas, zanahorias y demás campos magnéticos. Contar con tiempo para leer, y cocinar lo que pesco, entre otras cosas. Se cumple una década de no fumigar con un auto o sentado en un avión. Eso me hace sentir bien, como el haber tenido otra hija a los 58. La vida diaria en Los Ángeles terminó de hacerme comprender que vivimos en un mundo hipócrita, incentivadamente competitivo, convertido en una máquina que se autodestruye entre codicias, disfraces y el punto muerto de enquistados fanatismos adolescentes.

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Pablo Pagés y Marvel Aguilera
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